Tres retratos magisteriales o el arte de enseñar a hacer música
Las enseñanzas de los maestros nos definen gracias a que cincelan pacientemente nuestro potencial. La pericia, experiencia y sabiduría de muchos de ellos es proverbial, aun en los años de madurez de nuestros oficios y profesiones su estatura se nos antoja inalcanzable. Recuerdo con especial cariño a mi maestro de fisiología médica que introducía el tema del día relacionándolo con un ejemplo de alguna pieza sinfónica, un cuadro del renacimiento, una novela decimonónica, etc., hilvanaba algún pasaje o particularidad de la obra en cuestión para ilustrar su disertación médica. Mi maestro de Literatura española de los Siglos de Oro en la escuela secundaria recitaba de memoria una cantidad ingente de poemas para luego disertar sobre los tropos y medidas de versificación en cada uno de ellos. Mi maestra de sexto de primaria nos narraba de manera periodística las vicisitudes del México de mi infancia, pasando por la biología reproductiva, las maneras de leer las entradas del diccionario para desembocar en los geómetras y matemáticos griegos que desarrollaron la geometría analítica. Y así, cada uno de los maestros que tuve en los diferentes niveles de educación dejaron su impronta en mis años de aprendizaje. Los más entrañables para mí, por supuesto, fueron mis maestros de música, la profesión que ejerzo desde hace 54 años. De los siete maestros que me forjaron, todos ellos valiosos, tres me desvelaron aspectos abstrusos y complicados de la interpretación musical. Carmen Peredo, pianista tapatía, me introdujo en el mundo de la alegoría musical. Me animó a abrir mi mente a las imágenes, a la palabra escrita, esa que está en la poesía y en la prosa. Lectora ávida ella, tenía su piano en una habitación amplia pero que se veía disminuida por las paredes cubiertas por completo de libreros atiborrados de libros. La biblioteca la compartía con sus esposo, escritor y poeta. En algún punto de la clase se levantaba de su sillón a un lado del piano, se dirigía a alguno de los libreros para sacar un texto, que generalmente era uno de poesía. Buscaba entre sus páginas y al encontrarlo leía un fragmento que yo escuchaba un cuanto tanto confundido. Luego cerraba el libro y me preguntaba si entendía lo que había escuchado, yo respondía que un poquito. Un gesto de desesperanza se dibujaba en su rostro. Luego, en un esfuerzo hermenéutico, entrelazaba la imagen surgida del poema y formada por unas cuantas palabras que ella reducía a una sola, y me pedía que buscara reproducir con sonido la expresión que había pronunciado. Suena sencillo pero el ejercicio tomaba un tiempo antes de lograr el resultado que llegaba, indefectiblemente. Gerardo González, pianista regiomontano, fue el maestro que me enseñó a respirar y a cantar como un cantante, pero sobre las teclas del piano. Él, además de pianista de altos vuelos, era un maravilloso coach vocal, esa rama del pianismo que se entrevera con el canto. Gracias a él aprendí a reproducir frases con sentido vocal, a sostener una melodía con el entramado armónico y que estos dos elementos se balanceen en el pulso animado por la necesaria respiración. No era afecto a recurrir a analogías derivadas o relacionadas con la literatura o las artes visuales, se constreñía al ámbito del sonido y de la “vocalidad” (si se me permite el neologismo) de éste. Era un “psicólogo” de la musicalidad, porque desentrañaba del alumno la capacidad de reproducir sonidos agazapados en el subconsciente y de madurarlos. Clyde Holloway, organista legendario, discípulo y estudioso de Olivier Messiaen, me enseñó a tocar el órgano. Su metodología de la enseñanza fue proverbial. Transmitía su conocimiento con frases e imágenes precisas. Era raro que se sentara al órgano para ejemplificar el modo correcto de tocar ciertos pasajes, lo hacía desde su asiento con el poder de la palabra precisa. Se aseguraba que al final del día hubiera en mi estudio un registro palpable de progreso en el dominio de la pieza en formación. Sabía transmitir el amor por el conocimiento enciclopédico a través de clases más cercanas a la anécdota que a la peroración de datos abundantes y difíciles de retener. Los tres ya no están entre nosotros, pero su legado de enseñanzas, sí. CODA
“Un maestro es el celoso amante de lo que podría ser”. George Steiner.