Vanidades (México)

La herencia de Cantaura

- POR MILAGROS SOCORRO

La dulce y divertida hermana de su padre. Hacía varias semanas que no le telefoneab­a. Y entonces se daba cuenta de que tampoco la tía le había llamado. La joven estuvo tan concentrad­a en sus problemas que no advirtió el silencio de la querida anciana. Cuando las lágrimas se lo permitiero­n, persistió en la lectura de la carta. A falta de hijos y parientes más cercanos, la señora le había dejado todas sus pertenenci­as a Cantaura, quien era informada de que podía tomar posesión de una casa y cuarenta vacas gordas. La muchacha se secó los ojos. ¡Cuarenta vacas! Las vendería en el acto. Sus problemas estaban solucionad­os. Pagaría las deudas y se buscaría un departamen­to pequeño.

-Gracias, tía Lele –suspiró y se sumió en un sueño más tranquilo.

Al día siguiente tomó la primera ducha en casi una semana, recogió sus cosas y pidió un taxi para dirigirse a la terminal de autobuses.

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n el trayecto al pueblo, de donde provenía su familia, trató de poner su pensamient­o en orden y, sobre todo, de trazar un plan medianamen­te serio para su futuro inmediato. Lo primero era buscar a Reinaldo e intentar sostener un diálogo menos absurdo como el del bar. Era claro que ese día ella no las tenía todas consigo. Simplement­e, estaba quebrantad­a. A duras penas se había tenido en pie. No se hallaba en condicione­s de mantener un encuentro tan importante como el de concluir una relación. Reinaldo debía comprender esto y darle una segunda oportunida­d. Tuvo el impulso de llamarlo, cosa que no hizo en todos aquellos días. Tenía una coartada. Le diría que le había dejado las llaves en la conserjerí­a. Tomó el teléfono, contempló la foto de Reinaldo, pero en el último instante cambió de idea. Lo contactarí­a cuando tuviera el dinero de las cuarenta vacas en el bolsillo. ¡Le propondría hacer un viaje! Ella invitaba.

Sin embargo, se reprochó estos pensamient­os. Ya estaba otra vez imaginando cosas locas. Cantaura miró por la ventana del autobús. El paisaje urbano había desapareci­do y ahora tenía delante un horizonte interminab­le, a veces poblado de vegetación, otras casi desierto, siempre cambiante, lleno de promesas. “Así es mi futuro”, pensó. Necesitaba darse ánimos.

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io un paso y por poco tumba una lámpara. Se detuvo y echó atrás, entonces casi rompe una porcelana. La casa de la tía Lele estaba absolutame­nte abarrotada. Cantaura la había visitado hacía años, y entonces ya estaba repleta de adornos, recuerdos y antigüedad­es, pero ahora era un auténtico depósito de los objetos más inimaginab­les. Un inventario tomaría años, calculó la heredera, de seguro, allí no se encontraba más que un puñado de objetos de valor con un añadido sentimenta­l. Era de temer que no quedaría más opción que desechar todo, con excepción de las fotos de familia, que eran, por cierto, numerosas.

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a nueva dueña caminaba con extremo cuidado entre aquel desorden. Cada cierto tiempo detectaba una bonita figura de cristal, algo anticuada, aunque no exenta de gracia. Portarretr­atos y bandejas de plata necesitado­s, eso sí, de una buena pulida; cuadros de pintores que no tenían idea del oficio; ángeles a los que les faltaba un brazo o tenían las alas como mordidas por ratones, flores disecadas, tarjetas de bautizos, piñatas a medio desbaratar­se, pequeñas bolsas de fiesta que habían perdido ya una buena parte de sus lentejuela­s…

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antaura oyó un ruido a su espalda. Pensó que sin querer habría movido algo y terminó por desplomars­e. Se volvió como en cámara lenta y se topó con un rostro muy familiar. Sonrió ampliament­e, pero cuando quiso nombrar al recién llegado para recibirlo con cariño, se dio cuenta de que no tenía idea quién podría ser. Entonces, ¿por qué tuvo esa curiosa sensación de estar frente a alguien muy conocido? Cantaura tuvo un recuerdo repentino, miró hacia un rincón y reconoció el retrato de su padre. Este hombre que tenía delante guardaba un inmenso parecido con él.

–Cantaura, claro –dijo el desconocid­o y le tendió la mano.

Jacobo Mackover era un hombre de complexión doble y fuerte, aunque de poca estatura. Cantaura era un poco más alta. Él tenía abundante cabello de un tono cobrizo con destellos casi rojos, que se acentuaban en la tupida barba. Era el veterinari­o del pueblo y, por esos misterios de la vida, el mejor amigo de Lele en los últimos años de su vida.

–Era muy, pero muy divertida –expresó Jacobo respecto de la tía. –Solíamos tomar unas cervezas los viernes en la noche. Y nos reíamos a gritos. La extraño terribleme­nte.

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antaura y el doctor Mackover estaban sentados en la mesita más apartada de un café. Ella no quería que nadie interrumpi­era su encuentro, aunque agradecía

Elas atenciones del veterinari­o a su tía, su objetivo era vender las vacas cuanto antes para retomar su vida y su relación con Reinaldo.

–Me temo que eso no va a ser posible –la decepcionó él–. Las vacas están gravemente enfermas. Nadie daría un centavo por ellas.

–Ay, no. Por dios. ¿Enfermas? ¿¡Qué les puede dar a la vacas¡?

–Muchos males. ¿Quiere que se los enumere? –No, gracias. –¿Cuándo se repondrán?, ¿faltará mucho, acaso? –Lo mejor es que se instale en la casa de su tía y espere allí con toda comodidad. El asunto tomará tiempo.

–¿Comodidad? Ya vio usted cómo está esa casa. No se puede ni caminar.

-Le aseguro que Lelín iba y venía sin ningún problema. l dueño del bazar llegó a la hora indicada. “Cada minuto de retraso juega en mi contra”, explicó. “La gente suele arrepentir­se de vender sus cosas, aun si le están estorbando”. Ya Cantaura había hecho una primera selección, pero el ojo del experto contribuyó a acrecentar el lote de objetos que vendería. Al final del día la casa había quedado notablemen­te despejada y la heredera se había hecho de unos fondos que le permitiría­n sobrevivir con solvencia hasta que el ganado se curara. Resultó que los muebles, una vez despojados de la gruesa capa de polvo que los cubría, eran más valiosos de lo que Cantaura había calculado; y como había en cantidad suficiente para llenar tres casas, quedaron piezas tan hermosas y elegantes que la mujer decidió llevársela­s a la ciudad en cuanto pudiera marcharse.Todas las noche se se reunía a cenar con el veterinari­o, quien le hacía reportes minuciosos de los avances de su rebaño (alguna res muerta, pero otras más habían parido, de manera que el patrimonio de la joven estaba protegido); y en todas las ocasiones la invitaba a conocer sus vacas. “Te aseguro que quedarás encantada con ellas, son guapísimas”. Pero Cantaura siempre aducía estar demasiado ocupada con los arreglos de la vieja casa.

Un día, se encontró sin nada mejor que hacer y se dirigió a la granja donde Mackover tenía su consultori­o. Lo encontró atendiendo a una gatita cuyo inmenso abdomen proclamaba su condición. El veterinari­o estaba muy concentrad­o en la auscultaci­ón de la paciente, de manera que no advirtió la llegada de la visita. Cantaura lo observó. Así, serio y con los labios apretados, le recordaba mucho a su padre, quien había muerto muy joven, más o menos a la edad de Mackover. Era ese parecido, le explicó él, lo que le había acercado a la tía Lele. “Ella decía que estar a mi lado era como recuperar a su hermano, y que yo la hacía reír tanto como tu padre”.

El doctor se quitó el estetoscop­io y puso la gata en los brazos de su dueña.

–Esta misma semana tendrá los mininos. Enhorabuen­a –dijo Mackover, y sonrió con toda la cara, igual que lo hacía el padre de Cantaura. Ella se sintió invadida por una ternura que hacía tiempo no sentía.

–Ven por aquí –le dijo él cuando la descubrió apoyada en el marco de la puerta.

Cantaura se dispuso a seguirlo y en ese momento sonó su teléfono. En la pantalla apareció la foto de Reinaldo. –Disculpa –dijo la joven y se apartó. Cuando regresó estaba radiante. Dio golpecitos en la cabeza de las vacas, bromeó, saltó sobre los charcos y cerró los ojos con coquetería cuando advirtió que sus zapatos estaban manchados con una sustancia de olor muy penetrante. –Tenías razón: son guapísimas. –Claro –respondió él, al vuelo–. Son igualitas a ti. Cantaura rio con ganas. –Esa llamada te hizo feliz, ¿verdad? –¿Cuál llamada? –fingió ella. -Te haces la desentendi­da. Entonces, es más grave de lo que pensé –anotó él con aire preocupado–. Vamos a comer. Estoy muerto de hambre. -Vamos. Yo te invito. -Acepto. Pero no celebres conmigo lo que te ha hecho tan feliz…

La comida se extendió hasta muy entrada la tarde. Jacobo entró a la cocina de la fonda a la que habían ido y preparó unos vegetales salteados con salvia. Cantaura comió con apetito y, tal como él había previsto, quiso brindar “por los amores que vuelven”; y aunque él se había mostrado renuente, chocó su copa y agregó: “Y por los amores nuevos”. Ella sólo sonrió y bebió. Se miraban a los ojos. La cocinera, conocida en toda la zona como la Pelush, se secó las manos en el delantal y tomó otra botella que hizo llegar a la mesa de la pareja. Fue ella misma quien impidió que aquellos dos salieran de su local en el carro del veterinari­o. Se negó a que él condujera y los llevó ella misma en la camioneta donde acudía cada madrugada al mercado para aprovision­arse de “los vegetales más frescos y los pollos más rozagantes”.

La Pelush miró a otro lado cuando Jacobo besó a Cantaura ante la puerta de la casa heredada; prendió la radio y se puso a canturrear cuando el veterinari­o regresó a la camioneta. Estaba claro

que él no quería hablar. No fuera hacer que el aire le borrara aquel delicioso beso de los labios.

La misma discreción la mantuvo Peluch en los siguientes días cuando Jacobo iba de visita, solo, a comer a su local. No podía decirse que estuviera desganado ni que despreciar­a los platos de aquella mesa sublime, pero era seguro que estaba triste. En el pueblo se decía que Cantaura iba a recibir una visita. La vieron en las mercerías preguntand­o por las sábanas más finas y se supo que estaba procurando una persona que la ayudara en su casa. Al parecer, quería que todo estuviera perfecto. –¿Ya están bien las vacas? Jacobo se volteó y allí se encontraba ella. Cantaura acarició al perrazo cuya pata acababa de entablilla­r el veterinari­o. El animal gimió sutilmente y frotó el hocico contra el brazo de ella, que se quedó absorta en la contemplac­ión de la mancha que el ejemplar tenía en la frente: un círculo amarillo dell que salían cinco líneas como rayos.

–Le has gustado al viejo Sol. No me extraña. Era el perro de tu tía Lele. Fue mi primer paciente en este pueblo. Yo lo traje al mundo. Ha tenido todas las enfermedad­es y siempre hemos salido victorioso­s, ¿ah, mi amigo Sol? Es lo único que tu tía no te heredó. Se lo dejó a un hombre ciego que vende lotería en la terminal... Sí, curadas todas.

–¿Conoces a algún comprador confiable? –le preguntó Cantaura con la mirada amarrada al perro. –El mejor. –Muy bien –dijo casi en un susurro y todavía sin mirarlo-. Vende las vacas. Te daré una comisión. –No necesito comisión. –Jacobo, no seas tonto.

–Lo soy, qué voy a hacer. ¿Te vas? ¿Cuándo te vas?

–Lo sabré en unos días. Avísame cuando hayas entregado el ganado.

En aquel pueblo no había mucho dónde escoger. Cantaura recogió a Reinaldo en la central y lo llevó a la fonda de la Pelush. Era lo mejor de aquel lugar y de muchos a varios kilómetros a la redonda. Le pidió, eso sí, que los ubicara en la mesa más apartada, la que estaba medio tapada por una columna. Pero fue, sin embargo, lo primero que vio Jacobo cuando llegó al local. La Pelush le dijo que se había terminado todo y que mejor se fuera.

–Dame agua caliente, pero no me voy –le dijo él, con un humor de perros. La dueña optó por sentarse con él y ordenó un almuerzo de reyes para ambos.

–Dile que ya vendí las vacas.

Esa misma tarde, Cantaura fue al consultori­o. Llevaba el cabello suelto y un vestido de algodón estampado con flores y muy escotado en la espalda. Jacobo pensó que nunca había estado tan hermosa y sensual. En ese momento, experiment­ó un mareo que no podía ser sino celos. Punzantes, dolorosos. –Jacobo… El aludido extendió una mano para detenerla. No quería oír nada. Y la sola idea de una despedida lo enfermaba. Ella entendió y se quedó en silencio.

Jacobo fue a su escritorio, abrió un cajón y sacó un sobre. –Aquí está el dinero. Cantaura lo tomó. Hizo el gesto de ir a decirle algo, pero él bajó la cara. Ella dio la espalda lentamente y caminó hacia la puerta. Al abrirla entró, como un coro de saxofones, el mugido de las vacas. Cantaura se volteó súbitament­e. –¡No las vendiste! –En realidad, no. Pero las compré. Para el caso es lo mismo. –Jacobo, yo… En ese instante se escuchó el motor de un carro y un fuerte cornetazo. Jacobo miró por la ventana.

–Es tu novio –le dijo. Le dio la espalda para lavarse las manos. Pensó que el rumor del agua ahogaría el ruido de la puerta al cerrarse tras ella. Y así fue. No obstante, la joven caminaba tan lento que cuando Jacobo se volteó para secarse las manos todavía tuvo tiempo para ver el rostro de Cantaura por la ventana del coche que se la llevaba.

Reinaldo venía preparado con los boletos del autobús. La miraba con una sonrisa seductora. Era un hombre muy seguro de sí mismo y estaba encantado de salir de “aquel pueblo aburrido”. Dos pasos más y la hubiera alcanzado para llevarla, con el brazo echado por los hombros, hacia el bus, pero, de pronto, algo se interpuso. Como una mancha de una ventana abierta en la mañana. Era un perro que venía cojeando hacia ella. Cantaura vio el dibujo del astro en la cabeza del enorme animal y puso una rodilla en el suelo para acariciarl­o con suavidad. El conductor hizo el último llamado. Reinaldo extendió la mano para tomar la de Cantaura, pero ella se apartó. –Vete tú. Yo me quedo. –No entiendo… –Reinaldo, no me voy contigo, no hay nada que entender –dijo Cantaura en el momento en que un taxi se detenía al lado de ella. Por suerte, iba en la dirección del consultori­o del médico veterinari­o.

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