Vanguardia

Bullying religioso

- CATÓN

Tengo teorías hasta p’aventar p’arriba. Procuro no demostrarl­as, pues entonces dejarían de ser teorías, y eso les quitaría lo teórico. Por ejemplo, pienso que desde que empezó a usarse la palabra “bullying” aumentaron en las escuelas los casos de bullying. Antes los había, claro, pero no se llamaban así, y el hecho de no tener nombre extranjero les restaba difusión, y por tanto frecuencia. Los maltratos escolares no estaban bautizados, ni en inglés ni en español. Aun así existían. Maltratába­mos de palabra y obra al gordito del salón porque era gordo. Del bizquito decíamos que había ido al cine a ver “Las dos Blanca Nieves y los 14 enanitos”. Al pelirrojo lo apodábamos “cabeza de cerillo” y lo perseguíam­os por el patio hasta la vez que, acorralado por la turba en un rincón, sacó un crucifijo y nos lo puso enfrente, como en las películas de Drácula, con lo cual ya nadie se atrevió a tocarlo. Ahora el tal bullying es casi uso y costumbre, y en ocasiones llega hasta causar la muerte de la víctima. El fenómeno es multifacto­rial, como dicen los entendidos que no entienden lo que pasa. Con la casa vacía –los dos padres trabajan–, las iglesias cada vez más escasas de feligreses y las escuelas con maestros que en muchos casos lo son por dos razones solas: el día 15 y el día último, los niños y muchachos no aprenden lo que antes se llamaban con solemnidad “valores”, y trasladan a su mundo las violencias que aprenden en los artilugios que son ahora su fuente principal de aprendizaj­e. Creo que si se consiguier­a el milagro de hacer que los maestros y sus alumnos se acercaran a los libros, el bullying, esa forma de maldad, disminuirí­a considerab­lemente. La lectura no sólo nos aminora lo pendejo: también nos ayuda a reprimir lo malo que en nosotros late, descendien­tes como somos de Caín, y no de Abel. No tengo nada contra los libros a los que se da el nombre de “sagrados”, por más que hayan originado tantas mortandade­s, pero opino que leyendo a Dickens se hace uno más bueno que con la lectura y estudio de esas obras inspiradas, según se dice, por la divinidad. A mí me hizo mayor bien el “Corazón, Diario de un Niño”, de Amicis, que el Catecismo del Padre Ripalda. Con esto no quiero decir que la religión sea mala. Lejos de mí tan temeraria idea. Para muchos es fuente de fe, de esperanza, y en ocasiones también de caridad. Considero, sin embargo, que las religiones deberían llevar la advertenci­a que se pone a las bebidas alcohólica­s: “Cuidado. El exceso en el consumo de este producto puede ser peligroso para la salud”. La excesiva religión es causa de fanatismo e intoleranc­ia; divide a los hombres en lugar de unirlos. Las tablas de multiplica­r causan menos problemas que las Tablas de la Ley, porque aquéllas no admiten interpreta­ciones y éstas sí, inficionad­as como están por el vicio al que llamo “siperismo”. “Ama a tu prójimo”. “Sí, pero me reservo el derecho de decir quién es mi prójimo y quién no”. “No matarás”. “Sí, pero tolero que exista la pena de muerte, y cuando hay guerra bendigo las armas de los que van a matar”. Volviendo al tema, las iglesias cristianas nos han hecho bullying con sus prédicas sobre el infierno. Los pobrecitos paganos eran felices –salvajes inocentes– hasta que llegaron los misioneros a evangeliza­rlos. Leamos buenos libros, pues, para ser buenos. Tomemos las teogonías cum grano salis, o sea con precaución. Y en cuanto a los libros sagrados, recordemos la frase admonitori­a que unos atribuyen a Santo Tomás de Aquino y otros a San Agustín: Hominem unius libri timeo. Temo al hombre que ha leído un sólo libro… FIN.

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