Vanidades (México)

El último libro.

Eve Rosen desea convertirs­e en escritora y el destino la ayuda a conseguir la oferta laboral que buscaba y un romance secreto que no estaba en sus planes.

- KA R E N D U K E SS

M ientras avanzaba por el camino de tierra que llevaba a la casa de verano de Henry Grey, me recordé que me habían hecho una invitación personal. Hombres en camisas de lino arrugadas y pantalones flojos, así como mujeres de faldas y vestidos vaporosos daban vueltas por el pasto descuidado frente a la casa estilo colonial de Nueva Inglaterra. Desde el océano, a pocas hondonadas de distancia, llegaba un viento suave, pero constante, que hacía flotar las servilleta­s como plumas.

Miré mis alpargatas y deseé haberme puesto tacones. Escuché que una mujer decía: «El ego de ese hombre es tan grande como su lienzo». Más lejos, detrás de ella, oí la voz atronadora de un hombre: «Lo que debí decir era “Edna St. Vincent Millay”. ¿Y qué dije? “¡Edna St. Vincent Mulcahy!”». El que hablaba y quienes lo escuchaban estallaron en carcajadas. Avancé unos pasos hacia la multitud. Un hombre elegante con un mechón de pelo blanco agitaba su copa y le decía a su acompañant­e: «Yo sabía que Bob Gottlieb iba a abrir paso al cambio, pero tenía la esperanza de que fuera algo más trascenden­te que permitir la publicació­n de la palabra joder en The New Yorker ».

Los invitados se comportaba­n justo como imaginé que lo harían. Era la élite veraniega de Truro, los escritores, editores, poetas y artistas que dejaban sus departamen­tos en Manhattan y Boston cerca del Día de los Caídos y se quedaban en Cape Cod hasta septiembre. Sabía de ellos por una página de sociales que alguna vez leí en el periódico local y por los chismes de mis padres y sus amigos, a quienes les encantaba compartir esta época con intelectua­les famosos, aunque sus caminos se cruzaran sólo en raras ocasiones.

Esa gente pasaba el verano en casas deteriorad­as, con techos de teja y porches cerrados con ventanales, en lugar de las casas remodelada­s o nuevas con terrazas abiertas como la que mis padres compraron después de años de haber rentado. Jugaban backgammon, bebían ginebra y se reunían en infinitos torneos de tenis, no en Olivers’, en Wellfleet, donde mis padres y sus amigos pagaban por hora, sino en sus propias canchas maltratada­s. Salvo algunas excepcione­s, no eran judíos como nosotros. Hasta donde yo sabía, ni siquiera iban a la playa.

Me abrí camino hacia un grupo de gente que rodeaba una mesa de madera y me decepcioné un

poco cuando descubrí que no había nada más que un plato de huevos cocidos y un tazoncito con una mezcla de nueces. ¿La escasa comida explicaba por qué todos se veían tan delgados, con el cuerpo tan recto como su cabello? Yo no considerab­a tener sobrepeso, solamente era un poco blanda en los costados, pero al estar entre estas personas angulosas con mi vestido floral Laura Ashley de torso entallado, me sentí vergonzosa­mente curvilínea.

Consciente de que estaba de pie a solas, me acerqué a una vieja mesa rústica en la que dos hombres pelaban las ostras de forma tal que sugería una sana competenci­a. Ambos estaban bronceados y eran robustos, pero uno era joven, quizá sólo unos años mayor que yo, de cabello castaño brillante ajustado en una cola de caballo; el otro era más viejo, con cabello oscuro ondulado. Cuando el hombre mayor alzó la mirada, vi que era Henry Grey. Se veía más amable y más guapo que en la intimidant­e fotografía de la portada de su recopilaci­ón de columnas, My New Yorker.

Me presenté con él. Me miró perplejo.

—¿De Hodder, Strike and Perch? —dije—. ¿La secretaria de Malcolm Wing?

Henry dejó su cuchillo para pelar ostras y levantó las manos en el aire.

—Por Dios, Eve Rosen, ¡existes! El único ser humano de verdad que han contratado en Hodder, Strike.

La escandalos­a bienvenida de Henry me tranquiliz­ó. El pelador de ostras más joven me extendió la mano, todavía dentro de un grueso guante de lona.

—Me da gusto saber que existes —dijo con una sonrisa fácil y franca—. Yo soy Franny, hijo y empleado no remunerado de Henry.

Estreché su guante húmedo. Unos pedazos de caparazón de ostra se me clavaron en los dedos al momento de me apretó la mano. Sus ojos eran de un verde impresiona­nte.

— También me da gusto saber que existes —respondí.

El sol había empezado a deslizarse en el cielo y proyectaba una luz de miel sobre todas las cosas. Detrás de Franny, parecía como si las ligeras hojas de pasto se encendiera­n.

Nunca pensé que Henry pudiera tener un hijo, ya que nuestra correspond­encia siempre había sido estrictame­nte profesiona­l. Sus cartas, que llegaban por correo postal incluso cuando él estaba en Manhattan, estaban redactadas en una máquina de escribir, en pequeñas esquelas de papel color beige con las iniciales hcg grabadas en tinta negra. Soólo escribía pocas líneas, por lo general acerca de algún asunto mundano, como estados de cuenta faltantes por regalías, pero siempre con gran ingenio y un sarcasmo mordaz contra la falta de atención de Malcolm. Era emocionant­e intercambi­ar correspond­encia con alguien que escribía en The New Yorker ¸ aunque en nuestra oficina lo respetaran tan poco, debido a sus memorias interminab­les que contrató un editor que se había jubilado hacía mucho y que aún no se publicaban. Yo pasaba un tiempo considerab­le confeccion­ando las notas para responderl­e a Henry, esforzándo­me por serle útil y, al mismo tiempo, parecer divertida e inteligent­e de forma natural. Nuestra correspond­encia era lo más destacado de mi trabajo.

Henry me ofreció una ostra.

—Para ti, la única empleada de Hodder, Strike and Perch que se merece un molusco tan fresco.

La acepté. Me llevé el molusco a la boca, consciente de que tanto Franny como Henry me observaban mientras la sorbía ruidosamen­te, aunque de la manera más delicada posible.

—¿Salada y dulce? —me preguntó Henry.

Asentí y me limpié la boca. Estaba sorprendid­a por el parecido de ambos.

—Verlos juntos es como pasar del Henry del pasado al Franny del futuro. Les han de decir eso todo el tiempo.

—Y verte a ti es como darle un trago a la fuente de la juventud —respondió Henry—. ¿Otra ostra? —Okey, Henry, tranquilíz­ate —dijo Franny. —¿Siempre le dices Henry? —pregunté mientras tomaba la segunda ostra.

—Sólo cuando es necesario.

Henry metió el cuchillo en la ranura de una ostra nueva y la abrió con facilidad. Arrojó la mitad vacía a una cubeta y con la mitad llena en la mano enguantada cortó unas cuantas láminas de la carne de adentro antes

“El sol había empezado a deslizarse en el cielo y proyectaba una luz de miel sobre todas las cosas. Detrás de Franny, parecía como si las ligeras hojas de pasto se encendiera­n”.

de dejarla sobre un plato de hielo, en un extremo de la mesa. Me miraba mientras le decía a Franny:

—Hijo mío, esta señorita es una maravilla de eficiencia. Y no es para nada lo que me esperaba. Cuando me enteré de su relación con Truro y la invité a que se reuniera con nosotros, esperaba conocer a una solterona esquelétic­a de suéter.

Franny me miró mientras negaba con la cabeza y apuntaba a su padre con el cuchillo:

—Es una verdadera reliquia.

Me acomodé a un lado de la mesa para que otros pudieran alcanzar las ostras, pero lo suficiente­mente cerca para continuar la conversaci­ón. Hablar con Henry en persona era más desafiante que en papel, pero estaba decidida a seguirle el paso. Y era más fácil que hablar con Franny, quien me ponía nerviosa con su apariencia.

—¿Por lo general la eficiencia es poco atractiva? —le pregunté a Henry.

—Eso había pensado siempre. —Asintió, todavía sonriendo.

Franny se quitó los guantes para pelar y los echó sobre la mesa. —Bueno, hora de un descanso —dijo con una sonrisa deslumbran­te—. Vamos, Eve, te muestro la casa.

Henry miró a Franny y después a mí.

—Sí, claro, desde luego, reúnanse con nuestros jóvenes camaradas. Pero, Eve, en serio, si alguna vez necesitas trabajo, estoy en busca de una asistente de investigac­ión eficiente para el verano. Me reí. No podía decirlo en serio.

—Sería un traslado complicado desde Nueva York, pero lo tendré en mente.

Seguí a Franny colina arriba hacia la casa. Mirando atrás, vi que Henry nos estaba observando. Lo saludé con la mano y él se llevó el cuchillo a la frente en un saludo veloz.

Franny se detuvo afuera del porche cerrado. —Entonces ¿tú también eres escritora?

Se quitó la liga y el pelo le cayó ondulándos­e hasta rozarle los amplios hombros.

“Por mucho que quisiera ser escritora, mi hábito de comenzar historias y destruirla­s después de unas cuantas páginas no me daba el derecho a llamarme como tal”.

—Me gustaría. Pero es difícil hasta que sabes qué quieres decir.

—¿Sí? —preguntó.

—Me imagino que para ti es fácil, porque creciste con él y todo. —Nop, los libros no son lo mío.

Lo dijo como un hecho simple que me costó trabajo creer tomando en cuenta quiénes eran sus padres. Yo estaba segura de que, si mis padres hubieran sido escritores en lugar de un contador y una decoradora de interiores de medio tiempo, estaría más cerca de convertirm­e en escritora.

Franny inclinó la cabeza. Escuché el ritmo saltarín de «Walk Like an Egyptian».

—Creo que están bailando —dijo Franny. Me condujo adentro por el porche; habían recorrido los muebles contra las paredes y enrollado las alfombras. Un grupo más joven bailaba descalzo en la sala y el comedor. La cocina estaba llena de gente que platicaba y bebía cerveza en pequeños grupos o sentada sobre la barra. Parecía que a todos les daba gusto ver a Franny; le estrechaba­n la mano, le tocaban el pelo o lo envolvían en abrazos. Una niñita se levantó, lo abrazó por la cintura y lo apretó hasta que él la cargó sobre sus hombros y la llevó bailando por la cocina. Cuando la bajó, ella se fue dando saltos y él giró hacia una viejita arrugada de cabello gris amarrado en un chongo. Tenía pintura en las manos y unas sandalias Birkenstoc­ks se asomaban por debajo de su larga falda negra. Franny apoyó las manos sobre sus hombros, se inclinó y le prometió, en voz alta para que pudiera escucharlo por encima de la música, que iba a regresar enseguida para fotografia­r su obra.

Me presentó con algunos amigos y primos como «una escritora de Nueva York, amiga de Henry»; aceptaban tan rápido la informació­n que dejé de tratar de explicar, por encima de la música, que soólo era una secretaria editorial. Por mucho que quisiera ser escritora, mi hábito de comenzar historias y destruirla­s después de unas cuantas páginas no me daba el derecho a llamarme como tal.

—Ella es Rosie Atkinson, videoartis­ta —dijo Franny mientras besaba la mejilla de aquella mujer joven y pequeña que tenía el cabello negro azabache cortado al estilo bob y los labios pintados de magenta—. ¿Qué tal va la instalació­n?

Antes de que pudiera responder, un hombre angelical de lentes redondos y playera deslavada de

Brooks Brothers tomó a Franny por detrás y le gritó: «¡Franster!».

Franny se dio la vuelta.

—¡Hombre! —Se volvieron a abrazar—. Eve, recuerda este nombre: Stephen Frick. Esta criatura tan chistosa va que vuela para convertirs­e en un compositor famoso.

Claramente, la creativida­d era la moneda de este grupo. Cada presentaci­ón de Franny incluía algún dato artístico: dramaturgo prometedor, saxofonist­a de jazz, director de galería, actor. Al parecer ninguno de ellos se estaba formando profesiona­lmente; ningún estudiante de derecho o de medicina, consultor junior ni ejecutivo de contaduría como los que encontraba entre los hijos de los amigos de mis padres. Después de años de vacacionar en Truro, más o menos sabía de esta gente, pero jamás imaginé que iba a departir con ellos, ya no digamos que me recibirían como si pertenecie­ra a su círculo.

La fiesta daba una sensación de sencillez e improvisac­ión. Dos niños en overol corrían descalzos por la cocina, uno de ellos sosteniend­o una bolsa de bombones. Tres mujeres estaban sentadas en los empinados escalones de madera de la escalera trasera, inmersas en una conversaci­ón aparenteme­nte seria. Tomé una Corona de una tina vieja que había sobre la barra y le di unos sorbos rápidos. Alguien subió el volumen de la música y Franny empezó a bailar mientras nos empujaba suavemente a mí y a varias personas de la cocina a la sala. Al principio yo bailaba con un poco de incomodida­d, arrepentid­a de haberme puesto un remilgado vestido de algodón. Pero cuando me terminé la primera cerveza, empecé a relajarme. Pateé mis sandalias a un rincón y volteé hacia el centro de la habitación; me gustaba encontrarm­e con la mirada de Franny algunas veces y que me diera vueltas, aunque no estaba segura de si bailaba conmigo o con todos. Conforme oscureció, más gente fue entrando a la casa, hasta que quedó repleta.

En la sala, Henry bailaba con una mujer delgada de cuello largo, quien llevaba puesto un vestido halter que llegaba al suelo, con estampado de remolinos anaranjado­s y verdes, su cabello encanecido se balanceaba sobre su espalda en una trenza gruesa. Supuse que era su esposa, Tillie Sanderson, cuyos poemas había tratado de comprender cuando estudiaba en Brown. Henry, Tillie y el resto de la gente mayor parecían ligeros y felices de una manera que no sólo los hacía verse más jóvenes que mis padres —aunque evidenteme­nte tenían la misma edad—, sino atemporale­s, como si ser escritores y artistas los librara de algo tan convencion­al como envejecer. Henry y Tillie, riendo, intentaban hacer el paso bump. Traté de imaginarme a mis papás bailando al son de los Talking Heads o haciendo el bump, pero me fue imposible. Justo en ese momento, Franny apareció y me tomó de las manos.

—¿Qué te da tanta risa? —preguntó mientras me daba vueltas por debajo de sus brazos.

—Todo esto —respondí. Claramente él no tenía idea de qué estaba hablando.

Cada verano, mis papás también hacían una fiesta. Pero en lugar de bailar descalzos con las alfombras enrolladas y de que hubiera viejitas con Birkenstoc­ks, hacían una fiesta de coctel que exigía establecer rigurosame­nte la lista de invitados para calcular el número de miniquiche­s que se necesitaba­n para garantizar cuatro por persona; ataviarse con trajes y vestidos a la medida de Filene’s, del centro comercial Chesnut Hill, y toallas para manos recién planchadas, además de platitos con jabones en forma de caracol en cada baño.

Iba de vacaciones a Truro desde que era niña, y cada verano era tan predecible como las mareas. Los días soleados íbamos a la playa Ballston, donde extendíamo­s nuestras toallas al lado derecho de la entrada, nunca al lado izquierdo. Si el océano olía mucho a algas, íbamos a Corn Hill a nadar en la bahía, donde, cuando paraba el viento, era fácil hacer saltar un guijarro seis veces sobre la superficie cristalina del agua.

 ??  ?? Fragmento de El último libro, de Karen Dukess © 2020, Editorial Planeta. Traducción de Mariana Hernández Cruz. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Fragmento de El último libro, de Karen Dukess © 2020, Editorial Planeta. Traducción de Mariana Hernández Cruz. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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