Vanidades (México)

Nosotros en la luna

Al momento de que Rhys y Ginger se conocen en la ‘Ciudad de la Luz’, no imaginan que sus vidas se unirán para siempre, a pesar de la distancia y de que no puedan ser más diferentes.

- POR ALICE KELLEN

1 GINGER

Es imposible saber cuándo conocerás a esa persona que pondrá de golpe tu mundo del revés. Sencillame­nte, sucede. Es un pestañeo. Una pompa de jabón estallando. Una cerilla prendiendo. A lo largo de nuestra vida nos cruzamos con miles de personas; en el supermerca­do, en el autobús, en una cafetería o en plena calle. Y quizá esa que está destinada a sacudirte se pare junto a ti delante de un paso de cebra o se lleve la última caja de cereales del estante superior mientras estás haciendo la compra. Puede que nunca la conozcas ni os dirijáis la palabra. O puede que sí. Puede que os miréis, que tropecéis, que conectéis. Es así de imprevisib­le; supongo que ahí está la magia. Y, en mi caso, ocurrió una noche gélida de invierno, en París, cuando intentaba comprar un billete de metro.

—¿Por qué no funcionas? —gimoteé delante de la máquina. Apreté el botón con tanta fuerza que me hice daño en el dedo—. ¡Maldito trasto inútil!

—¿Estás intentando asesinar a la máquina?

Me giré al escuchar una voz que hablaba mi idioma.

Y entonces lo vi. No sé. No sé qué sentí en ese instante. No lo recuerdo con exactitud, pero sí memoricé tres cosas: que llevaba levantado el cuello de la cazadora, que olía a chicle de menta y que sus ojos eran de un gris azulado parecido al del cielo de Londres en uno de esos amaneceres plomizos, cuando el sol intenta abrirse paso sin éxito.

Ya está. Eso fue todo. No me hizo falta nada más para sentir un cosquilleo.

—Ojalá, pero de momento gana ella.

No funciona.

—Antes tienes que selecciona­r el tipo de billete.

—¿Dónde…, dónde debería elegirlo? —En la pantalla de inicio. Espera. Él se movió, situándose a mi lado. Pulsó los botones para regresar al menú principal y luego me miró. Y fue intenso. O eso sentí. Como cuando alguien te produce curiosidad sin que sepas por qué. O cuando te despierta un escalofrío inesperado.

—¿Adónde quieres ir? —preguntó. —Pues…, bueno, en realidad… — Nerviosa, me coloqué tras la oreja un mechón de cabello que había escapado de la coleta—. ¿Al centro?

—¿No lo tienes claro?

—¡Sí! ¡No! Quiero decir, no tengo alojamient­o esta noche y pensaba, ya sabes, aprovechar para conocer un poco la ciudad.

¿Qué zona me recomienda­s?

Apoyó un brazo en la máquina y enarcó las cejas.

—¿No tienes alojamient­o? —se interesó.

—No. He cogido el primer vuelo que salía.

—¿En plan a lo loco?

—Sí, justo así. Eso es.

—Y viajas sola…

—¿Cuál es el problema? —Ninguno. Yo también lo hago. —Bien, enhorabuen­a. En cuanto al billete…

—¿Cómo te llamas? —preguntó. —Ginger. ¿Y tú?

—Rhys.

Tenía un acento estadounid­ense marcado. Y era tan alto que hacía que me sintiese diminuta frente a él. Pero tenía «algo». Ese «algo» que a veces no podemos explicar con palabras cuando conocemos a alguien. No era porque fuese guapo o porque me sintiese perdida en aquella ciudad a la que acababa de llegar. Era porque podía leer en él cosas. Todavía no estaba segura de si esas cosas eran buenas o malas, pero, al mirarlo, la última palabra que me venía a la mente era «vacío», lo que, ironía de la vida, después averiguarí­a que era una de las cosas a las que Rhys más temía. Pero en ese momento aún no lo sabía. Entonces seguíamos siendo dos extraños mirándonos a los ojos frente a una máquina de billetes de metro.

—¿Tienes alguna sugerencia? —insistí.

Lo vi dudar, pero no apartó la vista. —Una. Podría enseñarte París. —Vale, antes de que esto se convierta en una situación incómoda, tengo que confesarte que acabo de dejarlo con mi novio. Y fue una relación larga, así que no me interesa conocer a nadie ni tampoco tener uno de esos líos de una noche…

Ojalá alguien me hubiese dicho lo idiota que estaba siendo en ese momento.

—Te he propuesto un tour por la ciudad, no por mi cama.

Se cruzó de brazos con una sonrisa burlona. Yo me sonrojé como si tuviese quince años.

—Ya, claro, pero, por si acaso… —Qué previsora.

—Lo soy. Intento serlo. En realidad, ¿sabes?, en este momento soy una mierda de previsora, pero estoy haciendo un esfuerzo por ordenar…, ordenar mi vida, todo.

Rhys no pareció asustarse ante la locura de aquel momento. Aquella debería haber sido la primera señal. Tendría que haberme dado cuenta al instante de que él sería diferente. Ahí tenía el momento clave mientras le hablaba sin parar, que era algo que solía hacer en cuanto me ponía nerviosa, y él tan solo se limitaba a escuchar, sonreír y asentir.

—… Ahora es todo un poco caótico, ¿entiendes? Esta situación. Mi vida. Puede que estar aquí, en medio de una ciudad desconocid­a, sea casi simbólico respecto a cómo me siento en realidad. Sinceramen­te, no sé por qué no te has largado ya.

—Me gustan las personas que hablan mucho.

—¿Para suplir tu mutismo? —Supongo. No lo había pensado. Era mentira. Más tarde descubrirí­a

“No lo recuerdo con exactitud, pero sí memoricé tres cosas: que llevaba levantado el cuello de la cazadora, que olía a chicle de menta y que sus ojos eran de un gris azulado parecido al del cielo de Londres en uno de esos amaneceres plomizos”.

que Rhys era un buen conversado­r, de esos que siempre hacían preguntas que el resto ni se planteaba, de los que podían pasarse noches en vela dándole vueltas a cualquier tontería sin llegar a aburrirse en ningún momento.

—La cuestión es que mi vuelo de vuelta sale por la mañana.

Él me miró con interés unos segundos, algo tenso.

—¿Quieres esa visita o no, Ginger? Recuerdo que en ese momento solo pude pensar: «¿Por qué dice mi nombre así?, ¿por qué lo pronuncia como si ya lo hubiese hecho antes otras muchas veces?». Me asustó y me gustó a partes iguales. Miento. Ganaba lo segundo en la balanza. Porque lo vocalizó casi con delicadeza y a mí nunca me había gustado mi nombre, porque llamarse «jengibre» no es que sea algo muy místico o romántico, pero dicho por Rhys sonó distinto. Mejor.

—Eres un desconocid­o —puntualicé. —Todos somos desconocid­os hasta que nos conocemos.

—Ya, pero… —Me lamí los labios, nerviosa.

—Vale, como quieras. —Se encogió de hombros.

Luego me deseó un buen viaje casi hablando contra el cuello de su chaqueta, se dio media vuelta y se dirigió hacia el túnel del metro que conducía a la salida.

Sopesé mi situación. Estaba perdida en París porque acababa de dejarlo con

“Pero Ginger era una de esas chicas que sí merecían ser inmortaliz­adas, y no porque fuese especialme­nte guapa o llamativa, sino por su mirada, por cómo curvaba los labios sin pensar”.

mi novio y me había parecido un acto muy rebelde y alocado comprar los primeros billetes que encontré, aunque fuese para un viaje de ida y vuelta en apenas unas horas, sin alojamient­o y con solo una mochila a mi espalda con unas bragas, unos calcetines de recambio y galletitas saladas (en serio). Pero lo cierto era que no sabía adónde ir. Y que no podía ignorar el leve cosquilleo que había sentido al escuchar su voz por primera vez.

Y no sé. Fue un impulso. Un tirón fuerte.

—¡Espera! —Él se paró—. ¿Adónde vamos?

—¿Vamos? —Volvió a girarse hacia mí.

—Ya sé que hace un minuto he dicho que no te conozco, pero creo que si te marchas ahora mismo…, te perseguiré. —Rhys alzó una ceja mirándome alucinado—. Es decir, sí, eso. Porque no sé dónde estoy y no me quedan datos en el móvil por culpa de esa tarifa horrible con la que me timó la teleoperad­ora, y… tengo la sensación de que si me quedo sola terminaré comida por un oso o lo que sea que ocurre en las ciudades en lugar de en el bosque cuando una se pierde. Ya sabes a qué me refiero. —No sé a qué te refieres. —Sonrió. —Vale, tú solo… no me abandones. —Vale. Y tú solo… déjate llevar. Asentí decidida mientras él se echaba a reír. Y lo seguí. Lo seguí sin pararme a pensar en nada más tras comprar un par de billetes, mientras nos adentrábam­os entre la gente para conseguir subirnos a un vagón del primer metro que pasó.

Entonces aún no sabía que mi vida iba a cambiar.

Que Rhys se convertirí­a en un antes y un después.

Que nuestros caminos se unirían para siempre.

2

RHYS

¿Qué estaba haciendo? No tenía ni puta idea.

Diez minutos antes había salido del metro dispuesto a ir a casa (si es que podía llamar «casa» a algún lugar), con la idea de calentarme unos tallarines chinos precocinad­os y comérmelos directamen­te de la caja mientras miraba la televisión sin prestar atención o leía algo con música de fondo.

Pero en cambio me encontraba allí, sentado en el vagón al lado de una chica que parecía más perdida que yo, algo difícil de imaginar, con nuestras piernas rozándose y aún sin decidir en qué parada bajar, porque estaba improvisan­do, como siempre.

—Me pone nerviosa no saber adónde vamos.

—Bajamos dentro de dos paradas — decidí sonriéndol­e.

A mí me ponía nervioso ella. De arriba abajo. Desde sus pies metidos en esas Converse rojas hasta su cabello castaño recogido en una coleta mal hecha. Quizá porque aún no le había colocado encima ninguna etiqueta. Ginger. Así se llamaba, me repetí mentalment­e. Y era una chica que estaba totalmente en blanco para mí. Supongo que porque parecía querer tenerlo todo bajo control, pero se había subido hacía unas horas a un avión sin pensárselo. ¿Qué lógica tenía eso? Ninguna. Tampoco la

sacudida inesperada que había notado al verla maldiciend­o delante de la máquina de los billetes. Tan bajita. Tan graciosa. Tan enfadada… Me recordó a uno de esos dibujos animados de los programas infantiles.

—¿De dónde eres exactament­e? —pregunté, porque era evidente que era inglesa, pero no sabía ubicar por su acento de qué zona. Tenía una voz suave, casi susurrante.

—De Londres. ¿Y tú? Déjame adivinarlo.

—Vale. —La miré burlón. —¿Alabama? —Negué—. Pues tienes acento sureño.

—Sube un poco más arriba. —Tennessee.

—Sí. De ahí.

—¿Y qué se te ha perdido en París? —No estoy aquí de forma indefinida. —¿Qué quieres decir con eso? —Levántate, es esta parada. Me puse en pie y ella me siguió hasta la puerta del metro que estaba abriéndose. Avanzamos entre la gente que iba y venía de un andén a otro y salimos a la calle. Hacía un frío punzante. Vi que Ginger se abrazaba a sí misma mientras echábamos a andar rápido con la esperanza de entrar en calor cuanto antes. A lo lejos se distinguía la Torre Eiffel. —¿Eso de ahí es lo que creo que es? Me miró sonriente. Y, no sé, pensé que era una sonrisa tan bonita que daban ganas de enmarcarla. Lo habría hecho si no odiase las fotografía­s. Pero Ginger era una de esas chicas que sí merecían ser inmortaliz­adas, y no porque fuese especialme­nte guapa o llamativa, sino por su mirada, por cómo curvaba los labios sin pensar, por esa pequeña contradicc­ión que distinguía dentro de ella, aunque aún no la conociese.

—Sí. Es uno de los lugares más típicos de París. Lo sé, soy un fracaso como guía turístico, pero, en mi defensa, solo tenemos unas horas. Quería que recordases esta imagen.

La del río Sena a nuestra izquierda mientras seguíamos andando bajo aquella noche sin estrellas y de luna llena. Recuerdo que solo pude pensar que había valido la pena cambiar los tallarines chinos por esa sonrisa que ella acababa de esbozar.

—Es precioso. Gracias.

—¿Has cenado?

—No. Creo que no como nada desde hace una eternidad.

Esta mañana me tomé un café, sí, pero luego ocurrió todo el drama al mediodía, y adiós a la normalidad. Se me cerró el estómago. Estoy volviendo a hacer eso de hablar demasiado, ¿verdad?

—Sí, pero me gusta.

Apartó la mirada un segundo. ¿Avergonzad­a? ¿Tímida? No lo supe. —Entonces, ¿vamos a comer algo? —Conozco un sitio que está cerca. —Bien, porque me muero de frío. —Deberías estar acostumbra­da viniendo de Londres.

—¿Nunca te han dicho que hay personas que jamás se acostumbra­n al frío? Pues esa soy yo. Porque da igual cuánto me abrigue, que use dos bufandas y tres pares de calcetines, sigo siendo un témpano de hielo. Cuando nos metíamos en la cama, Dean solía…

Se quedó callada de repente y sacudió la cabeza.

—¿Dean es el chico con el que acabas de dejarlo e ibas a decir que te calentaba los pies? —No pude evitar arrugar la nariz—. Eso es repugnante.

—¿Qué? ¡No! Es superromán­tico. —A mí me dan asco los pies. Ni siquiera puedo tocar los míos. Y tú tienes un concepto un poco raro sobre qué es superromán­tico.

—Vale, ¿sabes una cosa? No te conozco de nada. —Se echó a reír. Me encantó su risa, tan dulce, tan suave—. Así que no voy a tener muy en cuenta tu opinión sobre qué es romántico y qué no lo es, por no hablar de que pareces el típico tío que…, en fin…

Paré de caminar de golpe, aunque ya estábamos justo enfrente del local de comida al que iba a llevarla a cenar. Me quedé delante de ella, mirándola con gesto serio. Le sacaba casi dos cabezas de altura, así que alzó la barbilla con orgullo. Eso me gustó.

—¿No vas a terminar la frase? —Quizá me he precipitad­o —dudó. —Evidenteme­nte. Han pasado quince minutos desde que me has visto por primera vez, pero da igual, quiero saber qué im presión te he dado. Simple curiosidad. No te lo tendré en cuenta, lo prometo. ●

 ??  ?? Fragmento del libro Nosotros en la luna, (Planeta), © 2021, Alice Kellen. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Fragmento del libro Nosotros en la luna, (Planeta), © 2021, Alice Kellen. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico