Vanidades (México)

ANTES DE QUE SE ENFRÍE EL CAFÉ

Cuatro clientes son los protagonis­tas de una novela acerca del amor, así como del tiempo perdido y las oportunida­des que se encuentran por llegar.

- POR TOSHIKAZU KAWAGUCHI

Bueno, tengo que irme... —murmuró él, evasivo y, a continuaci­ón, se levantó y cogió la maleta de mano que llevaba. —¿Cómo? Ella lo miró con el rostro desencajad­o. En ningún momento él había pronunciad­o siquiera la sílaba «ru» de la palabra «ruptura». Pero sí que había sido él, con quien llevaba casi dos años de relación, el que la había citado en aquella cafetería con el pretexto de tener «algo importante» que decirle. No solo le comunicó su repentino traslado a Estados Unidos por temas de trabajo, sino que después se fue sin ni siquiera pronunciar la sílaba «ru» de la palabra «ruptura», pero dándole a entender que ese «algo importante» significab­a que rompían. Sin embargo, ella se había imaginado que ese «algo importante» era una propuesta de matrimonio.

—¿Qué? —respondió él balbuceant­e con otra pregunta y sin mirarla a los ojos.

—¿No piensas darme ninguna explicació­n? —le exigió ella con un tono enfadado por primera vez.

La cafetería en la que estaban teniendo esta conversaci­ón se encontraba en un sótano, por lo tanto no había ventanas. Estaba iluminada con seis lámparas de techo, tenía las paredes pintadas de color sepia y, cerca de la entrada,

había una única lámpara de pared. Por eso, la única manera de saber si era de día o de noche allí dentro era mirando el reloj.

En el interior de esa cafetería había tres relojes de pared grandes y antiguos. Sin embargo, sus manecillas marcaban horas distintas. Los clientes que entraban allí por primera vez no sabían si aquello estaba hecho a propósito o si, sencillame­nte, los relojes no funcionaba­n bien. Así que, al final, acababan mirando la hora en el suyo.

Y eso mismo fue lo que hizo él. Consultó el reloj de pulsera e hizo una pequeña mueca con el labio inferior a la vez que se rascaba encima de la ceja derecha.

—¡Oye! ¿Se puede saber qué has querido decir con esa mueca? —preguntó ella de muy mal humor al ver aquella expresión en su rostro.

—No he hecho nada —respondió él vacilante.

—¡Claro que sí! —exclamó ella absolutame­nte impotente.

—Mmm...

Él volvió a hacer una segunda mueca con el labio inferior y a continuaci­ón se quedó mirándola a los ojos sin articular palabra.

—¿Así es como piensas decírmelo? —le preguntó ella enfadada ante una actitud tan cobarde.

Ella apartó la mirada, observó que el café se le había enfriado y lo alcanzó con la mano. No era más que un café frío que ya tenía azúcar, pero el hecho de que hubiera dejado de estar caliente hizo que su estado de ánimo decayera todavía más.

El chico miró el reloj de pulsera por segunda vez. La hora de embarque se acercaba y ya debería haber salido de la cafetería. Sin poder conservar la compostura, volvió a rascarse la ceja derecha. Al ver que estaba tan preocupado por la hora, ella perdió la paciencia y soltó la taza con brusquedad. Como lo hizo con demasiada fuerza, la taza y el platillo emitieron un chasquido muy sonoro al caer que le sobresaltó.

Se toqueteó el pelo con la misma mano con la que había estado rascándose la ceja derecha. A continuaci­ón, respiró hondo y se sentó en la silla de enfrente de la chica con lentitud. Ya no mostraba aquella actitud vacilante que lo había caracteriz­ado hasta ese momento.

Al percibir que algo había cambiado en el ambiente, ella lo miró perpleja y, después, apartó la mirada y la clavó en la mano que tenía apoyada sobre el regazo.

Él estaba preocupado por la hora, así que no esperó a que ella volviera a alzar la cabeza.

—Mira... —empezó a decir.

Ya no tenía esa voz temblorosa que lo hacía difícil de entender, sino que en su tono había firmeza.

Sin embargo, ella lo interrumpi­ó sin dejarle acabar la frase:

—¿Por qué no te vas? —soltó cabizbaja sin pensarlo.

Era ella la que había pedido explicacio­nes, pero ahora las estaba rechazando abiertamen­te. Aquella reacción lo pilló despreveni­do y se quedó pasmado, como si el tiempo se hubiera detenido.

—Se te está haciendo tarde, ¿no? —insistió ella como si fuera una niña pequeña enfadada.

Él se quedó perplejo, incapaz de entender qué sentido tenía aquello. Incluso ella misma se debió de dar cuenta de que había hablado con un tono infantil porque, a continuaci­ón, apartó la mirada avergonzad­a y se mordió el labio.

Sin hacer el menor ruido, él se levantó de la silla y llamó la atención de la camarera que había en la barra con un hilillo de voz:

—La cuenta, por favor.

Él cogió el recibo, pero ella se lo quitó de las manos.

—Déjamelo, yo me quedo.

Con esa frase quería decir que ya pagaba ella, pero el chico, cansado, le arrebató la cuenta y se dirigió hacia la caja. —Cóbrelo todo junto.

—Que no —murmuró ella desde la silla, y a continuaci­ón alargó la mano hacia el chico.

Sin embargo, él no hizo siquiera el ademán de mirarla y sacó un billete de mil yenes de la cartera.

—Quédate con el cambio —le dijo a la camarera entregándo­le el billete con la cuenta y, por un instante, se volvió hacia ella con un aire de tristeza en el rostro y, sin decir nada más, se fue arrastrand­o la maleta de cabina.

¡Tolón, tolón!

En el interior de esa cafetería había tres relojes de pared grandes y antiguos. Sus manecillas marcaban horas distintas. Los clientes que entraban no sabían si aquello estaba hecho a propósito o si, sencillame­nte, los relojes no funcionaba­n bien.

—Ya hace una semana de eso —dijo Fumiko Kyokawa, y a continuaci­ón respiró lentamente, deshinchán­dose como un globo, y se reclinó sobre la mesa con flojera; por suerte, no golpeó la taza de café que tenía enfrente al hacerlo.

La camarera y la clienta sentada en la barra, que hasta ese momento habían escuchado en silencio la historia de Fumiko, se miraron.

Al parecer, les acababa de relatar con todo tipo de detalles lo que le había sucedido hacía una semana en esa misma cafetería.

Fumiko en su época de estudiante de secundaria ya dominaba seis idiomas, que había aprendido de forma autodidact­a; luego se había graduado en la prestigios­a Universida­d de Waseda con las mejores notas de su promoción, había entrado a trabajar en una gran empresa de informátic­a en Tokio especializ­ada en sistemas de salud y, tras dos años allí, ya dirigía varios proyectos. Es decir, Fumiko era una mujer con una exitosa carrera profesiona­l.

Sin lugar a dudas, aquel día había ido a la cafetería directamen­te desde el trabajo, porque vestía una camisa blanca, un abrigo negro, medias y un traje de chaqueta normal y corriente.

Sin embargo, en ella no había nada de normal y corriente. Parecía una idol: tenía los rasgos marcados, los labios finos y llevaba una preciosa media melena negra y brillante que la dotaba de un aura luminosa como la de un ángel. Incluso con la ropa puesta, era bastante fácil imaginarse sus extraordin­arias

La mujer del rulo se llamaba Yaeko Hirai. Aquel año acababa de cumplir los treinta, vivía en el barrio y era una de las clientas habituales de la cafetería. No había día en que no pasara por allí a tomarse un café.

proporcion­es. Como si se tratara de una modelo salida de una revista, su belleza atraía las miradas de todo el mundo.

Fumiko era una de esas mujeres que están dotadas de verdad tanto de inteligenc­ia como de belleza. No obstante, ella no tenía precisamen­te esa percepción de sí misma, pues vivía entregada a su trabajo. Por supuesto, no se podía decir que no hubiera salido nunca con ningún chico. Simplement­e, lo que más la atraía era el trabajo. Le gustaba hasta tal punto que tan solo con eso ya se sentía plena.

«Mi trabajo es mi pareja», había dicho a multitud de hombres rechazándo­los a modo de presentaci­ón, como quien se sacude el polvo de encima.

Su pareja, Gorō Katada, era ingeniero de sistemas y trabajaba en una empresa no demasiado grande que, al igual que la de Fumiko, estaba especializ­ada en el ámbito sanitario. Tenía tres años menos que Fumiko y empezaron a salir hacía dos años, después de que ambos hubieran coincidido en un proyecto de trabajo. Bueno, en realidad, ya no estaban juntos.

Cuando Gorō quedó con Fumiko hacía una semana con el pretexto de que tenía «algo importante» que decirle, ella se había plantado en el lugar de la cita ataviada con un elegante vestido por debajo de las rodillas de color rosa pálido, un abrigo de entretiemp­o beige y unas bailarinas blancas. Huelga decir que, por supuesto, los hombres con los que se encontraba por la calle no podían evitar clavar la mirada en ella. Sin embargo, hasta que conoció a Gorō en el trabajo, Fumiko no había llevado nunca otro tipo de ropa que no fuera un traje. También a las citas con Gorō solía ir vestida así, puesto que a menudo se veían después del trabajo. Pero, como le había dicho que tenía «algo importante» que comunicarl­e, Fumiko había decidido ponerse un vestido especial. Se había hecho ilusiones con lo que podría pasar en la cita, así que se había comprado ropa para la ocasión. Por desgracia, en la romántica cafetería en la que se habían citado, encontraro­n un cartel que indicaba que el local estaba cerrado temporalme­nte. Como en ese establecim­iento todas las mesas estaban en reservados, Fumiko había supuesto que era un lugar perfecto para mantener una conversaci­ón sobre «algo importante» y, de hecho, Gorō también había parecido decepciona­do al encontrarl­o cerrado. Como no podían hacer nada al respecto, se habían puesto a buscar otro local que fuera apropiado para la ocasión hasta que, en un callejón por el que transitaba poca gente, habían visto el letrerito de una cafetería. Como esta se encontraba en un sótano, no tenían ni idea de cómo sería el ambiente, pero, cautivados por el nombre, que citaba la letra de una canción de cuando eran niños, habían decidido darle una oportunida­d.

Al entrar en la cafetería, Fumiko se había arrepentid­o de inmediato. Era más pequeña de lo que se imaginaba. En el interior del local había una barra con tres asientos y tres mesas con dos sillas. Es decir, bastaban tan solo nueve personas para llenar el local. Aquella «importante» conversaci­ón que había suscitado tantas expectativ­as en Fumiko, si no la tenían en voz muy baja, podrían oírla el resto de los clientes. Además, las pocas lámparas que iluminaban el local y el color sepia de las paredes no eran de su agrado. Un lugar para negocios turbios.

Esa fue la primera impresión que había tenido Fumiko de la cafetería.

Mientras observaba el local con mirada escrutador­a, se habían sentado con timidez en una de las mesas para dos que estaba libre. En el interior de la cafetería había tres clientes y la camarera. En la mesa más alejada había una mujer con un vestido blanco de manga corta que leía un libro tranquilam­ente; en la que había al lado de la entrada, un hombre sin ningún tipo de atractivo estaba escribiend­o unas notitas con informació­n que extraía de una revista de viajes abierta. La mujer sentada en la barra llevaba una camisola de color rojo intenso y unas mallas verdes. En el respaldo de la silla tenía colgado un sobretodo de quimono y llevaba un rulo en el pelo. Por alguna razón, la mujer esbozó una sonrisa al ver a Fumiko y a Gorō. Asimismo, de vez en cuando, mientras los dos jóvenes hablaban, la mujer le decía algo a la camarera, que se encontraba al otro lado de la barra y se reía a carcajada limpia.

—Ya entiendo —comentó la mujer del rulo al oír la explicació­n de Fumiko.

Aunque, en realidad, no comprendía nada. Simplement­e pronunció esa muletilla en una pausa de la historia para dar a entender que la escuchaba.

La mujer del rulo se llamaba Yaeko Hirai. Aquel año acababa de cumplir los treinta, vivía en el barrio y era una de las clientas habituales de la cafetería. No había día en que, antes de ir al trabajo, no pasara por allí a tomarse un café. Aquel en concreto también llevaba el rulo, pero vestía prendas distintas que la semana anterior. Llevaba un top amarillo con los hombros totalmente al descubiert­o, una minifalda de color rojo intenso y unas mallas de un vívido color lila. Hirai escuchaba la historia de Fumiko sentada con las piernas cruzadas.

—Esto ocurrió hace una semana. Os acordáis, ¿verdad? —le preguntó Fumiko a la camarera mientras se ponía de pie y se acercaba a la barra.

—Sí, bueno... —respondió la camarera con expresión de perplejida­d y sin mirarla a los ojos.

La camarera se llamaba Kazu Tokita. Kazu era la prima del dueño de la cafetería y compaginab­a el trabajo con los estudios universita­rios de Bellas Artes. Tenía un rostro bello, la tez clara y los ojos almendrado­s, pero ningún otro rasgo caracterís­tico. Aunque estuvieras delante de ella, si cerrabas los ojos olvidabas rápidament­e qué tipo de cara tenía. En pocas palabras, pasaba desapercib­ida. Parecía que no estuviera presente. A Kazu no le gustaba interactua­r con el resto de las personas y, debido a eso, tenía pocos amigos, aunque nunca la había preocupado.

—¿Y qué ha sido de él? ¿Dónde está ahora? —preguntó Hirai con desinterés mientras jugueteaba con su taza de café.

—En Estados Unidos —respondió Fumiko, y a continuaci­ón hinchó las mejillas.

—Es decir, que ha escogido el trabajo —dijo Hirai yendo al grano sin mirar a Fumiko a la cara.

—¡No es eso! —negó Fumiko agrandando los ojos.

—¿Perdón? ¡Claro que sí! Se ha marchado a Estados Unidos, ¿no? —replicó Hirai con cara de estupefacc­ión.

—¿Es que no has entendido lo que acabo de contar? —objetó Fumiko con mucha desesperac­ión.

—¿El qué?

—¡Que me venció el orgullo y no le pedí que se quedara!

—Pues si tú misma lo reconoces — dijo Hirai a la vez que se echaba hacia atrás con tanto ímpetu que casi se cayó de la silla.

Fumiko hizo caso omiso de la reacción de la mujer del rulo.

—Tú me comprendes, ¿no? —le preguntó entonces a Kazu en busca de apoyo.

Esta se mostró pensativa durante unos segundos.

—Es decir, ¿que en realidad no querías que se fuera a Estados Unidos? —replicó Kazu yendo también directa al grano. —Claro, eso es, pero...

Hirai observó a Fumiko con regocijo ante su dubitativa respuesta.

—No te entiendo —la interrumpi­ó esta cortante.

Segurament­e, si Hirai hubiera estado en el lugar de Fumiko, se habría puesto a llorar y a gritarle que no se fuera. Aunque, por supuesto, habrían sido lágrimas de cocodrilo porque, según la teoría de Hirai, llorar es un arma de mujer.

Con los ojos brillantes, Fumiko volvió la mirada hacia Kazu, que estaba al otro lado de la barra.

—Sea como fuere, ¡haz que vuelva atrás a ese día de hace una semana, por favor! —imploró Fumiko con un semblante serio. ●

 ??  ?? Fragmento de Antes de que el café se enfríe, de Toshikazu Kawaguchi © 2021, Penguin Random House Grupo Editorial. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House Grupo Editorial.
Fragmento de Antes de que el café se enfríe, de Toshikazu Kawaguchi © 2021, Penguin Random House Grupo Editorial. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House Grupo Editorial.

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