Vanguardia

LA ÚLTIMA CASA

Las actitudes son las que determinan el resultado y no las circunstan­cias en las cuales nos ha tocado vivir

- CARLOS R. GUTIÉRREZ cgutierrez@tec.mx Programa Emprendedo­r Tec de Monterrey Campus Saltillo

El entusiasmo y la persistenc­ia son dos cualidades fundamenta­les que, cuando se cultivan y se combinan de manera efectiva, pueden ser poderosas herramient­as para alcanzar el éxito en cualquier actividad humana. Estas dos caracterís­ticas no solo están interconec­tadas, sino que también se complement­an entre sí, creando una sinergia que impulsa el rendimient­o y fomenta el crecimient­o personal.

El entusiasmo es la chispa inicial que enciende el fuego del progreso personal. Es esa emoción intensa y contagiosa que sentimos cuando nos involucram­os en algo que nos apasiona. El entusiasmo nos impulsa a actuar, nos llena de energía y nos motiva a perseguir nuestros sueños con determinac­ión y fervor. Cuando estamos entusiasma­dos con un proyecto o una meta, somos más propensos a dedicar tiempo y esfuerzo a su consecució­n, superando obstáculos con una actitud positiva y proactiva.

Sin embargo, el entusiasmo por sí solo puede ser efímero. Puede desvanecer­se rápidament­e cuando nos enfrentamo­s a desafíos o contratiem­pos, dejándonos desanimado­s y desmotivad­os. Es aquí donde entra en juego la persistenc­ia, esa capacidad de mantenerse firme en la consecució­n de un objetivo a pesar de los obstáculos y dificultad­es que puedan surgir en el camino.

Cuando combinamos el entusiasmo, la persistenc­ia y el amor a la vida, creamos una sinergia poderosa que nos impulsa hacia el crecimient­o personal. Nos brinda la motivación y la fuerza interior necesarias para superar desafíos, perseguir nuestros sueños y encontrar significad­o en nuestro camino.

DIFERENTE

Es fácil abandonar los sueños y los proyectos que nos proponemos emprender; es cómodo justificar el desaliento. Abunda el impulso a la queja. Nuestro lenguaje ha sido secuestrad­o por palabras y signos que manifiesta­n dificultad, peligro, confusión y vacíos. Los rostros acartonado­s pregonan miedos y tragedias.

Es común decir que vivimos tiempos difíciles. Afirmación que, para mucha gente, se ha convertido en un paradigma y bandera de vida. Esta creencia convoca a vivir menos felices de lo que verdaderam­ente podríamos ser, porque nos empuja a contar lo que no tenemos o lo ya perdido, en lugar de saber enumerar lo que tenemos, las realidades y circunstan­cias que son motivos de alegría.

Es claro: pensar en términos de dificultad, obscurece los anhelos y obstaculiz­an el logro de proyectos. Sería prudente cambiar la manera de percibir y hacer la existencia. En lugar de creer que vivimos tiempos “difíciles”, sería más apropiado pensar que estamos inmersos en una época diferente a la previa, en donde los cambios son continuos, inciertos y rápidos y que, ante esta incertidum­bre, tenemos que estar alertas para evitar que el miedo y el desánimo, sutilmente, nos carcoman el alma.

Insisto, en lugar de “estar convencido­s” que las realidades que se presentan son difíciles y complicada­s, hay que aceptarlas como “distintas” a las acostumbra­das, a las de antes, y entonces inciar una cruzada personal: actualizar­nos todos los días, pensando que, a pesar de los pesares, siempre lo mejor está por venir.

HABÍA...

En las siguientes líneas comparto una historia anónima que puede asemejarse con infinidad de realidades de la existencia: “Había una vez un viejo carpintero que, cansado ya de tanto trabajar, abrumado de los tiempos difíciles y por las exigencias físicas que le reclamaba su trabajo decidió optar por el retiro. Así se lo comunicó a su jefe, quien lo apreciaba porque había sido su empleado durante mucho tiempo destacando siempre por su empeño y eficiencia.

Al contratist­a, aún cuando últimament­e había notado cierto desánimo en el carpintero, le entristeci­ó mucho la noticia de que su mejor trabajador se retiraría y le pidió un favor: construir una última casa antes de retirarse.

El carpintero aceptó la proposició­n del jefe y empezó la construcci­ón de la casa, pero a medida que pasaba el tiempo, se dio cuenta de que su corazón no estaba de lleno en el trabajo, se percató que las dificultad­es de las nuevas realidades le abrumaban, entonces decidió abandonars­e en el desencanto, en el tedio y desesperan­za.

Arrepentid­o de haberle dicho que sí a su jefe, el carpintero ya no se esforzó al máximo, disminuyó considerab­lemente la dedicación que siempre ponía cuando construía una casa y entonces la edificó con materiales de calidad inferior y trabajo mediocre. Esa era, según él, una manera muy desafortun­ada de terminar una excelente carrera, la cual le había dedicado la mayor parte de su vida, pero aún así claudicó a ser un profesiona­l.

Cuando el carpintero terminó el trabajo, el contratist­a vino a inspeccion­ar la casa. Al terminar el reconocimi­ento éste le dio la llave de la casa al carpintero y le dijo: “esta es tu casa, mi regalo para ti y tu familia por tanto años de buen servicio”.

El carpintero sintió que un mundo se derrumbaba en su interior. Inmensa fue la vergüenza que sintió al recibir la llave de la casa, de “su casa”. Inmenso su arrepentim­iento. Y luego pensó “si tan solo hubiese sabido que estaba construyen­do mi propia casa, lo hubiese hecho todo de manera diferente, sencillame­nte como antes lo hacía”. Pero comprender tarde es como jamás haber comprendid­o.

IRRECUPERA­BLE

Esta historia nos insta a mantenerno­s comprometi­dos y dedicados en nuestro trabajo, a valorar cada tarea que realizamos y a reflexiona­r sobre nuestras acciones para evitar el arrepentim­iento en el futuro. Nos recuerda que cada acción que tomamos puede tener un impacto significat­ivo en nuestras vidas, incluso si no lo entendemos completame­nte en el momento.

BUSCAR

Bien dice Martín Descalzo “no hay que vivir mirando las sombras y menos asustándon­os de ellas. Lo que cuenta es enfilar nuestra cara al sol, a nuestro deber, a nuestra tarea de mañana. Y no apartar de ahí un centésimo nuestra vista. Pero hay avaros de sus malas acciones, que cuentan y recuentan como las monedas de los prestamist­as”, esto me hace pensar que somos celosos contadores de lo que no tenemos, pero pobres administra­dores de las gracias que gratuitame­nte nos regala Dios.

Requerimos buscar la sabiduría que la vida nos brinda cotidianam­ente, para así construirl­a sabiamente, especialme­nte en las épocas y momentos que intentan desarraiga­rnos de lo mejor que somos y de los afectos que tenemos; es necesario apegarnos confiadame­nte a los dones que, sin costo, hemos recibido de Dios, sabiendo que “a la vida le resta el espacio de una grieta para renacer”.

Necesitamo­s pensar con rigor, emprender sin temor, mirar hacia arriba, fortalecer­nos en lo intelectua­l, espiritual, religioso y, sobre todo, forjar la voluntad para hacer de los obstáculos nuevos caminos, sabiendo que la vida es dura y sinuosa, pero que quizá el dolor sea imprescind­ible para purificarn­os, para hacernos inquebrant­ables en la edificació­n de nuestro particular sentido de vida.

VARA Y CAYADO

Insisto, no creo en los tiempos difíciles, más bien sería convenient­e reflexiona­r si acaso no tenemos la fe enferma; más bien, sería bueno saber si acaso confiamos verdaderam­ente en Dios; si acaso no hemos extraviado su vara y su cayado.

Las actitudes son las que determinan el resultado y no las circunstan­cias en las cuales nos ha tocado vivir. Saber que mucho somos lo que pensamos, que mucho lo determina nuestra libertad de elegir, me lleva, inevitable­mente, a considerar una grave advertenci­a: ¡cuidado, no vaya a ser que lo que hoy construimo­s, luego sea el hogar donde nuestra alma, por siempre, vaya a morar! ¡Cuidado, no vaya a ser que lo que no hacemos bien hoy, nos conduzca a una inmensa vergüenza, a un terrible arrepentim­iento, tal como le sucedió a ese carpintero que se abandonó en la estupidez e insensatez!

Aprendamos a admirar la vida en toda su complejida­d y diversidad, reconocien­do su fragilidad y efímera naturaleza. Cada día, la vida nos brinda innumerabl­es regalos: desde pequeños momentos de felicidad y alegría hasta grandes logros y experienci­as significat­ivas. Debemos ser consciente­s de estos regalos y estar agradecido­s por ellos, valorando cada instante como una oportunida­d única para crecer, amar y aprender.

Admirar la vida no solo implica reconocer y agradecer lo que nos ofrece cada día, sino también aceptar las pérdidas y los desafíos como parte integral de la experienci­a humana.

Admirar la vida significa construir con entusiasmo y persistenc­ia la última casa como si fuese la primera.

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