NO DESISTAS
Paulo Coelho, autor de Veronika decide morir, comparte en exclusiva para Vanidades, un episodio oscuro de su vida, que lo llevó a vencer el miedo incluso cuando sus sueños parecían una locura. Su historia nos inspira a creer que es posible transformar la
Paulo Coelho, en exclusiva, comparte un episodio duro de su vida.
Entré a una habitación pequeña. Había una cama, un cobertor de goma y un aparato con una manija en la cabecera.
—Así que me va a aplicar la electroterapia —le dije al Dr. Gaspar.
—No se preocupe. —Es más traumático verlo que soportarlo. No duele nada —me respondió.
El enfermero me puso en la boca una especie de tubo, para impedir que se me enrollara la lengua y me colocó en las sienes dos cables.
Escuché el sonido de la manija que giraba. Me pareció que una cortina caía frente a mis ojos; la visión se concentró en un solo punto, y todo quedó a oscuras. El médico tenía razón: no dolía nada”.
Esta escena no es parte de mi libro Veronika decide morir: la escribí en mi diario, en mi segunda internación en un hospital para enfermos mentales. Era 1966. En Brasil comenzaba la dictadura militar (1964-1989) y, por una reacción natural del mecanismo social, la represión externa empezaba a transformarse en una represión interna. Mientras tanto, era inadmisible que las buenas familias de clase media aceptaran que sus hijos o nietos fueran ‘artistas’... palabra sinónimo de homosexual, comunista, drogadicto y vagabundo.
MUNDOS MUY DISTINTOS
A los 18 años creía que el mundo de mis padres y el mío podían convivir de manera pacífica. Procuraba sacar buenas notas en el colegio jesuita, y por las tardes trabajaba. Pero al llegar la noche vivía mi verdadero sueño: “ser artista”. Como no sabía por dónde empezar, el único modo fue unirme a un grupo de aficionados al teatro. Aunque no me imaginaba como actor profesional, al menos estaría entre personas con las que tenía afinidades.
Lamentablemente, mis padres no creían en la convivencia de dos mundos extremos. Entonces, al despertarme una mañana, después de cierta noche en que llegué a casa borracho, vi que dos enfermeros musculosos estaban observándome.
—Vendrás con nosotros —me dijo uno de ellos.
Mi madre lloraba; mi padre intentaba esconder sus emociones.
—Es por tu bien, te harán análisis —me decía él. Así comenzó mi peregrinación por los hospitales psiquiátricos. Me internaban y daban tratamientos, huía en la primera oportunidad, viajaba hasta que no daba más, volvía a la casa de mis padres. Vivíamos un periodo de luna de miel, volvía a la escuela, me rodeaba de gente que mi familia
creía ‘malas compañías’, y aparecían los enfermeros.
En la vida hay luchas que tienen sólo dos resultados posibles: o nos destruyen, o nos hacen más fuertes. El hospital psiquiátrico fue una de ellas.
Cierta noche, mientras conversaba con otro interno, le dije:
“¿Sabes qué? Creo que todo hombre sueña con ser presidente. Ni tú ni yo podemos aspirar a eso, por nuestra biografía”.
“Entonces no tenemos nada que perder”, me respondió. “Hagamos lo que se nos ocurra”.
Sentí que tenía razón. Mi situación era inusitada y conllevaba un aspecto desconocido: la libertad total. El esfuerzo que mis padres hicieron para que fuera igual a todos dio el resultado opuesto: ahora era una persona distinta de mis congéneres.
Aquella noche analicé mi futuro. Una alternativa era ser escritor. La otra, más viable, era volverme, definitivamente, loco. El Estado sustentaría mis gastos, y yo no necesitaría trabajar ni a asumir responsabilidad alguna. Claro, tendría que pasar muchos días en un asilo para enfermos mentales, pero por experiencia propia sabía que los internos no se comportaban como los locos de las cintas de Hollywood; a excepción de los casos patológicos de catatonía o esquizofrenia, los demás eran capaces de hablar sobre la vida y hacer apreciaciones de singular originalidad. De vez en cuando tenían ataques de pánico, depresión o agresividad.
El peligro que corrí en el hospital psiquiátrico no fue perder la posibilidad de ser presidente o el hecho de considerarme víctima de una injusticia por parte de mi familia, porque en mi corazón entendía que las internaciones eran un acto desesperado de amor, de sobreprotección. El gran peligro fue considerar que mi situación era normal.
Cuando salí por tercera vez… ya tenía casi 20 años y me acostumbré a ese ritmo. Pero algo cambió. A pesar de frecuentar ‘malas compañías’, mis padres se resistían a internarme; sin que lo supiera, ellos se convencieron de que era un caso perdido y preferían aguantarme.
UN SUEÑO POSIBLE
Estaba cada vez más agresivo, pero la internación no llegaba. Hubo un periodo de alegría, cuando ejercí mi supuesta libertad para vivir mi vida de ‘artista’. Abandoné el empleo que me consiguieron, dejé de estudiar, me dediqué al teatro y a los bares de intelectuales. Durante un año fui apenas lo que quise hasta que la policía política disolvió el grupo de teatro y empezó a controlar los bares; los editores rechazaban mis cuentos; mis amigas no tenían interés en enamorarse de mí... porque era un joven sin futuro ni carrera definida que ni siquiera había ingresado a la universidad.
Y una mañana destruí mi habitación. Era un modo de decir, sin palabras: “¿Es que ustedes no entienden que no puedo estar afuera? ¡No podré trabajar y tampoco realizar mi sueño; ustedes tienen razón! ¡Soy loco, y quiero volver al hospicio!”.
Cuánta ironía nos reserva el destino... Cuando terminé de destruir mi habitación y vi —con alivio—que llamaban por teléfono al hospital psiquiátrico, resultó que el médico que me atendía estaba de vacaciones. Mandaron a un médico reemplazante y dos enfermeros. Él me vio sentado en medio de una pila de libros rotos y discos partidos, y les pidió a mis padres y a los enfermeros que salieran. —¿Qué es todo esto? —me preguntó.
No le respondí. Un loco debe comportarse como alguien que está ausente de la realidad.
—Déjate de pavadas —dijo. —Leí tu historia clínica, y de loco no tienes nada. No te voy a internar.
Salió, me recetó calmantes y les dijo a mis padres
que sufría el “síndrome de la internación”: personas normales que en algún momento vivieron una situación anormal —como depresión, pánico, etc.— y que usan ese malestar como la única alternativa de vida. O sea, que eligen estar enfermos, porque ser ‘normales’ da mucho trabajo. Mis padres escucharon el consejo, y jamás volvieron a internarme.
A partir de entonces nunca se me volvería a ofrecer la comodidad de la locura. Tuve que lamerme mis propias heridas, perder algunas batallas, ganar otras, desistir muchas veces de mi sueño imposible, aceptar empleos burocráticos, hasta que un día largué todo por enésima vez, me fui de peregrinación a Santiago de Compostela, y entendí que no podría negarme a enfrentarme con mi destino: “ser artista”. En mi caso, ser un escritor. Entonces, a los 38 años, decidí escribir mi primer libro, y arriesgarme a la lucha que inconscientemente había temido: pelear por un sueño.
Conseguí un editor, y este libro (El peregrino de Compostela, sobre mi experiencia) me llevó a escribir El alquimista, que me llevó a otros libros y a publicar traducciones y a dar conferencias por el mundo. A pesar de aplazar mi sueño, veía que no era imposible, y que el Universo conspira a favor de aquellos que luchan por lo que quieren.
En 1997, al final de una gira promocional, noté algo extraño: lo que desee el día que destruí mi habitación parecía ser una aspiración colectiva. La gente prefiere vivir en un hospicio y cumplir reglas dictadas por vaya a saber quién, en lugar de luchar por el derecho de ser diferente. En un vuelo hacia Tokio, leí en un diario el siguiente texto:
Según la Oficina de Estadísticas de Canadá: 40% de las personas de 15 a 34 años; 33% de las personas de 35 a 54 años, y 20% de las personas 55 a 64 años han tenido algún tipo de enfermedad mental. Y uno de cada cinco individuos podría sufrir algún modo de desorden psiquiátrico.
Y pensé: Canadá no pasó por una dictadura militar; se considera el país con mejor calidad de vida del mundo, ¿por qué será que hay tantos locos allí? ¿Por qué no están en el hospicio? Esa pregunta me llevó a otra: ¿qué es la locura, exactamente? Encontré las respuestas. La primera: las personas no están en los asilos porque siguen siendo productivas para la sociedad. Si uno llega al trabajo a las 9:00 hrs. y sale a las 17:00 hrs., no se considera incapaz. No importa si, desde las 17:01 hasta las 08:59, uno permanece en estado catatónico frente al televisor, tiene las fantasías sexuales más pervertidas a través de la Internet, se queda mirando la pared, sintiéndose víctima de una injusticia o teme salir a la calle; si sufre crisis depresivas. ¿Y la locura? Es la incapacidad de comunicarse.
Entre la normalidad y la locura, que en el fondo son la misma cosa, hay un estado intermedio: el ‘ser diferente’. Y la gente tenía miedo de ‘ser diferente’. En Japón, después de pensar sobre la estadística que leí, me asaltó la idea de escribir sobre mi experiencia. Escribí Veronika decide morir en tercera persona, usando mi ego femenino, porque lo que interesaba no eran mis internaciones, sino los riesgos de ser diferente, y el horror de ser igual.
Cuando terminé hablé con mi papá. Mis padres nunca se perdonaron por lo que me hicieron. Siempre insistía en que no había sido tan grave, y que la cárcel (estuve preso tres veces, por razones políticas) me había dejado marcas más profundas. Pero mis padres vivían culpándose.
—Escribí un libro sobre un hospital psiquiátrico —le dije a mi padre de 85 años. —Es de ficción, pero en dos páginas me puse como personaje. Eso hará públicas mis internaciones psiquiátricas. Mi padre me miró a los ojos y me preguntó:
—¿Estás seguro de que no va a perjudicarte?
—Estoy seguro, papá.
Verónica decide morir se publicó en agosto de 1998 en Brasil. En septiembre había recibido poco más de 1,200 correos y cartas que me contaban experiencias semejantes. En octubre, algunos temas tratados en el libro –depresión, síndrome de pánico, suicidio– se discutieron en un seminario con repercusión nacional. El 22 de enero de ese mismo año, el senador Eduardo Suplicy, al leer tramos de mi texto en una sesión plenaria, consiguió aprobar una ley que había dado vueltas por el Congreso de Brasil desde hacía 10 años: la que prohíbe las internaciones hospitalarias arbitrarias.