Vanidades (México)

“En los zapatos de Valeria”, de Elísabet Benavent.

Valeria es escritora de historias de amor. Lo vive de modo sublime, pero necesita sincerarse consigo misma. El sexo, el amor y los hombres no son objetivos fáciles.

- E L Í SA B E T B E N AVENT

PÉrase una vez… aré el ruidoso paseo de mis dedos sobre el teclado y releí el texto mientras me rascaba la cabeza con un 1 lápiz: «Se miraron. Los metros de distancia entre ellos no importaban porque los pensamient­os se materializ­aron, se cayeron al suelo y rebotaron hasta huir. En la décima de segundo durante la que se sostuviero­n la mirada todo se congeló; en la ventana se paró hasta la brisa que agitaba los árboles. Pero ella pestañeó y ambos apartaron la mirada, avergonzad­os, azorados y seducidos de pronto por la idea de enamorarse de un desconocid­o».

Puse los ojos en blanco, solté el lápiz sobre la mesa y me levanté como si alguien hubiese instalado un muelle en el asiento.

—Pero ¡menuda mierda! Evidenteme­nte, sabía que nadie iba a escucharme, pero necesitaba decir en voz alta lo único que tenía en la cabeza en aquel momento. «Esto es una mierda». Era como las letras de inicio de La guerra de las galaxias pero en versión malhablada. Menuda mierda. Una mierda enorme. Una mierda del tamaño del cagarro que estaba escribiend­o, que era inmenso.

Estaba seca de ideas, esa era la triste verdad. Las cincuenta y siete hojas que ya tenía escritas no eran más que sandeces con las que me justificab­a, estaba claro. Sandeces chuscas y horripilan­tes dignas de concurso literario de instituto. Al terminar el día me exigía a mí misma haber escrito al menos dos folios, aunque dada la situación empezaba a agradecer dos o tres párrafos potables. ¿Potables? Eso era mucho esperar.

Pasarme el día delante del ordenador no tenía ningún sentido. Al estar sola en casa no necesitaba fingir nada, y sabía de sobra que no me saldría nada brillante aquel día. O quizá nunca. Así que del salón/despacho/sala de estar me pasé al dormitorio, recorrido para el que no eran necesarios más de tres pasos, y me senté en la cama. Eché una ojeada a mis pies desnudos y, como el descascari­llado esmalte de mis uñas me horrorizó, acerqué el cenicero y encendí un pitillo…

Con lo que yo había sido… ¿Desde cuándo me parecía aceptable aquel estado de dejadez? Después miré de reojo el teléfono y, tras pensármelo dos décimas de segundo, lo agarré.

Un tono…, dos…, tres…

—¿Sí? —contestó.

—Pongamos que soy una fracasada, ¿me seguirías queriendo? —pregunté con soltura.

Lola soltó una carcajada que me hizo vibrar el tímpano.

—Eres una paranoica —contestó. —No es paranoia. Aún no he escrito ni una buena frase. En la editorial me van a dar una patada en el culo. Una patada enorme. O, mejor dicho, les dará igual. Me la estoy dando yo misma.

—Nadie más que yo puede patearte el culo, Valeria —añadió cariñosa, como quien hace un mimo.

—¿Sabes qué es lo más complicado para un escritor novel? Publicar su segunda novela. Segunda novela… Eso ya implica al menos tener algo. Lo que yo tengo entre manos es un mojón. Mi segunda mierda, eso va a ser.

—Eres tonta.

—Hablo en serio, Lola. Creo que me he equivocado dejando el trabajo. —Me agarré la cabeza entre las manos y noté el bamboleo flácido de mi moño deshecho.

—No digas tonterías. Estabas hasta las narices, tu jefe era feo a rabiar y ahora tienes lo suficiente para vivir. ¿Dónde está el problema?

El problema es que el dinero no dura eternament­e y el «probar suerte en el mercado editorial» siempre había sonado demasiado endeble. Lo medité durante un segundo, pero el claxon de un autobús al otro lado del hilo telefónico me distrajo. Miré el reloj. Eran apenas las doce de la mañana y Lola tendría que estar trabajando.

—¿Te pillo mal? —le pregunté. —¡Qué va!

—Se oye tráfico. ¿Vas por la calle? —Sí, es que me inventé en el trabajo un dolor horrible de muñeca y me fui de escaparate­s.

Moví la cabeza sonriendo con desaprobac­ión. Esta Lola…

—No sé por qué sabía que no te iba a pillar en el trabajo si te llamaba a estas horas. Un día de estos a la que le van a dar la patada es a ti, querida.

Soltó una risita.

—Soy eficiente y rápida, no creo que busquen más para un trabajo como el mío.

—Quizá alguien que no practique el escapismo —contesté mientras me daba cuenta de que mi manicura también dejaba bastante que desear.

—Oye, estoy a dos paradas de tu casa. ¿Te apetece que me pase?

—Claro que me apetece.

Colgó. Lola no se despide por teléfono.

Me paré a pensar en la vida de Lola, tan agitada, con su agenda roja tan llena de citas que siempre parecían importante­s y emocionant­es, aunque se tratara de una visita a la esteticist­a a repasar la brasileña. Su esteticist­a, sí, esa mujer a la que apodaba «Miss Shaigon» pero que realmente había nacido en Plasencia y que una vez me dejó sin un pelo de tonta sin previo aviso.

En los ratos muertos me gustaba cotillear entre las páginas de la agenda de Lola, donde llevaba anotada toda su vida. Los números de teléfono de los chicos con los que quedaba, los kilos que pesaba, las veces que chuscaba (que eran muchas, para mi soberana envidia), las horas de gimnasio que se planteaba hacer y las que realmente hacía, las copas que se tomaba, su consumo de cigarrillo­s, las citas con Sergio, las prendas de ropa prestadas, las que dejaba en la tintorería y las que debía comprar como fondo de armario, mil tiques de tiendas y del supermerca­do en los que subrayaba cifras sin ton ni son y que pegaba en las páginas finales de aquella especie de diario… Toda su vida estaba allí, garabatead­a sobre el papel con rotuladore­s de colores; sin pudor, casi en una especie de salvaje nudismo muy propio de Lola, que por no tener miedo, ni siquiera se lo tenía a ella misma. Era apasionant­e.

Yo me había acostumbra­do a llevar toda mi agenda informatiz­ada, porque de esa manera el ordenador o el móvil podían emitir un ruido lo suficiente­mente repetitivo y molesto como para despertarm­e de mi eterna siesta y recordarme que tenía que ir a visitar a mi madre o ayudar a mi hermana con alguno de sus planes absurdos, como cambiar de sitio todos los muebles de la casa. Sí, esas eran mis obligacion­es ahora. Mi agenda no era un libro de viajes como la de Lola; se trataba más bien de un cúmulo de compromiso­s familiares, fechas tope de pago de facturas y coordinaci­ones con la agenda de Adrián, mi marido. Sí, marido, he dicho bien. A veces me daba la sensación de que esa palabra desentonab­a enérgicame­nte con mis veintisiet­e años. A decir verdad…, sí, desentonab­a. Con mis veintisiet­e años y a ratos con mi vida al completo, pero esa es otra cuestión en la que no entraré… por ahora.

Me asomé a la ventana. Hacía un día radiante a pesar de que a lo lejos se intuyeran ciertas nubes. Entendía que Lola hubiese escapado de su trabajo. Si

“El problema es que el dinero no dura eternament­e y el «probar suerte en el mercado editorial» siempre había sonado demasiado endeble”.

yo hubiera estado aún encerrada en la oficina también lo habría deseado, aunque, claro, yo nunca me habría atrevido. Nunca fui una persona valiente, al menos no en ese sentido. Debería haber dicho temeraria, ¿verdad?

Sonó el timbre. No estaba acostumbra­da a su sonido infernal, aunque llevaba un par de años viviendo en aquel zulo, así que del susto casi me caí por la ventana. Habría montado un cirio, porque vivía en un cuarto piso y justo debajo estaba el toldo de una frutería de pakistaníe­s. No me gustaría atravesarl­a y morir empalada por un montón de lichis como metralla frutal.

Una vez repuesta del susto fui hacia la puerta. Ni siquiera me eché una bata por encima; abrí vestida con una camiseta vieja y con un short de los años noventa, una de esas piezas de ropa por las que no pasan los años. Creo que ya había hecho gimnasia con él en el colegio. Lola me miró de arriba abajo antes de soltar una carcajada.

—¡Hostia, Valeria, me encanta tu short! Es de lo más…, no sé cómo definirlo, ¿retro glam?

Me miré en el espejo de la entrada y pensé que lo peor no era mi indumentar­ia. Probableme­nte Lola, por no hacer leña del árbol caído, pasaba por alto mi cuestionab­le peinado a lo Amy Winehouse y la enorme carnicería que me había hecho en la barbilla intentando quitarme un grano que para el resto de los mortales no existía. Tenía el cabello castaño claro, fosco y sin vida. Si te parabas a mirarlo, incluso se podía atisbar un reflejo verdoso. Menos mal que yo ya no me paraba a mirar…

—Ya sé, se me olvidó ponerme el traje de novia para recibirte —contesté con desdén al tiempo que le dejaba pasar y apartaba de un manotazo la vergüenza de estar hecha un moscorrofi­o.

—No, no —rio Lola—, que lo digo de verdad. Me encanta. Te queda muy bien. Tienes unas piernas bonitas que nunca enseñas. A Adrián debe de encantarle ese pantalón.

—¡Bah! —La tomé por loca. AAdrián últimament­e no sé si le gustaba algo de lo que me ponía encima. Ni de lo que había debajo, para más señas.

Me volví de espaldas para echarme acurrucada sobre mi sillón preferido, el único de la casa. Y he dicho sillón, no sofá. Para meter un sofá de dos plazas en aquel «salón» debería desaparece­r, al menos, una pared. Me río yo de cómo distribuye­n los de Ikea esos adorables pisitos de treinta y cinco metros cuadrados.

Miré a Lola, que estaba impecable, como siempre. No sé cómo se las apaña para estar siempre tan sexi, con su espesa melena color chocolate y sus labios rojos. Soy una mujer heterosexu­al y, aun así, hay días en los que me parece sencillame­nte irresistib­le. Apenas un año atrás yo también era una de esas mujeres coquetas que se esmeran en dar siempre la versión más impoluta de sí mismas. Pero ahora… En fin. Solo había que verme. Era un Fraguel.

Mientras miraba a Lola con esa adoración de la mejor amiga, ella se revolvió el flequillo con la mano derecha y con la izquierda dejó caer su bolso sobre el suelo. Sonreí al ver asomar el lomo rojo de su famosa agenda.

—¿Qué tal tu muñeca? —le pregunté. —¡Oh, oh! ¡Tengo un dolor infernal! Creo que es codo de tenista. —Se encogió fingiendo estar sufriendo en silencio, como con las hemorroide­s.

—Más bien diría codo de cuentista.

“No sé cómo se las apaña para estar siempre tan sexi, con su espesa melena color chocolate y sus labios rojos. Soy una mujer heterosexu­al y, aun así, hay días en los que me parece sencillame­nte irresistib­le”.

—¡Venga Valeria, un día es un día! Acabé la traducción y me negué a quedarme allí con cara de acelga como el resto de mis grises compañeras. Sé buena y ofréceme algo de alcohol. —Se dejó caer sobre los pies de la cama y sonrió—. ¡Uh! ¿Colcha nueva? ¿Quemasteis la otra follando encima como degenerado­s?

Ignoré las últimas dos frases y, preocupada por nuestro alcoholism­o, le dije: —Lola, cariño, apenas es mediodía. —¡La hora perfecta para un vermú!

Lola sorbió el último trago de su Martini Rosso con sonoridad, como siempre que bebía algo con gusto. Luego masticó la aceituna sonriente, con su pintalabio­s perfectame­nte fijado. Tenía que preguntarl­e cómo lo hacía para estar tan impecable. Miré mi glamurosa copa de cóctel y después mi indumentar­ia y me eché mentalment­e las manos a la cabeza. Qué desastre…

—¿Y Adrián? ¿Qué hace? —preguntó sin ceremonias.

—Está trabajando.

—Ya supongo. No creo que el codo de tenista sea una epidemia. —Se rio de su propia broma como si fuese la bomba para después aclarar—: Me refería a qué hace Adrián frente a esa horrible frustració­n que te tiene aquí mutando a… ¿fruiti?

La miré y levanté la ceja izquierda. Ella estiró el brazo y me apretó dos veces el moño mientras decía:

—Moic, moic.

—La verdad es que Adrián me da una palmadita en la espalda y me dice que cuando me tranquilic­e saldrá todo a borbotones. Pero… No me folla —pensé.

—Pero ¿qué hay de pero en esta situación?

Me mordí el carrillo. Confesarlo era tan vergonzoso…

—Creo que no va a salir. Creo, sinceramen­te, que el primer libro fue cuestión de suerte y que este segundo va a ser una bofetada seca en la cara que me la va a girar del revés. Y yo, dándome aires de escritora torturada, voy y dejo el trabajo… Acabaré en un McAuto de madrugada.

—Una frase es cuestión de suerte. Encontrar unos zapatos preciosos a precio de saldo —se señaló los pies, que lucían unos peep toe para morirse del gusto— es cuestión de suerte. Quinientas setenta páginas de una historia fascinante escrita con elegancia y esmero no lo son.

—Eres mi mejor amiga, ¿tú qué vas a decir?

—Pues la verdad, como que necesitas una manicura urgente. —Se encendió un cigarrillo—. ¿De qué trata tu nueva historia? —Se levantó y alcanzó el cenicero.

—De lo de siempre, amor y bla, bla, bla.

—Tu problema es que te falta inspiració­n real. —Y dibujó una sonrisa pérfida tras echar el humo en una nube que, saliendo de esos labios tan rojos, parecía hasta sensual.

—¿Intentas decirme algo? Mi relación… —empecé a decir.

Mi relación era una mierda, pero me alegré de que me interrumpi­era para no tener que mentir a alguien más que a mí misma.

—Calla. Intento contarte algo —dijo frunciendo el ceño.

—Oh… —Algo suculento.

Serví otra copa rebosante… y ella sonrió mientras se la acercaba a los labios ●

 ??  ?? Fragmento del libro En los zapatos de Valeria, de Elísabet Benavent © 2020, Penguin Random House Grupo Editorial. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House Grupo Editorial.
Fragmento del libro En los zapatos de Valeria, de Elísabet Benavent © 2020, Penguin Random House Grupo Editorial. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House Grupo Editorial.

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