Soldaditos teatrales
Marzo se ha convertido en un mes que nos invita a reflexionar sobre el papel que jugamos en las violencias que día a día viven miles de mujeres en nuestro país; para el ámbito teatral es un mes también significativo, pues el Día Mundial del Teatro se celebra el 27 de marzo. Perdón, pero mis ánimos éste año quizás no sean los más festivos.
Hace mucho tiempo tuve un pensamiento extraño mientras veía un documental que mostraba el entrenamiento que llevan los marines de Estados Unidos. Este programa militar es considerado uno de los más difíciles en el mundo, física y mentalmente. ¿Pero qué tiene que ver eso con el teatro? Solamente esto: En ese momento tuve la certeza de que yo sería capaz de pasar por un entrenamiento similar, tal vez, porque ya había experimentado ese tipo de trato… en la facultad de Teatro.
No espero que concuerden conmigo en que los puntos positivos de un entrenamiento de ese tipo para un artista no llegan a compensar los negativos. De hecho, estoy lista para ser arrojada sin más a la categoría de “generación de cristal” como ya ha pasado antes, sin embargo, me parece que la pedagogía teatral y sus métodos –los buenos y los malos– son cada vez un tema más urgente, especialmente conforme el paradigma del teatro que hacemos cambia, aunque no el entrenamiento que todos los teatristas, pero especialmente los actores, reciben. Hablo de formación y pedagogía actoral en el más amplio sentido, pues, aunque es sabido que en Saltillo no tenemos escuelas que ofrezcan la carrera a nivel profesional, considero los procesos de investigación, laboratorios, talleres y montajes de puestas en escena igualmente formativos y en muchos casos igualmente viciados por los mismos enfoques y actitudes que predominan en las universidades.
Junio de 2022. Tras tres años de trabajo conjunto entre alumnos, directivos y profesores, el Centro Universitario de Teatro de la UNAM, mejor conocido como CUT, publica un código de conducta que “promueve los valores de respeto, igualdad y tolerancia debidos a toda persona”. Una parte de mí lo aplaude, otra se lamenta al pensar que esto fue siquiera necesario. No se equivoquen, las violencias en el ámbito no son nuevas, solamente no nos habíamos dado cuenta de que lo eran.
El poder que tiene el profesorado en un proceso de formación que implica exponerse a altos grados de vulnerabilidad física y emocional, quizás no había sido lo suficientemente pensado hasta entonces. Ni hablar de la autonegligencia a la que una persona está dispuesta a someterse en nombre del sueño de ser actor. Se nos ha dicho que el llegar a serlo es un proceso difícil –y lo es– pero nunca se nos explicó que no tiene por qué ser traumático. Algunos pasarán el proceso sin daños “considerables”; esos son los elegidos, los más fuertes, los que sí tienen futuro. Los que tuvimos suerte y casi nula noción del autocuidado acabamos en ese equipo; los que tuvimos aún más suerte, llegamos a conocer maestros – dentro y fuera de la educación formal– que nos enseñaron que las cosas podían ser diferentes.
Me ha tomado años darme cuenta de todos los tratos abusivos que permití, ejercí, fomenté y solapé en nombre del teatro. Ahora cuando lo pienso, entiendo que la chica “débil”, esa que se negó alguna vez a hacer una escena en la que no se sentía cómoda y a la que casi corren del montaje final por no dar el ancho estaba probablemente más cuerda que muchos de nosotros.
El código de ética antes mencionado toma como meta “contribuir a que el proceso de formación actoral contemple siempre la posibilidad de que cada persona tenga la oportunidad de decidir, de manera libre y autónoma, qué tanto y a qué ritmo está dispuesta a compartir aspectos de su vida privada y de su mundo íntimo y emocional, y procurar que cuando esto ocurra pueda realizarse en un espacio de confianza tal que ofrezca a las personas la suficiente sensibilidad, respeto, empatía y conciencia”. Y de verdad espero que así sea, aunque tales afirmaciones puedan escandalizar a muchos.