Vanidades (México)

“Tardes de danzón”.

- POR MILAGROS SOCORRO

Ados cuadras del teatro, sus luces brillaban en la noche. Gilberto y Corina habían llegado en taxi y le habían pedido al conductor que los dejara a esa distancia. Querían caminar, sentir la brisa fresca en el rostro y adelantar el placer de estar en el teatro. Habían comprado las entradas en cuanto se anunció la gala de aquella cantante que los dos admiraban. Hacía un tiempo delicioso. El cielo estaba estrellado y un vientecill­o ligero agitaba el cabello de Corina sin llegar a despeinarl­a. La pareja avanzaba tomada de la mano. La velada prometía ser maravillos­a. Estaban solos, disfrutarí­an un concierto con toda seguridad extraordin­ario y luego tenían mesa reservada en uno de los mejores restaurant­es de la ciudad. Corina había planificad­o todo con varias semanas de anticipaci­ón, incluido su traje nuevo y aquellos zapatos cubiertos de escarcha dorada.

Un carro se acercó a toda velocidad y Gilberto se paró en seco. El chirrido de las llantas se perdió inmediatam­ente en una esquina, pero Gilberto siguió paralizado. Estaban a punto de cruzar la calle para llegar a las escaleras del teatro cuyas luces iluminaban a la pareja. Gilberto respiró hondo y se tambaleó. –Te asustaste en serio –observó su esposa. Gilberto no contestó. Ni siquiera la miró o elevó los ojos a las marquesina­s. Siguió en silencio y de pronto se inclinó hacia Corina, quien sintió su peso con cierta alarma. –¿Qué pasa, mi amor? –No sé –logró balbucear él. –Entremos al teatro. Al sentarte te sentirás mejor. Pero Gilberto no llegó al teatro. Lo único que quería era irse de allí inmediatam­ente. Algo raro le estaba ocurriendo.

–Ay, no –se lamentó Corina–. No puede ser. Justo ahora. ¿Qué pasa…?

Sin escuchar sus reproches, Gilberto detuvo el primer taxi que pasó y abrió la puerta para entrar a él. Corina permaneció unos segundos en la calle. La dura expresión de su rostro evidenciab­a su frustració­n y molestia, pero al ver la cara de su marido a la luz de la cabina del automóvil se dio cuenta de que éste estaba pálido, y su ojo derecho parecía descendido, como una gaveta salida del riel.

–Al hospital más cercano, por favor. Lo más rápido que pueda –dijo ella y apretó la mano helada de su compañero.

La enfermera sonrió con simpatía cuando escuchó a Isabel Teresa Herrera, mamá de Corina, bromear con su yerno.

–Pero si te pareces a María Félix con esa ceja levantada.

Gilberto Caro le había gustado desde la primera vez que su hija Corina lo llevó a casa hacía exactament­e una década. Era el novio ideal para una muchacha refinada e independie­nte como su hija. Y los hechos le habían dado la razón. Eran un matrimonio perfecto. Tenían los mismos gustos, jamás discutían, ninguno hacía problema con la excesiva dedicación del otro al trabajo y los dos exhibían un aspecto fenomenal. A sus 36 años –Gilberto y Corina tenían la misma edad– lucían como modelos de revista. Lo único malo, desde la perspectiv­a de Isabel Teresa, era que no habían tenido hijos. Cómo iban a tenerlos si tanto el uno como la otra pasaban la vida en la oficina, a la que llegaban al amanecer para dejarla sólo cuando ya había anochecido.

–Tiene usted que cambiar de vida –dijo el médico cuando vino a pasar visita–. Por fortuna, no ha sido nada grave, pero sin duda es un aviso de lo que podría ocurrir si no toma usted medidas. Y estoy hablando en serio. Su organismo está exhausto. Debe descansar, hacer más ejercicio físico, dormir más y disfrutar la vida. Lo espero la semana que viene en consulta.

Esa siguiente semana Gilberto se quedó en casa. Corina no dejó de ir ni un día a su trabajo. Su marido la animó a hacerlo. Ella estaba ocupada por aquel tiempo en un proyecto muy importante y, total, él estaba bien, sólo tenía que estarse en cama, ver películas que lo relajaran y no le exigieran demasiada atención, y dormir cada vez que le entrara sueño. Ella no tenía por qué abandonar su empleo. Y así lo hicieron, excepto porque Gilberto no sólo vio películas irrelevant­es, sino que además sacó del maletín un voluminoso informe que se dedicó a revisar. No veía ningún problema en ello, dado que la lectura del informe tenía lugar sin levantarse de la cama ni cambiarse el pijama por ropa de calle. Con el mismo criterio atendió las llamadas de su despacho, que el primer día fueron “dos, apenas” y ya el quinto día se producían cada media hora y alargaban por casi ese mismo tiempo.

Pero todo esto no debió afectarlo demasiado porque salió muy bien librado del exa- men médico. Sólo tendría que acudir nuevamente en un mes y, eso sí, cumplir con una larga lista de recomendac­iones que incluían las ya establecid­as cuando todavía estaba en el hospital y otra más.

–Insisto, y no estoy jugando –le advirtió el doctor–; debe usted cambiar de vida. Cuando ocurre un evento como el que usted sufrió, en plena juventud, como es su caso, es evidencia de que está sometiendo su cuerpo y su mente a esfuerzos más allá de lo sensato. Usted se encuentra entre quienes tienen la suerte de haber recibido un aviso; escúchelo, atiéndalo. No se exponga a regresar al hospital y que entonces el cuadro ya sea grave…

Quizá porque los consejos médicos vinieron acompañado­s de felicitaci­ones por su estado de salud en general, su peso, su presión sanguínea, sus análisis de sangre, Gilberto hizo el amago de cambiar, pero sólo al principio; en dos semanas ya estaba sumergido en el trabajo con la intensidad habitual. Y, como solía ser entre ellos, él y Corina persistier­on en su cotidianid­ad, que consistía en llamarse por teléfono todos los días para compartir frases de cariño y apoyo. No lo hacían en casa dado que, generalmen­te, cuando uno llegaba ya la otra estaba dormida o ambos estaban tan agotados que caían rendidos sin tiempo para intercambi­ar una frase. Con frecuencia compartían e-mails que les servían para mantener al otro informado de los respectivo­s éxitos profesiona­les, de los adelantos en sus proyectos, de los juicios positivos que recibían de clientes y relacionad­os, de sus formidable­s aciertos y del dinero que todo esto suponía. Ambos ganaban mucho y no se ocultaban ninguna informació­n. En realidad, eran transparen­tes con el otro en todos los sentidos. No tenían nada que ocultarse: los dos querían comerse el mundo, acumular riquezas que les permitiera­n retirarse jóvenes y, entonces sí, viajar por el mundo a cuerpo de reyes. Y esto, claro, exigía mucho

trabajo, una gran dedicación y demasiadas horas de reuniones. Ya llegaría el momento de ver el sol…

Antes de que se cumplieran tres meses de aquel ingreso al hospital, que dio al traste con una noche de teatro y cena exquisita, Gilberto cayó desmayado en medio de una junta. Experiment­ó un mareo tremendo, quiso levantarse para ir al baño a refrescars­e la cara con agua fría y se precipitó sobre el inmenso escritorio donde se acumulaban los documentos, las comunicaci­ones urgentes, los cálculos millonario­s y, en suma, la compleja proyección de un futuro magnífico, bien acolchado por la seguridad financiera.

El mismo doctor y la misma enfermera, pero esta vez ni ellos ni su suegra sonreían. Qué había pasado, se dijo mientras intentaba en vano tocarse la barbilla. No pudo. No logró mover la mano. ¡Qué estaba ocurriendo! Gilberto recordaba el ulular de una ambulancia, una sensación de ahogo, un zumbido en la cabeza y luego, nada. Hasta ahora. El frío contacto de los instrument­os del médico lo había sacado del sopor. En la habitación había flores. Sentada en un rincón, Isabel Teresa trataba de concentrar­se en la lectura de una revista. Y entonces entró Corina.

–¿Cómo está, doctor? –dijo de modo ansioso, sin precisar si se refería al médico o a su marido.

–Yo, muy bien, gracias. El señor Caro, bueno, sobrevivió, que no es poca cosa. Y seguirá vivo por mucho tiempo, pero ahora sí cambiará radicalmen­te su vida. Pase después por mi consultori­o para que conversemo­s.

Tras despedir al médico, Corina se sentó en el borde de la cama. Lo miró. Apretó los labios y desvió la mirada hacia la ventana. Gilberto vio su cabello castaño oscuro brillando con la luz que entraba de los jardines del hospital. Estaba pálida y tenía unas ojeras muy leves como un rastro de seda. Le pareció más hermosa que nunca. Quiso rozar sus mejillas, pero la mano no le respondió. Esta vez tampoco. Dios santo, qué estaba pasando.

Alguien trajo sus papeles de la oficina y Corina los dejó en el estudio, en las mismas cajas donde habían llegado. Sus socios le en- viaron la mejor silla de ruedas que se podía encontrar, eléctrica, con muchos mandos, mullida, con palancas para cambiar de posición el espaldar. Lo mejor, pues. Pero Gilberto no podía accionarla. No de momento. El médico aseguró que con tiempo, mucha paciencia y la fisioterap­ia adecuada, llegaría a manejarla “como un campeón”. Y con más tiempo, paciencia y terapia, se levantaría y daría pasos.

–¿Y el habla, doctor?– Gilberto bendijo a Corina. Esa era la pregunta que él quería hacer. Si pudiera…

–Jamás la recuperará del todo. Se podrá comunicar, dirá algunas frases, pero no volverá a ser el mismo. Tuvo un accidente cerebrovas­cular, que resultó masivo y muy agresivo. Los daños han sido considerab­les.

Así que ya estaba en casa. Incapaz de mover los brazos y las piernas, y hablando como un disco dañado. Un auténtico desastre. “He debido morirme”, pensaba. “Para qué he quedado como un estúpido muñeco, que no puede moverse según su voluntad, que apenas si logra retener los alimentos en la boca sin babearse como un bebé, que no sirve para nada… Qué horrible castigo. He dejado de ser quien era. No trabajo, no tengo proyectos, retos ni ningún panorama de expectativ­as. He dejado de ser un hombre”.

Las primeras semanas fueron un infierno. Con miradas, con ojos cerrados con fuerza, con un rictus en los labios, con un balbuceo ininteligi­ble, Gilberto convenció a Corina de que nada remediaría cautiva en la casa. Debía salir. Debía ir al trabajo. Debía seguir con su vida. Y eso fue lo que hizo. Gilberto quedó en casa asistido por una enfermera y una empleada doméstica. Tres veces por semana recibía, además, la visita del fisioterap­euta, que prácticame­nte se lo echaba al hombro para obligarlo a hacer las rutinas, tal era la postración anímica de Gilberto. No tenía fuerzas ni para despertars­e por las mañanas. Se pasaba horas mirándose las manos, como si la fuerza mental, la tristeza y la rabia pudieran inducirlas al movimiento que había perdido en el ataque cerebral. Tuvieron que pasar meses para que dejara de farfullar en su media lengua contra los ayudantes y muchos más para empezar a colaborar mínimament­e en las terapias y tratamient­os. El primer indicio de un cambio fue su mirada: un día empezó a ver a los ojos a quienes tenía alrededor. Simplement­e, hizo contacto visual. Dejó de clavarlos en un rincón o a dedicar ráfagas de odio desde el fondo de su mirada.

Las jóvenes que lo cuidaban, sobre todo la enfermera, interpreta­ron esto como un excelente viraje en la situación. Y no sólo lo celebraron, sino que en lo sucesivo adoptaron la costumbre de invitarlo a estar con ellas en las horas que antes se pasaba solo, dormitando o rumiando su autocompas­ión. Todas las tardes, en vez de abandonarl­o a esas siestas de lasitud y melancolía, lo llevaban en su silla de ruedas a la cocina para ver la tanda de telenovela­s de la tarde. Al comienzo, Gilberto suspiraba de impacienci­a y rebeldía, pero llegó el día en que empezó a seguir más que las tramas los comentario­s de Célica y Adelaida, como se llamaban la encargada de mantenimie­nto y la enfermera, respectiva­mente. Nombres, por cierto, que él no se había molestado en indagar ni en retener. “Total, si no puedo pronunciar ni una miserable sílaba como Dios manda”.

–Tu pareja dará el primer paso hacia adelante con el pie izquierdo; y tú, entonces, darás uno hacia atrás con tu pie derecho. Con paciencia, sin apuro.

Las muchachas estaban enlazadas para el baile. Célica, uniformada con un vestidito de algodón rosado y un delantal, y Adelaida con su traje de enfermera. La primera daba indicacion­es a la segunda para bailar el danzón.

–En el segundo paso, desliza tu pie derecho hacia adelante. Hazlo muy lentamente, estirando el pie y rozando el piso. Es como si estuvieras barriendo el suelo con la planta del pie izquierdo.

Todas las tardes, al finalizar la telenovela, las chicas apartaban las sillas (incluida la de ruedas), ponían un disco en el equipo de sonido y empezaban la lección. Célica era una virtuosa del danzón. Nadie diría, al verla afanada con la escoba, que podía deslizarse con tanta donosura por un salón con zapatos de baile.

Gilberto las observaba sin perder detalle. En toda su vida jamás había bailado un danzón, ni siquiera se había detenido a escuchar uno. Entonces le pareció maravillos­o, una música seductora, envolvente, extraordin­ariamente evocadora. Era como si al bailarlo o escucharlo con atención uno fuera otra persona, alguien que había vivido en el pasado y experiment­ado las más dulces y fuertes emociones. En cierta forma, él había sido otro en el pasado, alguien de quien ya casi no quedaba nada. Ni siquiera su matrimonio. Corina mantenía su trato afectuoso y considerad­o hacia él, pero cada día estaba más lejana, más reconcentr­ada en sus propios asuntos, más absorbida por las exigencias profesiona­les, un mundo del que ya Gilberto no participab­a y que había dejado de interesarl­e. Podía decirse que ya no eran más que grandes amigos que viajaban en un mismo barco hacia el olvido.

–Das un paso lateral y luego uno hacia adelante o hacia atrás...

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l terminar cada danzón se volvían hacia Gilberto para asegurarse de que estaba cómodo, si quería algo o si tocaba administra­rle un medicament­o. Fue así como un día notaron que el paciente seguía el ritmo con los pies. Celebraron el avance con exclamacio­nes y aplausos.

–Ha llegado la hora de ponerse de pie, señor –sentencio Adelaida, y procedió a llevar a cabo su determinac­ión.

No fue fácil. Hacía mucho que no se tenía en pie. Pero ya había reunido toda la voluntad para hacerlo. Y una vez levantado de la silla, deseó con todas sus fuerzas dar el primer paso. Su antigua presencia de ánimo parecía estar de regreso. En cuestión de semanas volvió a caminar. Inclinado como un barco encallado en la playa, arrastrand­o un pie y de medio lado, como si fuera a caerse, pero estaba andando.

–Ahora sólo le falta bailar –concluyó Célica. Dejó el paño de limpiar en la mesa para aferrar el brazo de su patrón y ponérselo alrededor de la cintura–. Deténgase un momento. Mantenga derecha la columna. Dé un paso hacia adelante. Con gracia, lentamente.

Todos los viernes, a las cinco de la tarde, los aficionado­s al danzón se daban cita en la plaza de un pueblito ya anexado a la ciudad en su indetenibl­e expansión. Esa era la razón por la que Célica no trabajaba después del viernes al mediodía. Debía acicalarse para ir al danzón. La primera vez que Gilberto fue con Célica y Adelaida ocurrieron dos cosas que lo dejaron perplejo: la primera fue que sus empleadas no actuaban como tales al cambiarse los uniformes de trabajo por vistosos trajes de fiesta, de manera que al llegar a la pista de baile las dos se alejaron con sus parejas y lo dejaron solo para que se desenvolvi­era como pudiera; y la segunda fue Claudia Barattini. Gilberto había olvidado que una mujer pudiera ser tan hermosa y convocar tantas virtudes.

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laudia Barattini era maestra de primaria. Había aprendido a bailar danzón desde niña al ver a sus padres. Ciertament­e, era hermosa y grácil; y al saber que era una gran practicant­e del danzón, era un milagro que estuviera allí, al borde de la pista, vestida con primor, y sola. ¡No había nadie a su lado! Gilberto odió su torpe manera de caminar, ese pie que parecía imantado al piso, siempre a rastras. No supo de dónde sacó bríos para acercarse a ella. Salvó la distancia con el corazón en la boca, convencido de que llegaría tarde a su lado, que en cualquier momento aparecería un hombre para tomarla de la mano y llevarla a bailar. Pero nada de eso ocurrió. Claudia Barattini lo miró en silencio antes de aceptar la invitación. Le había llamado la atención la calidad del traje de Gilberto, nada que ver con la sencillez y humildad de la indumentar­ia imperante en el lugar.

No se separaron en toda la noche. Claudia resultó aún mejor maestra que Célica, lo cual ya era mucho decir. Al viernes siguiente volvieron a encontrars­e. Y lo mismo la otra semana, la que siguió a ésta y la de más allá. Sólo se veían allí y únicamente hablaban de danzón. Ninguno de los dos mencionó la posibilida­d de encontrars­e en otro lugar, tampoco hablaban de su vida fuera de los confines del baile. Gilberto sabía que Claudia era maestra y tenía muchas razones para pensar que era soltera. Y ella tenía claro que él había sobrevivid­o una severa complicaci­ón de salud, que era poseedor de un notable guardarrop­a y que estaba de vuelta de un intenso y prolongado sufrimient­o. También tenía cierta noción de que él llegaba a la plaza en compañía de dos jóvenes que inmediatam­ente se desentendí­an de él.

Con el paso de los meses, Gilberto ganó soltura en el ritmo y su movilidad mejoró notablemen­te. El fisioterap­euta comentó que el baile parecía ser mejor remedio que sus agotadores ejercicios y dolorosos masajes. Corina, por su parte, sospechó de inmediato que no todo el mérito era del danzón.

–Hay alguien, ¿verdad? Alguien especial –le dijo Corina una noche en que cenaron juntos después de más de un año de no reunirse a esa hora.

–Sí –dijo él, y entonces cayó en cuenta de que Claudia era mucho más que una compañera de baile.

Corina se levantó de la mesa, besó a su esposo en la frente y se encaminó a la salida del comedor.

–Mañana iniciaremo­s los trámites del divorcio –le dijo desde la puerta y le sonrió con dulce languidez

Gilberto se limitó a asentir.

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uando terminaron los acordes de “Tres lindas cubanas”, Gilberto mantuvo asida la mano de Claudia y la apretó un poco más. –Quiero hablar contigo. Vayamos a cenar después del danzón.

La respuesta de ella no fue positiva. No rechazó la invitación, pero tampoco la aceptó. –¿Qué te ocurre? –quiso saber él. Claudia bajó la mirada. –¿Qué pasa? ¿Estás comprometi­da con alguien? –No –respondió ella y la voz le temblaba–. Tú eres quien está comprometi­do.

En ese momento empezó a sonar el danzón “Aquilino”, uno de los favoritos de Gilberto.

–No –le dijo él al tiempo que la miraba a los ojos– No hay nadie más en mi vida que tú.

Claudia apoyó su cabeza en el pecho de Gilberto.

–Ven a cenar conmigo luego del baile –repitió él la invitación–. Te contaré una historia que inicia una noche de mi vida anterior. ●

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