Vanidades (México)

VOLVER A CASA

Nunu abandona Estambul y busca encontrar su lugar en el mundo al unir todas las piezas de su pasado.

- POR AYSEGÜL SAVAS

1

Cuando vivía en París, por un breve tiempo fui amiga del escritor M. Él también era extranjero en la ciudad, lo cual pudo ser un motivo para que nuestra amistad floreciera. Salíamos a caminar y nos escribíamo­s.

Lo que queda de esa época es una fotografía suya de pie frente a un muro de mármol, mirándome con ojos desconcert­ados. Encima de sus cejas levantadas, sobresale una cicatriz pálida e irregular que se hace más profunda y desaparece.

De hecho, tal vez no sea una cicatriz, sino un engaño de las sombras o los pliegues de la edad en el rostro del escritor. No recuerdo haber visto esa cicatriz durante nuestras caminatas, pero a menudo iba a su lado con la cabeza baja. Y no estoy segura de si sus ojos muestran sorpresa, como dije antes, o simple impacienci­a por que le tomara la foto.

Sin embargo, lo recuerdo un tanto confundido y con esa cicatriz en la frente: una señal iluminada en ese breve momento que quedó documentad­o, cuando me miró directo a los ojos.

Pero mi relato es impreciso también en esto, pues mi mirada y la suya estaban separadas por la cómoda distancia del objetivo de la cámara. Hasta donde puedo recordar, nunca lo miré a los ojos, ni siquiera cuando estábamos sentados frente a frente en algún café.

Algunos días encuentro difícil creer que esta amistad haya sido real, con su lógica particular, su desapego del mundo. Los recuerdos tienen la textura de un sueño, de una invención, un carácter flotante, extraño y liviano, como caminar con los pies en el techo.

Cuando era niña, apuntaba un espejo cuadrado hacia el techo. Examinaba cada centímetro de esa extensión lisa y blanca, apartada por completo del mundo lleno de bordes que se encontraba en el polo opuesto, donde la gente vivía en las sombras, abrumada por las dificultad­es. Entendía que lo único que se puede hacer en medio de la oscuridad es retirarse a los paisajes luminosos de nuestro propio ser.

En estos tiempos, estoy cada vez más convencida de que debería poner por escrito algunos hechos de mi amistad con M., para conservar intacto algo de aquel entonces. Pero las historias son desconside­radas, ciegas a todo menos a su propia forma. Cuando cuentas

una historia, estás dispuesto a omitir mucho. Y debo reconocer que esas largas caminatas y conversaci­ones carecen de forma, aunque pienso en ellas con frecuencia.

Permítanme situar aquí la fotografía, vestigio tangible de nuestra amistad.

Lo que sigue es un inventario incompleto.

2

Conocí a M. unos meses después de mudarme de Estambul a París. Llegué a la ciudad sin trabajo ni un lugar donde vivir. Me inscribí en un programa de literatura para obtener una visa, pero sabía, incluso antes de venir, que no asistiría a ninguna clase.

Ya me había inscrito antes en el mismo programa, unos años después de graduarme de la universida­d en Inglaterra. Tenía una visión diferente de mí y trabajé con tenacidad para lograrlo. Vivía en Londres con mi novio, Luke, y armaba mi vida pieza por pieza. Imaginaba que los dos nos mudaríamos a París, nos convertirí­amos en oriundos y llevaríamo­s el tipo de vida creativa que se atribuye a los residentes de la ciudad. Incluso hablábamos en francés mientras hacíamos la cena, preparándo­nos para nuestra nueva vida.

Por teléfono, mi madre me presionaba para ir a París. No había regresado a Estambul en varios años y ella hallaba el modo que eso sonara normal.

—Por supuesto que deberías ir, Nunu —dijo—. ¿Qué puede haber para ti en Estambul?

Yo no había propuesto la opción de volver a casa.

No fue por mi madre sino por sus tías que descubrí que ella estaba enferma. Regresé a Estambul poco después y cancelé mis planes en París.

La segunda vez que decidí ir a París, las tías de mi madre, Asuman y Saniye, me advirtiero­n que vivir una vida sin raíces era una necedad. Era el tipo de cosa que también podrían haberle dicho a mi madre, lo mismo que le habría hecho guardar silencio. Me dijeron que debería ser prudente y construirm­e una vida en Estambul, como si construirs­e una vida fuera cuestión de simple ingeniería, como también yo solía creer. Un trabajo estable, con un trayecto fácil, un esposo confiable.

—Tu pobre madre nunca se las arregló —dijeron las tías.

Al construir mi vida, debía tenerlas cerca para asegurarme de que todo se desarrolla­ra de la manera correcta. No permitiría­n que nadie pensara que llevaba la vida sin rumbo de una huérfana. Cuando llegara el momento, se harían cargo de los regalos de boda, la ropa de cama, los manteles, las cenas.

Incluso me ofrecieron su ayuda para renovar el departamen­to de mi madre.

—Podemos hacerlo como desees — afirmaron y me contaron sus planes. Pintaríamo­s el cuarto de mamá y cambiaríam­os todo el mobiliario. Su antiguo estudio, donde mamá conservaba los libros de mi padre, sería mi nueva recámara. Una vez que retiráramo­s las estantería­s sería muy espaciosa.

Por ahora, mi cuarto de la infancia serviría para las visitas.

—Y más tarde —dijo Saniye—, quién sabe.

También dijeron, la tarde en que fuimos al notario para cerrar la venta del departamen­to, que era un desperdici­o. Ya les había contado que usaría parte del dinero para irme a París, pagar el programa y mis gastos personales.

Lo repitieron después de que firmé los papeles.

—Qué desperdici­o. El hogar de tu pobre madre.

Así empezaron a llamarla desde entonces: mi pobre madre.

3

En París me mudé a un estudio cerca de

“La segunda vez que decidí ir a París, las tías de mi madre, Asuman y Saniye, me advirtiero­n que vivir una vida sin raíces era una necedad. Era el tipo de cosa que también podrían haberle dicho a mi madre, lo mismo que le habría hecho guardar silencio”.

la estación ferroviari­a Gare du Nord, donde en todo momento las frecuentes llegadas y salidas reunían y dispersaba­n personas, como un corazón palpitante. Me gustaba pensar que podía subir a un tren y dejar la ciudad cuando quisiera. El vecindario se desintegra­ba y volvía a conjuntars­e varias veces al día, y era un lugar completame­nte diferente por la noche. Durante esas primeras semanas, no sentí que viviera en la ciudad, sino en los despojos de muchos lugares.

Le alquilaba el estudio al propietari­o del Café du Coin, situado a la entrada del edificio. Después de nuestra breve reunión en el café, subió los desiguales escalones de madera con mi única maleta y abrió la puerta.

—Si necesita algo… —ofreció desde el umbral. Luego pareció cambiar de opinión y bajó las escaleras.

Mi habitación estaba desnuda pero no vacía, como si al mudarse alguien hubiera dejado atrás las pertenenci­as que ya no iba a necesitar en su nueva vida. Había un colchón, una mesa cuadrada, una estufa con una tetera y cuatro sillas dispares. Desde Estambul, había llevado conmigo fotografía­s, un pequeño jarrón y dos figuras de porcelana, y al instalarme los puse como decoración. Parecían pequeños y patéticos, así que, después de varios días, volví a guardarlos en mi maleta.

Desde la ventana, cada día veía una nueva pila de muebles abandonado­s en la banqueta para que el camión municipal los recogiera. Unos hombres con camisas largas, amplias y coloridas se detenían a examinar cada pieza antes de continuar su camino por la calle y congregars­e alrededor de la estación para observar a los recién llegados a la ciudad.

Por las tardes caminaba hasta el bulevar de Sébastopol, donde me detenía en una tienda de abarrotes llamada Istanbul-Grill- Foods para comprar un paquete de garbanzos tostados. Seguía hacia el sur por el bulevar, hasta el Sena, con la idea de recorrer los barrios de la orilla izquierda o a lo largo del río hasta llegar a los monumentos dorados: todos esos lugares que aparecían en las postales de París y definían la ciudad a los ojos de quienes no vivían allí. Pero cuando llegaba al río, me abrumaba pensar en todo lo que me esperaba.

Una tarde me quedé mirando el agua marrón y el pánico subió por mi garganta. Encontré una banca y me senté, creyendo que no podría volver a casa porque estaba muy cansada. Después de un rato me levanté y comencé a andar despacio, para recuperar fuerzas. Cuando ya me acercaba a mi vecindario y podía ver la vuelta hacia mi calle, pensé que debí caminar mucho más y me dije que seguiría explorando al día siguiente.

Algunos días me sentaba en el Café du Coin. A menudo llegaba a la hora del almuerzo, aunque no comía, solo bebía café, y me acomodaban en una pequeña mesa junto a la pared del fondo. Aun después de varias semanas, el joven mesero no parecía recordarme. Tomaba mi orden con impacienci­a y siempre volvía con un café de tamaño diferente al que yo había pedido. Los clientes habituales comían abundantes ensaladas llenas de carnes o tajine servido con pepinillos y frutas secas. A veces pedían un vaso de cerveza y otras terminaban su comida con un postre. Me sorprendía lo apropiado de sus elecciones, cómo se las arreglaban para escoger el plato más adecuado para esa hora de aquel día en particular. Me preguntaba cómo era posible que la gente siempre supiera qué hacer. En lo relativo a las cosas pequeñas, quiero decir. Los rituales del día. De cada hora.

Después de que el mesero recogía los platos de los parroquian­os, les llevaba café y se unía a ellos afuera para fumar un cigarro. Pero primero venía a mi mesa y daba dos golpecitos, lo que significab­a que quería cobrar mi cuenta. Me quedaba sentada unos minutos más, bebía de un trago lo que quedaba en mi taza, dejaba algunas monedas en la mesa y subía las escaleras hasta mi habitación.

En una de las novelas de M. existe una escena ambientada en la ciudad de Estambul. La leí al momento de que regresé para cuidar a mi madre, y volví a leerla cuando me mudé a París. Ya sabía, en esas primeras semanas, que M. también vivía en esta urbe, lo cual me resultaba extraño. No podía imaginarlo en otro lugar que no fuera Estambul, rodeado por el paisaje de sus propios personajes solitarios.

“Le alquilaba el estudio al propietari­o del Café du Coin, situado a la entrada del edificio. Después de nuestra breve reunión en el café, subió los desiguales escalones de madera con mi única maleta y abrió la puerta”.

En la escena, un anciano pasa junto a una panadería una tarde, al anochecer. Es el mes de Ramadán y en el negocio hay una fila de personas que esperan para comprar pan antes de reunirse con sus familias para la cena. (Le perdoné a M. ese lugar común de escribir sobre Estambul en una noche de Ramadán). Hay una larga descripció­n de los postres que llenan los aparadores mientras llega el momento de romper el ayuno. Por un segundo, M. parece olvidarse del personaje y se deleita en una descripció­n de los montones de pistache rallado, la masa con aroma a rosas y los pasteles aceitosos que, como joyas, decoraban las ventanas. Es propio de él apartarse así, ceder a la tentación de un festín en su escritura. Pero la frase que sigue me ha acompañado desde entonces: «Al ver a todas las personas en la fila de la panadería con un propósito, el anciano se siente avergonzad­o y se aleja de las humeantes pilas de pan del mostrador».

Cuando la leí por primera vez, pensé que el viejo tenía vergüenza ante el pan mismo, no solo frente a la gente de la panadería, y esas primeras semanas en París me recordaban esta descripció­n cuando volvía a casa de mis paseos.

Me sentaba a la mesa de la cocina y sentía que los objetos de la habitación notaban mi breve ausencia y pronta vuelta, y me daba vergüenza.

4

—Debería darte vergüenza —me regañaron las tías cuando me llamaron a Londres para avisarme que mi madre estaba enferma.

Pensé que con esas palabras querían decirme alguna de dos cosas. La primera, que una hija debe saber que su madre está enferma sin necesidad de ser informada. La segunda, que yo había hecho que mi madre enfermara.

Más tarde entendí que aprovechar­on esa oportunida­d para hacerme saber qué pensaban sobre la situación de mi vida, lejos de casa y con un novio, Luke, a quien aún no conocían. Sin que me importara el mundo, según dijeron. Ni la forma correcta de hacer las cosas.

—Nejla te dejó hacer y deshacer. Y ahora no dice nada porque no quiere molestarte —se quejó Saniye.

—Esa es la verdad. Pero ya no vamos a permitir que tenga miramiento­s contigo.

Nunca se me ocurrió que mi madre me hubiera permitido hacer y deshacer. Habría dicho que toda mi vida fui yo quien anduvo con miramiento­s.

5

En París había un chico holandés en el programa al que me inscribí. Lo conocí la única vez que fui a la universida­d, para entregar mis formulario­s de inscripció­n. Intercambi­amos números de teléfono y comentamos lo mucho que deseábamos que iniciara el semestre. Me dijo que había pasado todo el verano leyendo. Nombró libro tras libro, creando una red cada vez más grande, como si intentara abarcar el mundo. Asentí con la cabeza ante su lista.

—Tú y yo tenemos mucho de qué hablar —agregó cuando terminó y estuve de acuerdo.

Me envió un mensaje de texto unos días después, para preguntarm­e por qué no había ido a la primera clase. Le dije que estaba enferma y le pedí que me enviara las lecturas asignadas para la semana siguiente.

Me invitó a un pícnic en la orilla del río, en una de las islas, ese fin de semana. —Nos reuniremos un par de los de clase ahora que el clima aún es agradable. Deberías venir y curarte con una celebració­n.

Caminé hasta el río, crucé a la Île Saint-Louis y divisé la reunión a lo lejos. Mis compañeros, vestidos de colores sombríos .y

elegantes, sostenían los vasos con ambas manos como si fueran objetos preciosos. ●

 ??  ?? Fragmento del libro Volver a casa (Planeta), © 2021, Aysegül Savas. ©2019 Traducción: Martha López Castro. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Fragmento del libro Volver a casa (Planeta), © 2021, Aysegül Savas. ©2019 Traducción: Martha López Castro. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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