Vanidades (México)

LOS CIEN AÑOS DE LENNI Y MARGOT

- MARIANNE CRONIN

Me arrastré hasta su mesa. —Me llamo Lenni —le dije tendiéndol­e la mano. Ella dejó el carboncill­o y me la estrechó. —Un gusto conocerte, Lenni. Yo me llamo Margot. —Me dejó restos de carboncill­o en el dorso de la mano—. Gracias. Me hiciste un gran favor.

—No hay de qué —respondí yo—. En realidad no fue nada.

—Sí fue algo —replicó ella—. Sí lo fue. Ojalá pudiera agradecért­elo de verdad, pero lo único que tengo ahora a mi nombre son varias pijamas y un pastel de frutas a medio comer. —Me hizo un gesto para que me sentara—. ¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó, y supe que se refería a la Sala Rose, pero creo que es preferible ser honesta y le dije la verdad.

—Dicen que voy a morirme. —Nos quedamos calladas mientras Margot observaba mi cara.

Me pareció que no se lo creía—. Esperanza de vida reducida —dije.

—Pero si eres muy...

—Joven, ya lo sé.

—No, eres muy...

—¿Desgraciad­a?

—No —contestó ella mirándome todavía como si no se lo creyera—. Eres muy alegre.

Pippa vino a nuestra mesa y nos dejó unos pinceles.

—Bueno, ¿de qué están cuchichean­do aquí?

—De la muerte —respondí yo.

La arruga que esta palabra abrió en la frente de Pippa me convenció de que tiene que hacer unos cuantos cursillos fuera del hospital para aprender a relacionar­se con los muertos y los moribundos. Porque no va a durar mucho trabajando aquí si ni siquiera puede soportar oír la palabra. Se agachó junto a la mesa y agarró uno de los pinceles. —Es un tema muy fuerte —dijo finalmente.

—No pasa nada —contesté—. Me pasé un día entero haciendo el rollo ese de las siete etapas del duelo y las superé todas de una sentada.

Pippa presionó las cerdas secas del pincel sobre la mesa y se abrieron en un perfecto abanico circular.

Cuando iba a primaria en Örebro, un día arranqué sin querer la esquina de una página de un libro de texto. Con un niño cuyo nombre no recuerdo, nos pusimos a jugar a ver quién podía pasar todas las páginas del libro más deprisa. Yo empecé a pasarlas a toda velocidad y arranqué una esquina de cuajo. La maestra me gritó y, quizá porque no parecía lo bastante arrepentid­a, me envió a la oficina de la directora. Me sentí como si me hubieran mandado a la policía. Estaba segura de que se lo iban a contar a mis padres y que me castigaría­n para siempre. Me empezaron a sudar las manos. Incluso caminar por el pasillo en dirección a la oficina de la directora mientras todos mis compañeros estaban en clase me hizo sentir mal, como si estuviera en un sitio en el que no debería estar.

La directora era una mujer fornida, teñida de rubio platino, con los labios en permanente rictus de desagrado y embadurnad­os con un carmín de aspecto grasiento. Me la imaginé gritándome y me costó muchísimo no echarme a llorar. Cuando llegué a su oficina, estaba reunida y la secretaria me dijo que esperase en una de las sillas verdes junto a la puerta. Un niño varios años mayor que yo llamado Lucas Nyberg estaba sentado en la silla de la izquierda.

—¿Te castigaron? —me preguntó (aunque por supuesto lo hizo en sueco).

—Sí —respondí, y noté que la barbilla empezaba a temblarme.

—A mí también —dijo él antes de dar una palmada en la silla que tenía al lado.

No parecía asustado ni perplejo por estar castigado junto a la puerta de la oficina de la directora. Si acaso, parecía orgulloso de sí mismo.

Al sentarme a su lado, me sentí aliviada. Era reconforta­nte saber que no era la única que se había metido en un lío. Lucas y yo compartíam­os suerte y me sentí mucho mejor que si hubiera tenido que ir sola.

Y así fue exactament­e como me sentí cuando Margot decidió romper el hielo, inclinarse hacia mí y susurrarme: —Yo también me estoy muriendo.

Por un instante, miré los ojos azules y brillantes de Margot y sentí que íbamos a ser algo así como compañeras de celda.

—Si lo piensas bien —dijo Pippa dejando por fin el pincel sobre la mesa—, no estás muriéndote.

—¿Ah, no?

—No.

—Entonces ¿puedo irme a mi casa? —pregunté. —Lo que quiero decir es que no te estás muriendo en este mismo instante. De hecho, ahora mismo estás viviendo. —Margot y yo la miramos mientras ella trataba de explicarse—. Tu corazón late, tus ojos ven y tus oídos oyen. Estás sentada en esta aula y estás completame­nte viva. De modo que no te estás muriendo. Estás viviendo. —Incluyó entonces a Margot—. Ambas están viviendo.

De modo que Margot y yo, ambas vivas, permanecim­os sentadas en silencio en la Sala Rose y pintamos estrellas. Cada una tenía un pequeño lienzo cuadrado cuyos bordes me olvidé de pintar, lo que más tarde me molestaría cuando Pippa los colgó en la pared. La estrella de Margot estaba pintada sobre un fondo azul índigo y la mía sobre un fondo negro. La suya era simétrica y la mía no. Y en silencio, mientras ella perfilaba su estrella amarilla con pintura dorada, tuve una sensación que no había tenido jamás con nadie. Que tenía todo el tiempo del mundo. Que no tenía que darme prisa en contarle nada, que podíamos estar juntas y en silencio.

Cuando era pequeña me gustaba dibujar. Tenía una lata vieja de leche infantil llena de lápices de colores y una mesa de plástico donde trabajar. Y por lamentable que fuera el dibujo, siempre apuntaba mi nombre y edad en la esquina. Habíamos ido de excursión a una

galería de arte y nuestra maestra nos había señalado todos los nombres en las esquinas inferiores de las láminas. Tuve la idea de que, como era una niña de gran talento, quizá un día mis cuadros también se expondrían en una galería. Por lo tanto, tenía que apuntar mi nombre y la fecha. Que sólo tuviera cinco años y tres meses cuando dibujé un dálmata deforme copiado de la carátula de una cinta de video no haría sino multiplica­r la admiración del mundo del arte por mi talento. Recordaría­n a grandes pintores que no habían sido capaces de hacerse dueños de su talento hasta los veinte o treinta años de edad y entonces dirían: «Pero Lenni Pettersson sólo tenía cinco años y tres meses cuando creó esta obra. ¿Cómo es posible que a esa edad ya fuera tan buena?». Rindiendo tributo a mi propia vanidad, debajo de la estrella que había pintado escribí en amarillo y empleando el pincel más fino que encontré Lenni, diecisiete años. Al verlo, Margot hizo lo mismo y escribió: Margot, ochenta y tres años. Y entonces las pusimos una al lado de la otra, las dos estrellas frente a la oscuridad.

Los números no me dicen nada. Me traen sin cuidado las divisiones largas o los porcentaje­s. No sé cuánto mido o cuánto peso, y no recuerdo el número de teléfono de mi padre, aunque antes sí me lo sabía. Prefiero las palabras. Las deliciosas y gloriosas palabras.

Pero había dos números ante mí que sí me importaban y seguirían haciéndolo durante el resto de los días que me quedaran.

—Entre las dos —dije en voz baja—, tenemos cien años.

Lenni conoce a sus condiscípu­los

Varios días después apareció una porción de pastel de frutas en mi buró.

El pastel de frutas no me encanta especialme­nte. Cuando las pasas me estallan en la boca, pienso que la sensación al masticar cochinilla­s debe de ser la misma. Al principio son duras, pero luego las revientas, se derrama un líquido dulce y lo único que te queda en la boca es una funda que parece de piel.

Pero a pastel regalado no le mires el diente.

Pensé en Margot mientras comía.

Entre las dos, hemos vivido cien años. Supongo que es todo un logro.

Lo pensé en el mismo instante en que la enfermera nueva entró sofocada en la Sala Rose y se dio con la cadera en una de las mesas que hay junto a la puerta. La enfermera nueva me había susurrado que había encontrado al padre Arthur sentado en mi cubículo, solo. Me dijo que en teoría no debía estar en la Sala Rose y que, en teoría, si no volvía inmediatam­ente, iba a tener problemas. Lo cual fue un detalle por su parte. Para la enfermera nueva, tener problemas era que Jacky te gritara a la cara. De todos modos, tener problemas no tiene el mismo significad­o cuando llevas ropa de dormir en pleno día y has bautizado la vía que te embute el alimento por la vena. Eso es mucho más que tener problemas. Y yo de hecho tengo un problemón.

Aun así, le hice caso. Porque lo mejor es dejar a la gente con ganas de más. El lío en el que me había metido no tuvo demasiada importanci­a. Escuché atentament­e el sermón de Jacky y, al final, me obligó a prometerle que dejaría de rebelarme. O de revelarme. No me dijo con qué letra lo había pensado.

La cortina que rodeaba mi cama se descorrió justo cuando estaba sacudiendo las sábanas para tirar las últimas migajas del pastel de frutas.

—Buenos días, Lenni —me saludó Paul, el celador, con una sonrisa—. ¿Has visto más arañas últimament­e?

Cuando le contesté que no, señaló con un gesto mi buró.

—Van a sustituir todos estos burós durante los próximos meses porque no tienen bastante peso en la base.

—Respondí asintiendo porque aquello me aburría soberaname­nte—. ¿Puedo? —preguntó.

Tiró del cajón superior. Tiró con más fuerza y empezó a sacudirlo. Las rosas de seda amarillas que me había regalado la becaria se movían como si les hubiera dado un tembleque. Finalmente, tirando con las dos manos, consiguió abrirlo y de su interior salió revolotean­do una cuartilla.

—¿Una carta de amor? —preguntó.

—Por supuesto —contesté—. Voy a guardarla con las demás.

Paul tomó el papel y, sin poder ocultar en su rostro la opinión que le merecía, me lo enseñó.

«El perdón: la luz del Señor», se leía impreso en caracteres sinuosos sobre una foto pixelada de una paloma en un cielo encapotado en el que un rayo de sol

se abría paso entre las nubes. Debajo venían impresos los horarios de las misas del sacerdote y, debajo de éstos, garabatead­o en tinta azul de estilográf­ica, se leía:

Lenni, antes de que me lo preguntes, esta octavilla del perdón no la imprimí especialme­nte para ti. Sólo es una casualidad. Siempre estoy aquí si necesitas charlar.

Arthur Hasta su dirección de correo era algo trágica: .

Cuando levanté la vista, Paul sonrió. De haber tenido yo diez años más y haber podido obviar sus tatuajes deformes, creo que Paul el celador y yo habríamos hecho muy buena pareja. Rarita pero linda. La clase de pareja que, cuando la ves, piensas: «¿Cómo se juntaron estos dos?». Cerró el cajón con fuerza, apuntó algo en su portapapel­es y echó un suspiro.

—Cuídate, ¿ok? —dijo, como si eso dependiera en alguna medida de mí.

Esa tarde, o varias semanas más tarde (imposible saberlo a ciencia cierta), la enfermera nueva vino a recogerme para mi primer viaje inmaculado y totalmente legal a la Sala Rose. Iba a conocer a gente de mi edad, chavos a los que Pippa me había descrito en una ocasión anterior como mis «condiscípu­los». La verdad es que no sabía a qué se refería en realidad con eso, pero me imaginé a un grupo de gente disciplina­da, más importante o dedicada que yo, que se empeñaría en someterme a su disciplina.

La Sala Rose estaba casi vacía cuando entré, y el cielo, visto a través de las ventanas, no tenía ningún color. Ni era gris, ni blanco, sólo una cosa indefinida que colgaba sobre nuestras cabezas.

—Buenas tardes a todos —dijo Pippa echándome una sonrisa disimulada cuando vio que me sentaba sola en mi mesa habitual—. Me llamo Pippa y ésta es la Sala Rose. Las reglas son muy sencillas: si derraman algo, lo limpian con una toallita de papel. Prohibido darse las manitas y prohibido hacer payasadas. Pueden pintar lo que les dé la gana, pero tengo algunas cosas que pueden servirles de inspiració­n y a veces nos centraremo­s en un tema en concreto. Por ejemplo, el tema de esta semana son las hojas. —Tomó entonces un cesto lleno de hojas secas—. Si se sienten mal o necesitan atención médica, por favor, avísenme y... ¿creo que nada más? —Pippa tiene la costumbre de entonar como una pregunta el final de todas sus frases. Cuando lo hace, me dan ganas de tranquiliz­arla.

Sólo había otros tres alumnos ese día. Y yo era la única en pijama.

En la mesa junto a la ventana, dos chicas de mi edad, vestidas con ropa de calle normal y con una reluciente capa de maquillaje, se reían de algo que estaban viendo en el celular de la más reluciente de las dos. Frente a ellas había un chico mayor. Era fortachón y llevaba unos pantalones deportivos y una camiseta a juego que parecía mugrosa y cara al mismo tiempo. Tenía la pierna enyesada y la apoyaba en una silla que tenía al lado. Alguien le había pintado en el yeso un pene gigantesco con un rotulador negro.

Pippa pidió a las chicas que guardasen los teléfonos. Los pusieron boca abajo sobre la mesa, para que las pantallas quedaran ocultas, pero no los guardaron. Ni siquiera se dieron por aludidas cuando Pippa puso las hojas y las pinturas en su mesa.

El chico rehusó con un gesto de cabeza la hoja que Pippa le ofreció, sacó una pluma del bolsillo y empezó a dibujar.

Finalmente, Pippa se acercó a mi mesa.

—¿Una hoja? —preguntó.

Al ver que yo asentía, dejó una delante de mí. Estaba examinándo­la, girando su crepitante ser para decidir qué parte iba a dibujar, cuando me percaté de que Pippa no se había movido. Me dijo algo moviendo sus labios. —¿Qué? —pregunté.

Se inclinó hacia delante y volvió a esbozar la frase con los labios. Me pareció entender «Ve con ellos». —¿Qué? —volví a preguntar.

—Habla con ellos —susurró.

 ??  ?? Fragmento del libro Los cien
años de Lenni y Margot, de Marianne Cronin, ©2020.
Editorial: Planeta, ©2021. Traducción: Albert Fuentes. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Fragmento del libro Los cien años de Lenni y Margot, de Marianne Cronin, ©2020. Editorial: Planeta, ©2021. Traducción: Albert Fuentes. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico