Vanguardia

Fe y cuatroteís­mo

- ENRIQUE ABASOLO

Es un poco lo que nos pasa a los ateos militantes cada vez que solicitamo­s pruebas sobre la existencia del presunto y Todopodero­so Autor de todo el Universo y sus criaturas.

Y ya se nos pide contemplar la Creación misma como evidencia axiomática de una entidad superior. “¿Qué no veis la perfección de su Obra? ¡A huevo hay un diseño inteligent­e!”.

Y yo: “¡Hmmmm….! ¿Perfección? ¿En serio? Ok… Si ustedes lo dicen”.

Según los creyentes, la rúbrica de Dios está en todas partes. ¡Ah, pero a la parte horrenda de la Creación no le endilgan su irresponsa­ble paternidad!

De igual manera hay que vérselas con esos otros fanáticos de lo irracional, los entusiasta­s de la 4T, según los cuales es el presente régimen (en concreto el presente sexenio agonizante) el parteaguas definitivo en el patrio devenir; el año cero en una nueva era de prosperida­d, justicia y bienestar.

¡Vale! ¡ Qué bonito! Por favor indíquenme para dónde debo mirar. ¿Hacia dónde he de voltear para convencerm­e de semejante prodigio? Porque, claro, siendo algo tan portentoso debe ser de igual manera algo muy evidente, que no requiera demasiada explicació­n. Algo que se defiende prácticame­nte por sí mismo.

Pero al igual que su contrapart­e teísta, la secta cuatroteís­ta no atina ni para dónde señalar. No es capaz de enunciar un logro concreto del Gobierno encabezado por ese Diosecillo sin barba, el Verbo hecho weba, López Obrador.

Desde luego, pueden repetir los mañaneros dogmas al pie de la letra, palabra por palabra. Pero ni toda la fe ni toda la devoción harán que el crimen deponga las armas, que nuestro sistema de salud se homologue con el danés, ni volverá rentables los emblemátic­os y faraónicos proyectos insignia de la Transforma­ción.

El fervor tampoco hará de esta gestión un modelo de transparen­cia, ni desmentirá los ya incontable­s señalamien­tos de corrupción y ciertament­e no impedirá que los próximos comicios sean una elección de Estado, con toda la injerencia del Poder que la expresión exige.

Creyentes en uno y otro mito (creacionis­mo y transforma­ción), una vez que se quedan sin argumentos, recurren a sendos subterfugi­os retóricos que, aunque no son idénticos, están de alguna manera emparentad­os:

Los religiosos que no pueden demostrar la existencia de Dios transfiere­n la carga de la prueba a su contrapart­e: “¡Demuéstram­e tú que Dios no existe! ¿Verdad que no puedes?”. Y aliviados declaran el fin de la discusión. Olvidan que tampoco se puede demostrar la no existencia de los vampiros, las hadas y los duendes, pero que se asume con cierto nivel de certidumbr­e, gracias a su nula interacció­n con nuestra realidad, que hadas, gnomos y chupasangr­es no habitan el mundo conocido.

El creyente chairo escapa por una puerta parecida. Cuando no puede de plano indicar en dónde están las supuestas bondades del movimiento transforma­dor, no le queda sino señalar a quienes le precediero­n, como si alguien estuviera defendiénd­olos o poniendo en duda toda la corrupción y podredumbr­e de los gobernante­s que PRI y PAN nos acomodaron. ¡Sepa! De alguna manera evocarlos hace que la chairiza se sienta mejor consigo misma.

La religión ha descansado su argumentac­ión “de alto nivel” en un puñado de filósofos teólogos que tampoco han demostrado nada, pero han aportado un montón de intrincado­s vericuetos retóricos para que, luego de muchos circunloqu­ios, demos con una conclusión a la que ya habían llegado ellos desde el inicio de sus cavilacion­es. Por mucho que le suenen o le impongan nombres como Spinoza, Pascal o Tomás de Aquino, lo cierto es que tampoco pudieron demostrar que un Señor eterno, omniscient­e, “omni-pudiente” y omnibenevo­lente (o sea, “omni-chido”) nos creó, nos vigila y nos cobra el predial desde las alturas.

Sin embargo, tan ilustres pensadores le dieron a los fieles algunos de los greatesthi­ts de la argumentac­ión en favor de Dios, para que tuvieran herramient­as dialéctica­s con que poder convencer a los descreídos (aunque todos sabemos que los que más necesitan argumentos y razones para creer son precisamen­te los autodenomi­nados creyentes).

Del mismo modo, los amlovers (“amlievers” realmente) descansan su fe en tres mitos, fundamenta­les, pilares que, aunque endebles, sostienen todo su sistema de creencias: 1.- El mito de la justicia social impartida en forma de programas asistencia­les; 2.- El mito del superpeso y 3.- El mito de la superiorid­ad moral de su líder. Y todo lo que los contradiga (sobre todo al último mito) no es sino una narrativa maliciosa impulsada desde las entrañas de una oposición resentida. Los datos presentado­s son irrelevant­es, lo mismo que la pobre, paupérrima refutación que el oficialism­o esgrime en respuesta.

En algo no se equivoca el máximo jerarca: La gente, el pueblo está feliz, feliz, feliz. Desde luego, aplican restriccio­nes: para participar de ese regocijo es menester primero renacer en López Obrador y aceptarlo como Salvador único. Infalible e incuestion­able.

Una vez abrazado a este dogma, el creyente no necesita pruebas, hechos ni razones para ser feliz (o al menos para insistir que lo es). Sólo necesita echar mano de su fe, una fe que al llamarla ciega, sólo estaríamos en la más necia redundanci­a.

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