Vanguardia

El humo del café

- ‘ CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

Era un sujeto intolerant­e y, por lo tanto, intolerabl­e. Tenía pocas ideas, y para colmo no las cambiaba nunca. Ya se sabe que los hombres de un solo libro son temibles: él era más de temer, pues no tenía ninguno. Cabeza cuadrada, apenas un geómetra habría podido hacerle su sombrero.

De ese estólido fulano, incapaz de hilar seguidas seis palabras, más pedestre que un zapato, dijo alguien:

-Le falta café.

“Le falta café”. ¡Qué buena frase! No aludía el crítico a la bebida, sino a la costumbre de ir al café a conversar sobre todo −es decir sobre nada− con gente que gusta de conversar sobre nada, es decir, sobre todo.

A mí también, lo confieso, me falta café. Tengo cosas menos importante­s que hacer, y tal vergonzosa circunstan­cia me veda el lujo de ser asistente cotidiano a una de esas tertulias donde se aprende más que en una universida­d. Sólo dos días por semana −a veces uno solo, a veces ni uno− puedo ser cofrade en charlas de café. Por cierto, ese título, “Charlas de café”, dio don Santiago Ramón y Cajal, sabio científico y escritor galano, a uno de sus más bellos libros.

-¿Quién está en la puerta? -Don Santiago Ramón y Cajal. -Que pasen los tres.

El gag es de Jardiel Poncela. La cita −procuro no hacer muchas, para que nadie diga que mis artículos son casas de citas− me lleva a Madrid. En el Banco de España tengo hecho un depósito de recuerdos pasados, presentes y futuros. Los mejores pertenecen a Santander. Y los más mejores a Madrid.

Es la Villa y Corte una ciudad a la altura del hombre, que es poca altura, si se exceptúa a Mozart. Sus más elevados edificios no son muy elevados: a los españoles no les interesa eso de rascar el cielo. Cuando lo hacen no es con edificios, sino con poemas de San Juan de la Cruz, a quien el rey Juan Carlos, por no meterse en líos con los progres, llama Juan de la Cruz nomás.

Madrid es una ciudad provincian­a. Todas las del mundo lo son, menos París. Y los domingos en la tarde también París. Los madrileños son provincian­os hasta sin darse cuenta: su mayor tienda se llama “El Corte Inglés”. Desayunan chocolate con churros −“El Moro”, en la Ciudad de México, es territorio madrileño−, y beben en la calle horchata de chufas o sidra de manzana. Cuando van a Londres lo comparan desfavorab­lemente con Madrid, y cuando regresan a Madrid lo comparan desfavorab­lemente con Londres. Eso es ser provincian­os.

Yo lo soy hasta la médula del quinto metacarpia­no, que así se llama el hueso del meñique. Quizá por eso me siento tan a mis anchas en Madrid. En otras ciudades me siento a mis angostas, sobre todo si no hablo el idioma local, como es el caso de la Ciudad de México. Y en algunas, como en Chicago o Nueva York, ni siquiera me siento.

Iré otra vez a Madrid, acabo de saberlo. Lo primero que haré tras dejar las maletas será ir al Café Gijón. Eso es para mí un ritual. Otro es visitar a don Diego en el Museo del Prado, donde lo acompañan otros que también pintaban. Provincian­o, iré − Deo volente− a una de las mejores provincias de este mundo.

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