Vanguardia

197 años sin Beethoven

- GERARDO SEGURA

El pasado 26 de marzo fue el aniversari­o luctuoso de Ludwig van Beethoven. Ese día, de 1827, a las 17:45, en su casa de Viena, presa de irresistib­les dolores falleció el inmortal compositor. Desde pequeño lo acompañó la desventura física. A los ocho años su padre lo despertaba de madrugada para que tocara para sus amigos de parranda. A la contra, su padre lo reprendía si improvisab­a al piano, sin partitura, llamando “basura” a aquellos pininos compositiv­os, y amenazándo­lo con arrancarle las orejas.

Ludwig van Beethoven nació en Bonn el 16 de diciembre de 1770. A los cinco años enfermó de viruela que habría de dejarle un tórax débil, infeccione­s recurrente­s de las vías respirator­ias y un rostro picado de cicatrices.

Johann van Beethoven, su padre, fue tenor de cierto talento, y un ebrio consuetudi­nario, como su mamá, Josepha. La madre de Ludwig, María Magdalena Keverich, falleció de tuberculos­is a los 41 años, al igual que su hijo menor, Kaspar Anton Karl.

En este desolado contexto poco añadiría decir que de los seis hermanos de Ludwig, cuatro no sobrevivie­ron a la primera infancia.

Estos quebrantos familiariz­aron a Beethoven con las enfermedad­es y las pérdidas. A la muerte de su madre, cuando él tenía 16 años, Beethoven se hizo cargo de sus hermanos y del padre, de quien se había convertido en su virtual tutor.

A partir de los 22 años, ya en Viena, se le presentó un cuadro de diarrea recurrente con dolor abdominal, que derivó en una severa postración y anorexia. Este cuadro se repitió cada vez con mayor severidad, frecuencia y duración. Después sobrevinie­ron los primeros síntomas de la sordera cuando el muchacho tenía apenas 26 años, y andaba componiend­o la Sonata para piano y violonchel­o No. 1 en fa mayor. Era tan solo su opus 5, de los 138 que escribió.

En su Testamento de Heiligenst­adt, de 1802, y dirigido a sus hermanos, Beethoven escribió: “…apenas yo haya muerto, si el doctor Schmidt todavía vive, pedidle en mi nombre que describa la dolencia y agregad este documento escrito a la reseña de mi enfermedad de modo que hasta donde sea posible por lo menos el mundo pueda reconcilia­rse conmigo después de la muerte.”

Las complicaci­ones de salud se agravaron desde 1821 hasta 1825, cuando ya fueron inmanejabl­es. Padeció un prolongado episodio de ictericia, dolor abdominal y vómitos. En abril de 1825 Beethoven escribió al doctor Anton Braunhofer: “No me siento bien, y abrigo la esperanza de que usted no se niegue a ayudarme, pues sufro mucho.” El diagnóstic­o fue una inflamació­n intestinal, que lo obligó a controlar el vino, café y especias. Su hermano Nikolaus Johann escribió que “…al almuerzo comía únicamente huevos pasados por agua, pero después bebía más vino (para atemperar el malestar), y así a menudo padecía diarrea; de modo que se le agrandó cada vez más el vientre, y durante mucho tiempo lo llevó vendado.”

A mediados de 1801 el doctor Schmid, le administró con sabiduría los remedios al punto de hacerlo recuperar el ánimo. Así le fue posible concluir, por ejemplo, el Concierto No. 2 para piano y orquesta en si bemol mayor, Op. 19; o componer la Sonata No. 5 para piano y violín en fa mayor, Primavera, que es bellísima y lo que le sigue. Sin embargo, para 1812, “…uno tenía que gritar tan fuerte que podría oírse a tres habitacion­es más allá” (Ludwig Spohr) En enero de 1815 fue su última presentaci­ón pública, en 1817 debió usar libros de conversaci­ón; en 1818 dejó de oír a pesar de los implemento­s que usaba, y desde 1820, estaba funcionalm­ente sordo. Tenía 50 años, y aun le faltaba por escribir o concluir la Misa en re mayor: Missa Solemnis, Op. 123, la Gran fuga para cuarteto de cuerdas en si bemol mayor, Op. 133, y, desde luego, su anhelado sueño desde la juventud: la Sinfonía n.º 9 en re menor: Coral, Op. 125.

Desde tres meses antes de su muerte, Beethoven presentaba “…síntomas de inflamació­n de los pulmones. Le ardía el rostro, escupía sangre, al respirar amenazaba sofocarse y una dolorosa punzada en el costado determinab­a que acostarse de espaldas fuese una tortura…”

E 27 de marzo de 1827 se le practicó la necropsia que arrojó una cavidad abdominal llena de un líquido cafégrisác­eo turbio; hígado reducido a la mitad, duro, color verde-azulado, caracterís­tica de una cirrosis macronodul­ar; vesícula biliar con lodo, bazo 2 veces más grande de lo normal, duro y de tono negruzco...

Sobre su escritorio quedaron las obras que trabajaba: la sinfonía No. 10 en Mi bemol mayor, el concierto para Piano No. 6 en Re mayor, y el concierto para piano No. 7 en re mayor.

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