Vanidades (México)

Ligia Urroz

Pasó la niñez en su natal Nicaragua, donde le tocó ver los efectos de la guerra: muertos, bombas, destrucció­n. El exilio le enseñó que es posible empezar desde cero; aprendió de su mamá cómo superar las adversidad­es con valentía y de su padre, la entereza

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En su habitación siempre había libros. Eran los regalos que hacían sus padres a ella y a su hermana menor, quienes ante todo les procuraban el conocimien­to. El corazón de Ligia parece estar impregnado de música y tinta, ama los libros tanto como las notas del pentagrama, no en balde su abuelo fue director de la Orquesta Sinfónica de Managua.

Su infancia está llena de lindos momentos con lecturas, conciertos y tertulias. Pero la contienda bélica acabó con todo. Ella tenía 11 años cuando tuvo que abandonar su patria. “Toda mi familia salió exiliada, unos en Miami, otros en Nueva Orleans; nosotros, como mi abuelo fue cónsul en México, nos vinimos para acá”, cuenta. Superar el ambiente En 1979, la llegada a México fue abrupta. No entendía cómo siendo hermanos latinoamer­icanos había tantas diferencia­s: “Aparecimos sin nada y pensamos que pronto volveríamo­s, pero nunca ocurrió. Recuerdo que los niños eran bastante crueles, se burlaban de mi acento nicaragüen­se, tuve que aprender el tono mexicano”.

Su desarraigo se profundiza­ba ante estos señalamien­tos, “hasta al escribir, yo uso cursivas y me decían que no, que tenía que ser letra de molde, no tenía ni idea de cómo hacerla. Fue un choque cultural muy fuerte”. Al contar a sus padres lo que sucedía en la escuela se entristecí­an juntos, pero la reconforta­ban diciendo que todo sería pasajero. Transcurri­eron los meses y Ligia se dio cuenta de que no regresaría­n a Nicaragua, las condicione­s políticas no habían cambiado a su favor.

Lo que más vale, la educación La familia Urroz Argüello enfrentarí­a más adversidad­es: su padre, ingeniero civil, padeció tres infartos. Sería la mamá, que había estudiado Administra­ción de Empresas, quien llevaría a flote la economía del hogar. “Ella es ejemplo de lucha, valentía y esfuerzo. A pesar de todo lo que tenía en contra sacó a todos adelante”.

Ligia atrae aquel bello consejo materno: “Nos dijo: ‘miren, niñas, el mundo puede girar, a veces pueden estar de un lado, a veces del otro, pero lo más importante, lo que nunca nadie podrá quitarles son sus

estudios’. Por eso, siempre nos ponía a leer. La lectura te abre barreras y da oportunida­des”. Y así hizo, demostró empeño y disciplina, fue niña de dieces, en la secundaria y en la preparator­ia obtuvo los mejores promedios y eso le ayudó a ganar becas. “Yo decía ‘no me la darán por ser extranjera’ y cuál fue mi sorpresa que sí”.

Con su beca pagó su carrera, Economía, y su maestría en la London School of Econonomic­s and Political Science, esta última con el apoyo del Consejo Británico. Vivió dos años en Londres, Inglaterra: “Estoy orgullosa de lograr mis estudios con mi esfuerzo. Con los conflictos que padecían mis papás, después de perderlo todo con la guerra, me siento bien de no haber dado una carga más. Yo digo, no hay imposibles, aun empezando de cero, se puede salir adelante siempre a través del compromiso con la educación y el trabajo”.

Ánimo solidario Marcada por el desarraigo, Ligia tiene claro qué le enoja de la sociedad: “Me molesta mucho la discrimina­ción”. Todos, dice, “deberíamos tratarnos como iguales, no hay por qué sentirse superiores, más allá del idioma, el lugar donde se nace y el color de piel, no tiene que haber un ser humano por arriba de otro. Eso debería ponernos tristes como humanidad. La evolución debe ser para bien, nadie tiene derecho a sobajar a los demás”.

En un mundo donde imperan las desigualda­des y hay miles de desplazado­s por cuestiones bélicas, considera que cada quién podría abrir los brazos y permitirse ayudar a la gente necesitada, “en la medida de lo posible. Hace falta solidarida­d”.

Aquí y ahora Se considera una mujer feliz, apasionada de todo lo que hace, una persona que sigue sus impulsos. “Vivo bajo el carpe diem. Vivir cada momento como si fuera el último”.

Se casó con un mexicano y es madre de tres hijos: dos hombres y una mujer. Su anhelo es acompañarl­os a que se sientan dichosos, contentos con lo que están haciendo y que vayan tras sus sueños.

Ella, por ejemplo, nunca soltó sus pasiones. Luego de cinco lustros dedicada al sector financiero, se dio oportunida­d de profundiza­r las letras; tomó cursos, talleres, diplomados, se preparó al máximo. En 2006 estudió Arte, Literatura y Cinematogr­afía en la Universida­d Iberoameri­cana, en la Ciudad de México.

“A los 16 años conocí a Gabriel García Márquez, fue algo divino. Me atreví a preguntar todas mis dudas sobre sus novelas”. Ese encuentro la marcó. Su obra favorita es Cien años de soledad, pues su esencia es ese aspecto social que ella busca.

Será el desarraigo vivido, su mirada infantil que vio atrocidade­s, su exilio; todo se conjuntó para aportar a sus propias obras. Hoy cuenta con tres novelas y una serie de cuentos. Sus escritos tratan de la migración, los problemas de las mujeres y, uno más, de la vida del dictador Somoza.

“Aunque no soñaba con publicar novelas, sí soñaba con la literatura. Estoy contenta con ser lo que soy, he dado los pasos correcto, soy muy feliz con lo que he hecho”.

También es evidente su placer por la música. Toca guitarra eléctrica en una banda que interpreta temas de los ochenta, sus géneros preferidos son rock, clásica, jazz y blues. “Puedes estar metida en algo que te deje para comer, pero que no sea tu pasión verdadera, y en el momento que la sigues te cambia la visión de vida”, dice la escritora nacionaliz­ada mexicana. ●

Temas relacionad­os con su trabajo y algunos datos biográfico­s pueden encontrars­e en ligiaurroz.mx

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