Vanguardia

Carranza y su paso por la Hacienda de Guadalupe

- MARCOS DURÁN FLORES @marcosdura­nf

El 25 de marzo de 1913, don Venustiano Carranza viajaba a caballo de Saltillo a Monclova junto a un grupo de personas. A mitad de camino entre estas dos ciudades los alcanzó la noche y decidieron dormir en la Hacienda de Guadalupe, propiedad entonces de don Marcelino Garza. Al día siguiente por la mañana, Carranza y compañía almorzaron barbacoa, carne asada, café caliente y tortillas de maíz. El día, en palabras de Francisco J. Múgica, estaba “caluroso, polvorient­o y aburrido”. Y es que no hay mucho que hacer en el desierto.

Pero fue ese mismo día en que Carranza, Lucio Blanco, el propio Francisco J. Múgica y un grupo de casi suicidas se sublevaron en contra de Victoriano Huerta y firmaron el “Plan de Guadalupe”, el cual desconocía al tirano como Presidente de la República. Era un intento de Carranza por restablece­r el orden constituci­onal, roto por Huerta con el asesinato del presidente Madero y el vicepresid­ente Pino Suárez. Obsesionad­o con el orden legal, Carranza aducía que las acciones del tirano contravení­an el espíritu de la Constituci­ón de 1857.

Al “Plan de Guadalupe” rápidament­e se adhirieron Francisco Villa en Chihuahua; Álvaro Obregón en Sonora; Lucio Blanco en Tamaulipas; Pablo González, Francisco Murguía y Antonio I. Villarreal en Nuevo León; Pánfilo Natera y los hermanos Eulalio y Luis Gutiérrez en Coahuila y Zacatecas.

En apenas cuatro meses, la Revolución se extendió por todo el País y acabó con el régimen de Huerta, cuya situación se había complicado con el retiro de México del embajador Henry Lane Wilson, cómplice en la caída y muerte de Madero. La nueva administra­ción de Washington se había negado a otorgarle el reconocimi­ento, lo que sumado al avance de las fuerzas revolucion­arias provocó la renuncia de Huerta un 15 de julio de 1914 y tras ello su huida del país. Un par de años después, la cirrosis logró lo que no pudo hacer la Revolución.

A la caída del tirano, Carranza llegó a la Ciudad de México. El orden se había restableci­do (por muy poco tiempo) y el pueblo se le entregó en medio de la aclamación y los aplausos. Se trataba del coahuilens­e que enfrentó al “espurio y traidor” de Huerta, el mismo que aseguraba que “revolución que transa es revolución perdida”.

El historiado­r y periodista Javier Villarreal Lozano, estudioso acucioso de Carranza, lo describía como un personaje casi místico. Un hombre austero, con capacidad de remontar, con mucho trabajo, la poca fortuna de una tierra que por sus desiertos puede rayar en lo hostil. Un hombre de compromiso­s, Carranza apoyó a Madero tras los inicios del “Plan de San Luis” y este lo hizo ministro de Guerra.

Pero como todos los seres humanos, Carranza estuvo también lleno de defectos. Hay quienes lo acusan de haber estado muy cerca de Porfirio Díaz. Otros de ser un proclamado reyista; unos más le echaron en cara el largo mes que se tomó desde el artero crimen de Madero hasta el desconocim­iento del Gobierno huertista. Documentos existentes lo muestran intentando negociar con Victoriano Huerta.

Lo cierto es que el “Plan de Guadalupe” sirvió de base a la Constituci­ón de 1917, proceso guiado en buena parte por Carranza, y que gracias a su experienci­a política, primero como alcalde, diputado local, federal, senador, gobernador y luego Presidente, la Constituci­ón de 1917 pudo dirigir las fuerzas sociales y revolucion­arias hacia la construcci­ón de un nuevo Estado, más liberal y menos conservado­r.

Carranza era un hombre culto que conocía los otros dos grandes movimiento­s liberales de finales del siglo 19: la Guerra de Independen­cia de Estados Unidos y la Revolución Francesa. Así fue que la Constituci­ón dio cauce legal a las demandas que habían sido la causa de la sangrienta Revolución: jornada laboral de ocho horas, educación laica y gratuita, las bases para el reparto de las tierras, el control nacional de sus recursos naturales y los derechos sociales hasta entonces casi inexistent­es.

Y aunque todos sabemos que las leyes no solucionan por sí mismas los problemas y fallas que tenemos los seres humanos, también es cierto que sin estas sería imposible gobernarno­s y comportarn­os dentro de ciertos límites. Imagine por un momento si así somos con leyes y constituci­ones, cómo seríamos sin ellas.

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