Vanidades (México)

“Bodas de papel”.

- POR MILAGROS SOCORRO

HABÍA COMENZADO A LLOVER. UN AGUACERO TREMENDO CAYÓ DE REPENTE, SIN MÁS ANUNCIO QUE UN SÚBITO OLOR A LLUVIA INVADIENDO LA NOCHE. HILILLOS DE AGUA SE DESLIZABAN POR LAS VENTANAS Y CADA CIERTO TIEMPO UNA RÁFAGA BARRÍA LOS CRISTALES CON TANTA FUERZA QUE LOS HACÍA ESTREMECER. POR SUERTE, IVÁN Y BETTI SIMONOVIS HABÍAN LLEGADO A CASA UN MINUTO ANTES DE QUE EL CIELO SE ABRIERA PARA DAR PASO AL DILUVIO. EL LUGAR ESTABA TIBIO Y LEVEMENTE OSCURO. NADA MÁS ENTRAR ELLOS, LOS PERROS SE LES ECHARON ENCIMA Y AMBOS LOS ACARICIARO­N. ERA DELICIOSO REGRESAR AL HOGAR. MUCHO MÁS AQUELLA NOCHE EN QUE DE PRONTO HABÍA BAJADO LA TEMPERATUR­A Y EN CUESTIÓN DE MINUTOS LAS CALLES SE VIERON INUNDADAS DE RIACHUELOS QUE CORRÍAN POR LAS ORILLAS DE LA CARRETERA.

Esa velada habían estado en la fiesta íntima que el jefe de Iván había ofrecido para celebrar el primer aniversari­o de matrimonio de los Simonovis. En el trayecto en automóvil a su domicilio, ellos habían comentado la escasa animación del festejo.

–Las fiestas en casa del jefe jamás son divertidas. Todo el mundo está demasiado cortado –comentó Iván.

–Tú estabas demasiado cortado –lo corrigió Betti–. Los demás la estábamos pasando bien. No te diré que era la fiesta más divertida del mundo, pero estábamos relajados. Tú, en cambio, parecías estar sometido a un examen o algo así. No te divertiste ni un instante… No entiendo qué te ocurría.

–Ya te lo dije, no me gusta alternar con mi jefe fuera de la oficina. No debimos aceptar esa absurda fiesta.

–Pero, Iván, qué dices. Exageras. Eliseo, tu jefe, es nuestro amigo. Estaba en la playa cuando nos conocimos, ¿acaso lo olvidas? –No, Betti. Jamás podré olvidarlo… Después de jugar con los perros, que se echaron sobre las alfombras para recibir cosquillas en la panza, Iván y Betti colgaron los abrigos en la percha y se dirigieron al interior. Betti se fue directamen­te a la habitación y su marido enfiló hacia la cocina.

–¿Quieres un último trago? –preguntó Iván.

–¿Más tragos? Claro que no –dijo Betti. En ese momento, Iván encendió la luz de la cocina y ella vio una expresión en el rostro de él que la inquietó. Y en vez de seguir hacia su recámara, enfiló hacia la cocina. –Aunque, pensándolo bien, como que sí te acepto ese trago.

Betti se había casado tarde o, al menos, eso era lo que ella creía. Ya pasaba de los treinta cuando finalmente llegó al altar. Con un hombre magnífico, pensaba desde el primer día, sin que un solo evento, por nimio que fuera, la hubiera hecho cambiar de opinión. De hecho, todos creían que Betti tenía mucha suerte, porque Iván era un compendio de las gracias masculinas, mientras que ella era lo que suele llamarse insignific­ante. Betti no era ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni rubia ni morena. Y su cara era del tipo que se que olvida rápidament­e. El cabello, ralo y opaco, tampoco era de gran ayuda, lo mismo que las uñas quebradiza­s y las piernas cortas. Dos cosas tenía a su favor, unos senos absolutame­nte hermosos, que parecían respingar como una marea de crema cuando los liberaba del sujetador; y una sonrisa que iluminaba salones enteros haciendo sentir a quien la contemplar­a que todo estaba bien y que podían sentirse a salvo. Los primeros eran un secreto guardado con siete llaves, puesto que Betti era “enemiga de innecesari­as exhibicion­es”, como solía decir, y jamás usaba escotes ni prendas que evidenciar­an la posesión de tan espléndida pareja de atributos. La sonrisa, en cambio, era tesoro que prodigaba, incluso con quienes no lo merecían. Iván se confesaba adicto a la sonrisa de su mujer y solía decir que era capaz de cualquier renuncia y hasta heroísmo con tal de verla siempre desplegada.

Cuando Iván le puso un vaso en la mano, la sonrisa de Betti quedó congelada en su rostro. Algo estaba pasando.

–¿Qué sucede?

Iván Simonovis era un hombre reservado. A veces, demasiado. Nadie sabía de sus orígenes. De su familia, Betti sólo le había conocido a un hermano, que vivía en otra ciudad, y muy rara vez pasaba a visitarlos. Era cierto que su marido era un tipo tranquilo, muy trabajador, nada aficionado a farras y parecía feliz en su matrimonio. Mas siempre había algo en el fondo de sus ojos… enigmático. Un detalle que Betti ignoraba acerca de su marido, aunque sabía que lo hacía sufrir. –¿Pasa algo? –insistió Betti. Iván elevó lentamente la mirada del trago al rostro de ella, mismo que ya lucía abiertamen­te preocupado.

–Quiero hablar contigo.

–Aquí estoy –dijo Betti y puso su bebida en el borde de la mesa–. Dime.

–Cuando nos conocimos, yo estaba en los últimos meses de Economía, ya a punto de recibirme.

– Eso lo sé – confirmó ella con cierta impacienci­a. ¿Por qué Iván se iba tan atrás en los acontecimi­entos? –Yo trabajaba… –Lo recuerdo –interrumpi­ó ella–. Trabajabas en un banco. Me lo dijiste.

–Pero te mentí. Laborada como chofer de un banquero. Cuando llegaron las vacaciones, mi patrón me preguntó si podría viajar con él esos días a una isla muy exclusiva.

–Iván, mi amor, me habías asustado. ¿Eso es lo que querías decirme? Pero, qué importa si trabajabas en el banco o en el coche del banquero dando vueltas por allí–. Betti tomó el vaso y apuró el contenido de un solo sorbo.

–Espera, mi vida. Eso no es todo. Mi jefe de entonces quería descansar allí un par de semanas y necesitaba un asistente que condujera su carro. Yo no tenía nada mejor que hacer y pensé que no me vendría nada mal ganarme un dinero extra y echarme un chapuzón si veía la oportunida­d. Así que metí mi escasa ropa en una maleta y me fui con mi patrón al paraíso de los millonario­s.

“Al llegar allí quedé deslumbrad­o. Todo era más hermoso de lo que había imaginado. Las residencia­s eran verdaderos palacetes, con ventanas de cristal pulido y en su interior parecían residir solamente familias felices, mujeres hermosas y niños rebosantes de salud y alegría. El césped era de un verde que no recordaba haber visto en ningún otro lugar, el ambiente estaba perfumado de efluvios marinos, y las olas arrullaban el lugar con una especie de música adormecedo­ra. Las personas iban y venían con aire despreocup­ado, casi desvestida­s y tomando zumos de frutas frescas. Las muchachas estaban tostadas y llevaban el cabello suelto y con las puntas aclaradas por el sol. Todo

era muy distinto al barrio de donde yo provenía. En aquella isla vacacionab­a la gente hermosa y feliz, mientras que yo formaba parte de la legión de sirvientes, que se encontraba en la playa sin estarlo del todo, porque nos encontrába­mos allí en jornada laboral. Muy pronto me di cuenta de que, si bien yo no era como los orgullosos habitantes de las casonas, tampoco me confundía con los trabajador­es. Yo era sólo un joven que se expresaba como un doctorcito y tenía aspecto de señor, como me dijo la cocinera de la residencia de verano del banquero que nos empleaba a los dos.

“Al segundo o tercer día, el patrón me dijo que se pasaría buena parte del día descansand­o, así que yo quedaba libre de pasearme por allí. Acaté la orden encantado, pero un poco asustado. Como ya había empezado a anochecer, no me fui a la bahía, sino a uno de los bares de la isla al que acudían los jóvenes, hijos de los millonario­s. Llegué y pedí una cerveza. Me la tomé como si acabara de cruzar un desierto. Tenía sed, sí, pero sobre todo quería darme ánimos para tratar de confundirm­e con los demás, sin que nadie adivinara que yo no pertenecía a aquel lugar. En realidad, estaba desentonan­do: yo era el único pálido en una corte de príncipes y princesas bronceados. Estaba claro que todos llevaban varios días allí, holgazanea­ndo, echados al sol sin más trabajo que adquirir el color de las vacaciones.

“A la cuarta cerveza me animé a acercarme a unos muchachos. Sentí curiosidad por lo que hablaban. Tenían el aire de los conspirado­res. Susurraban y, de pronto, rompían en carcajadas que atronaban por encima de la música. Me hice presente y alguien me ofreció una silla después de echarme un rápido vistazo. Hablaban de la muchacha ‘más extraña de la isla’. Naturalmen­te, yo no tenía idea de quién podía tratarse hasta que saqué en claro que sería una joven solitaria sentada en una esquina casi oculta. A diferencia de las otras chicas, no iba vestida con diminutos shorts ni el brassier del bikini, tampoco iba maquillada con geles brillantes, y no daba brincos en la pista de baile. La verdad es que parecía una niñita, inexplicab­lemente tapada con una falda que le llegaba a los tobillos y una enorme camisa de algodón que con toda seguridad había sacado del clóset de su padre. Miré hacia el rincón donde se agazapaba la chica más fea de la playa y quedé fascinado. Vi una criatura pálida, casi tanto como yo, que observaba el mundo con curiosidad y una absoluta serenidad. Sus manos me parecieron la cosa más delicada que había visto jamás. Me quedé como hipnotizad­o. No podía quitarle los ojos de encima”.

–Lo recuerdo claramente –dijo Betti con dulzura–. También yo te miré.

–Me miraste –confirmó Iván y se sirvió otro trago–. Y todos se dieron cuenta.

–No recuerdo haber visto a esos necios. Olvídalos. –Pero estaban allí, Betti. –Bueno, y qué… –Cuando ellos vieron que nos mirábamos, me zarandearo­n y renovaron sus risotadas. Pero yo me zafé y fui hacia ti… –Y me invitaste a bailar. –Tú temblabas en mis brazos. En realidad, los dos temblábamo­s, pero yo hubiera querido quitarme la piel para abrigarte. Jamás hubiera imaginado que se podía sentir algo así; mucho menos, por alguien que hace una hora no conocía.

–Me pasó lo mismo, mi amor. Pero a qué viene esta rememoraci­ón de aquellos días. Estoy rendida. Me caigo del sueño. Vayamos a la cama.

–Te ruego que me escuches hasta el final. Si después de terminar lo que quiero decirte, quieres que yo vaya a tu cama, te juro que jamás, mientras yo viva, dormirás sola.

Después de esa noche –siguió Iván–. Me mantuve en contacto con los jóvenes del bar. Me reunía con ellos en la playa. Nadábamos juntos y corríamos por la arena. En cuanto aparecías tú, me apartaba disimulada­mente e iba en tu busca. No deseaba que ellos me vieran contigo. Quería evitar a toda costa que hicieran bromas sobre ti y me horrorizab­a que me preguntara­n sobre nuestra amistad. Me las había arreglado para ocultar que yo estaba allí como chofer de un banquero. Siempre lograba escabullir­me con evasivas cada vez que me preguntaba­n dónde me hospedaba o quién era mi familia. Y, sobre todo, no quería arriesgarm­e a que tú conocieras mi secreto. Yo sentía que no era nadie, mientras que tú eras como una flor, con tus faldas largas de algodón colorido y leyendo a la orilla del mar. Tú nunca me interrogab­as. A ti, parecía darte igual de dónde había salido yo, pero no quería que nadie te lo dijera. Me hubiera destrozado verme ridiculiza­do ante ti.

–No me conocías, evidenteme­nte –dijo Betti en medio de un bostezo.

– Una mañana, cuando me preparaba para salir de la residencia e irme a la playa, mi jefe, que esperaba la visita de un viejo amigo, me pidió que lustrara sus zapatos. Él estaba sentado en el salón y leía los periódicos. Me incliné para cumplir el encargo y estaba concentrad­o puliendo el cuero de los mocasines del patrón, cuando llegó el caballero que esperaba. Pero no venía solo. Lo acompañaba su nieto, quien era uno de mis nuevos amigos. Al verme allí, el joven me señaló con un dedo y se echó a reír. Confundido por el escándalo, mi jefe dio por terminada mi faena con sus zapatos y nos hizo salir de ahí.

–¿Quién era el joven, Iván? –preguntó inquieta Betti. –Eliseo. –¡¿Eliseo Portas?! ¿Tu jefe? –Justo. –¿Y qué pasó después? –a Betti se le disipó la somnolenci­a de golpe.

Me llevó casi a rastras al bar. Y les dijo a los demás lo que acababa de presenciar. Pidieron la primera ronda de cervezas, la cual me negué a compartir. Y a ésta le siguieron muchas otras. Se burlaron de mí en todos los tonos hasta que al final me pusieron ante una alternativ­a: dirían la verdad a todo el mundo… o aceptaba un reto.

–¿Un reto? –Sí, enamorarte y besarte frente a todos en el baile de fin del verano. Si no cumplía esto, me pondrían en evidencia y, además, le dirían al banquero que yo había estado fingiendo ser su nieto y no su empleado, cosa que yo jamás había dicho ni insinuado. Betti palideció. –Tú me besaste en ese baile… Era mi primer beso de amor –dijo Betti en voz muy baja y como arrastrand­o las palabras. –También era mi primer beso. –¿Me pediste ser tu novia para cumplir con una especie de apuesta?

–Iba a hacerlo de todas formas. Estaba perdidamen­te enamorado de ti, como siempre lo he estado. ¿Este año de matrimonio, de feliz y amoroso matrimonio, no te dice nada? –Me dices que nuestra relación se cimentó en una mentira, en una burla. –Betti, mi vida, por favor. No digas eso. –Y yo creí que me amabas. – Siempre ha sido verdad. Jamás he mentido en eso. –Déjame. Vete de aquí esta misma noche. Ella salió de la cocina y dejó a su marido sumido en la mayor de las angustias. Pasado un largo rato, Iván se levantó, cogió su chaqueta y salió de la casa sin llevarse absolutame­nte nada. Los perros gimieron al cerrarse la puerta.

Una semana más tarde, Betti recibió una llamada en su teléfono móvil.

–Hey, señora Simonovis –dijo una voz burlona. – ¿ Qué quieres, Eliseo? – contestó ella muy secamente.

–Huy, la cosa como que es delicada –dijo Eliseo Portas al percibir la frialdad en la voz de Betti–. ¿Está enfermo? Debe estar grave, porque jamás había faltado al trabajo. –¿Iván no se ha presentado en la oficina? –¡¿Cómo?! No lo sabías. No, no ha venido en toda la semana.

– ¿ Tampoco ha llamado? – Betti sintió disiparse su rabia y trocarse en preocupaci­ón.

–Nada. Al principio me reí, pensé que estaba furioso por lo del viernes. Como él se toma todo tan a pecho… –¿Lo del viernes? – Sí, lo que hablamos en la fiesta del aniversari­o de ustedes… Le hice una broma y se puso frenético. Me dijo que te lo diría. –¿Lo amenazaste con decirme algo a mí? –No lo amenacé, mujer. Me estaba jugando un poco con tu marido, pero ya se ve que no tiene sentido del humor.

–Déjanos en paz, Eliseo –dijo Betti y colgó.

Pasaron los meses y Betti no volvió a tener noticia de Iván. Lo extrañaba terribleme­nte. Su compañía, sus abrazos, las noches en casa viendo películas y comiendo grandes platos de pasta en la cama. Echaba de menos sus silencios y sus bellos rasgos cuando se sumían en la melancolía. Lo peor era que no tenía a quién preguntarl­e por él. Sus amigos en común no podían considerar­se tales. Aunque uno de ellos, por cierto, fue quien le contó que aquella noche del aniversari­o, Eliseo había recordado “el pacto” y le dijo a Iván, entre risas, que llamaría a un brindis y entonces les contaría a todos “cómo se hicieron novios los Simonovis”. Iván, confesó el testigo, le había rogado que no dijera nada.

–Se puso muy mal –recordó el amigo que había estado con Eliseo y con Iván cuando aquél le dijo que revelaría todo–. Primero pareció asustarse y luego se puso furioso. Le dijo a Eliseo que si te hacía daño a ti, a su esposa, lo mataría. Y al poco rato pidió que se fueran. A Eliseo le divirtió mucho todo eso.

Betti comprendió el infierno que había vivido Iván. Y ahora ella no podía encontrarl­o. Lo había perdido sin remedio.

–Qué tonta he sido –se repetía.

Pasó un año. Un año tan lento que a Betti le pareció un lustro. Faltaba una semana para cumplirse el segundo año de su matrimonio y ella no podía soportar la idea de estar ese día en aquella casa solitaria, donde los perros vagaban en pena. Tampoco ellos podían olvidarlo.

Sacó una maleta del armario y la lanzó en la cama, sin saber adónde iría. Fue la ropa que amontonó sin mayor conciencia la que le dictó el rumbo. Ya que el equipaje se había llenado con faldas largas de algodón y varios bikinis, pensaba en la playa. Ya era hora de hacer un cambio en su vida. Y, total, en la costa su destino solía cambiar. Por qué no. Le daría una oportunida­d al mar.

Nada más llegar a la isla, se cambió de ropa. Se puso un traje de baño azul turquesa y, también, aquella vieja falda de muchos colores, cogió un libro y caminó hacia la playa. Había muy poca gente ese día en la isla, que sólo cobraba vida en vacaciones. Pero esa vez no era verano ni feriado. Era, simplement­e, el día de su aniversari­o de bodas… que ya no celebraría.

Extendió una toalla y se tendió a leer. Aunque no pudo ni abrir el libro porque un repentino ventarrón le arrancó el sombrero. Betti se levantó a toda prisa y corrió tras él. El viento traía arena, que se le metió en los ojos, cegándola súbitament­e. Betti trataba de seguir la ruta de la prensa fugitiva, pero al abrir los ojos el ardor se los hacía cerrar. Daba pasos sin sentido cuando sintió que una sombra la cubría.

–¿Buscaba esto, señorita? –dijo una voz. Ahí estaba el sombrero. –¡Iván! ¡Cómo no se me ocurrió! –No quiero molestar –dijo el hombre, ya dando la espalda para marcharse. –¡No! –gritó ella–. No te vayas, por favor. El bronceador se había mezclado con la arena. El solo intento de abrir los ojos le producía un escozor insoportab­le. ¿Y si no era él? –¡Iván! –gritó–. Iván, amor, no te vayas. –Betti daba vueltas sin atinar a saber por dónde avanzaba. En su desesperac­ión, tropezó con algo. Con alguien… –Aquí estoy –dijo el hombre. –Iván –sollozó Betti–. Iván. –Espera –la calmó él y empezó a limpiarle los ojos con una toalla humedecida en agua helada.

–Eres tú –dijo ella cuando pudo ver. Y le dio un beso salado de lágrimas.

–Soy yo, mi vida. Y esta vez, sólo seré yo, el que soy.

–Este año ha sido un horror, un error, un inmenso vacío. Hagamos como si no hubiera existido. Felices bodas de papel, amor mío. ●

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