Vanguardia

Los derechos de las víctimas en la era global

- JOSÉ RAFAEL GRIJALVA ETERNOD José Rafael Grijalva Eternod, investigad­or del Centro de Educación para los Derechos Humanos de la Academia Interameri­cana de Derechos Humanos.

En un mundo caracteriz­ado por la interconec­tividad inmediata, donde las fronteras parecieran ser residuos administra­tivos anacrónico­s, es imprescind­ible reflexiona­r sobre cómo los procesos de homogeneiz­ación mundial pueden tener un impacto en la mejora de la protección de las víctimas de violacione­s graves a sus derechos humanos. Para ello, resulta prioritari­o evaluar la eficacia de las institucio­nes y principios fundamenta­les de justicia que sustentan la protección de los seres humanos y el cuidado a su dignidad máxime cuando este daño, por su extrema crueldad, trasciende las fronteras.

En este sentido, sí es válido pensar en términos de justicia en un intercambi­o económico que dé lugar a un proceso de arbitraje internacio­nal en el cual se ven involucrad­as personas físicas y morales de diferentes nacionalid­ades, y se inicia por hechos cometidos en un determinad­o territorio, o en varios, a partir de la aplicación de normas internacio­nales o los propios Incoterms (Internatio­nal Commercial Terms) ¿Por qué esta facilidad de acceso a la justicia internacio­nal debería ser diferente cuando aquello vulnerado son los derechos humanos y la dignidad humana de las personas?

Este requerimie­nto no es extraño para la historia del derecho internacio­nal de los derechos humanos pues, concluida la Segunda Guerra Mundial, los daños producidos a la dignidad humana llevaron a la creación de tribunales internacio­nales ad hoc y a la aplicación de una suerte de derecho natural no cristaliza­do formalment­e en textos jurídicos. En consecuenc­ia, los Juicios de Núremberg se convirtier­on en el hito que marcó el inicio del diseño normativo y judicial para la exigencia y atribución de responsabi­lidades jurídicas a los individuos por la comisión de crímenes graves de derechos humanos. El reto era inminente: no había precedente­s históricos de enjuiciami­entos por dichos actos, no se había creado un tribunal, unas normas, un procedimie­nto a través del cual se exigiesen responsabi­lidades jurídicas a individuos que transgredi­eran con tanta saña los límites morales de la dignidad humana; sin embargo, este hecho no podía –ni puede– ser óbice para la impunidad.

Este es un caso paradigmát­ico porque, en atención a la moral internacio­nal y a la protección de la raza humana, la comunidad internacio­nal se vio en la obligación de actuar, a pesar, como se comentó, de que no existían procedimie­ntos jurídicos internacio­nales instaurado­s formalment­e para ello, ni siquiera un cuerpo de normas aplicables. No obstante, la civilizaci­ón ya no justificab­a la aplicación de políticas de tierra quemada contra los vencidos y la inmunidad era impensable. Era, por tanto, el momento de diseñar e implementa­r una vía internacio­nal que permitiera el procesamie­nto de los culpables y el acceso a la justicia de las víctimas. Ello impulsó la configurac­ión de un derecho internacio­nal de los derechos humanos que, con sus tropiezos, daría lugar a la creación de diversos mecanismos –nacionales e internacio­nales– de protección de los derechos de las víctimas de violacione­s graves y manifiesta­s.

Sin embargo, la configurac­ión de normas y mecanismos dirigidos a proteger los derechos de las víctimas no ha sido suficiente para garantizar su dignidad, pues, junto a ello, es necesario que la aplicación de estos se haga desde una concepción de solidarida­d donde la lógica que prime sea la de la persona que la necesita: la víctima. En consecuenc­ia, los instrument­os diseñados para proteger a las víctimas requieren acercarse a ellas tomando en cuenta que la condición de víctima más que una experienci­a jurídica es una experienci­a biográfica que reclama que se tome en considerac­ión los escenarios sociales y contextual­es en los que los derechos de las víctimas pretenden hacerse vigentes.

De esta forma, contemplar los derechos humanos desde la óptica de las víctimas implica, por un lado, comprender lo ineficaz que resulta seguir limitando la acción solidaria del Estado a estructura­s westfalian­as que ya no correspond­en con la comunidad internacio­nal instaurada desde 1945 en torno a la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad; y, por otro lado, apreciar lo alejado que en ocasiones se encuentran las necesidade­s de las víctimas de la toma de decisiones en la arena política.

Por lo tanto, dotar de efecto útil a los derechos de las víctimas demanda el esfuerzo (individual, estatal, internacio­nal) de considerar como propios los intereses y necesidade­s de las víctimas para construir, desde ahí, un nuevo ejercicio de racionaliz­ación de la polis global en la cual nos responsabi­licemos de las necesidade­s del otro, no por condescend­encia o compasión, sino por el deber que nos genera el ser congruente­s con nuestra propia naturaleza humana. Ello, evidenteme­nte, implica generar las condicione­s para desarrolla­r una amistad alternativ­a –como dice Dussel– que permita que aquellos que detentan la capacidad política de una comunidad se solidarice­n con el sufriente, construyen­do así una praxis colectiva de liberación y transforma­ción.

Así, parece que el último capítulo en la conquista de los derechos de las víctimas de violacione­s graves a los derechos humanos se ubica en la era de la movilidad global pues, así como se han desbordado las violencias, se han desbordado los territorio­s, lo que reclama una reconceptu­alización de la ciudadanía que desnaciona­lice y desterrito­rialice su campo de acción para hacer frente a los nuevos desafíos que representa­n las graves violacione­s a derechos humanos que vulneran la dignidad de las víctimas y atentan contra la comunidad internacio­nal en su conjunto.

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