Los derechos de las víctimas en la era global
En un mundo caracterizado por la interconectividad inmediata, donde las fronteras parecieran ser residuos administrativos anacrónicos, es imprescindible reflexionar sobre cómo los procesos de homogeneización mundial pueden tener un impacto en la mejora de la protección de las víctimas de violaciones graves a sus derechos humanos. Para ello, resulta prioritario evaluar la eficacia de las instituciones y principios fundamentales de justicia que sustentan la protección de los seres humanos y el cuidado a su dignidad máxime cuando este daño, por su extrema crueldad, trasciende las fronteras.
En este sentido, sí es válido pensar en términos de justicia en un intercambio económico que dé lugar a un proceso de arbitraje internacional en el cual se ven involucradas personas físicas y morales de diferentes nacionalidades, y se inicia por hechos cometidos en un determinado territorio, o en varios, a partir de la aplicación de normas internacionales o los propios Incoterms (International Commercial Terms) ¿Por qué esta facilidad de acceso a la justicia internacional debería ser diferente cuando aquello vulnerado son los derechos humanos y la dignidad humana de las personas?
Este requerimiento no es extraño para la historia del derecho internacional de los derechos humanos pues, concluida la Segunda Guerra Mundial, los daños producidos a la dignidad humana llevaron a la creación de tribunales internacionales ad hoc y a la aplicación de una suerte de derecho natural no cristalizado formalmente en textos jurídicos. En consecuencia, los Juicios de Núremberg se convirtieron en el hito que marcó el inicio del diseño normativo y judicial para la exigencia y atribución de responsabilidades jurídicas a los individuos por la comisión de crímenes graves de derechos humanos. El reto era inminente: no había precedentes históricos de enjuiciamientos por dichos actos, no se había creado un tribunal, unas normas, un procedimiento a través del cual se exigiesen responsabilidades jurídicas a individuos que transgredieran con tanta saña los límites morales de la dignidad humana; sin embargo, este hecho no podía –ni puede– ser óbice para la impunidad.
Este es un caso paradigmático porque, en atención a la moral internacional y a la protección de la raza humana, la comunidad internacional se vio en la obligación de actuar, a pesar, como se comentó, de que no existían procedimientos jurídicos internacionales instaurados formalmente para ello, ni siquiera un cuerpo de normas aplicables. No obstante, la civilización ya no justificaba la aplicación de políticas de tierra quemada contra los vencidos y la inmunidad era impensable. Era, por tanto, el momento de diseñar e implementar una vía internacional que permitiera el procesamiento de los culpables y el acceso a la justicia de las víctimas. Ello impulsó la configuración de un derecho internacional de los derechos humanos que, con sus tropiezos, daría lugar a la creación de diversos mecanismos –nacionales e internacionales– de protección de los derechos de las víctimas de violaciones graves y manifiestas.
Sin embargo, la configuración de normas y mecanismos dirigidos a proteger los derechos de las víctimas no ha sido suficiente para garantizar su dignidad, pues, junto a ello, es necesario que la aplicación de estos se haga desde una concepción de solidaridad donde la lógica que prime sea la de la persona que la necesita: la víctima. En consecuencia, los instrumentos diseñados para proteger a las víctimas requieren acercarse a ellas tomando en cuenta que la condición de víctima más que una experiencia jurídica es una experiencia biográfica que reclama que se tome en consideración los escenarios sociales y contextuales en los que los derechos de las víctimas pretenden hacerse vigentes.
De esta forma, contemplar los derechos humanos desde la óptica de las víctimas implica, por un lado, comprender lo ineficaz que resulta seguir limitando la acción solidaria del Estado a estructuras westfalianas que ya no corresponden con la comunidad internacional instaurada desde 1945 en torno a la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad; y, por otro lado, apreciar lo alejado que en ocasiones se encuentran las necesidades de las víctimas de la toma de decisiones en la arena política.
Por lo tanto, dotar de efecto útil a los derechos de las víctimas demanda el esfuerzo (individual, estatal, internacional) de considerar como propios los intereses y necesidades de las víctimas para construir, desde ahí, un nuevo ejercicio de racionalización de la polis global en la cual nos responsabilicemos de las necesidades del otro, no por condescendencia o compasión, sino por el deber que nos genera el ser congruentes con nuestra propia naturaleza humana. Ello, evidentemente, implica generar las condiciones para desarrollar una amistad alternativa –como dice Dussel– que permita que aquellos que detentan la capacidad política de una comunidad se solidaricen con el sufriente, construyendo así una praxis colectiva de liberación y transformación.
Así, parece que el último capítulo en la conquista de los derechos de las víctimas de violaciones graves a los derechos humanos se ubica en la era de la movilidad global pues, así como se han desbordado las violencias, se han desbordado los territorios, lo que reclama una reconceptualización de la ciudadanía que desnacionalice y desterritorialice su campo de acción para hacer frente a los nuevos desafíos que representan las graves violaciones a derechos humanos que vulneran la dignidad de las víctimas y atentan contra la comunidad internacional en su conjunto.