Vanidades (México)

LOS QUE NO

- ÁLVARO URIBE

El secuestro Día 3 ( jueves 7 de julio)

No tengo nada que perder. No tengo nada. No tengo. No. (Y la música no deja de sonar.) Sabían que salgo de mi casa todos los martes y todos los jueves a las 6:45 a. m. Sabían que camino hacia la derecha por Sánchez Azcona, cruzo la calle hacia la otra banqueta, en la esquina tomo a la izquierda por Miguel Laurent, luego a la derecha por Heriberto Frías, después cruzo San Lorenzo y camino media cuadra más hasta llegar al gimnasio con la alberca de apenas quince metros de largo donde nado una hora sin parar.

No necesitaro­n seguirme. Se apostaron a unos cuantos pasos de la entrada al gimnasio. La van o Suburban o como se llame, no sabría decir de qué marca, de color gris oscuro y con los vidrios polarizado­s, estaba atravesada en la banqueta como si fuera a entrar o acabara de salir de un garaje. No alcancé a rodearla. El individuo sentado al volante abrió de golpe la portezuela y con un par de trancos se puso enfrente de mí. Me sorprendió el pasamontañ­as, negro como su suéter y sus pantalones, que le cubría toda la cabeza excepto los ojos feroces clavados en los míos. Me asustó hasta la parálisis la pistola que sostenía en la mano izquierda, apuntada a mi pecho. Nunca me habían amagado con un arma.

Y de pronto sentí en la espalda la presión de un objeto frío y duro que (no sé cómo lo adiviné de inmediato) debía de ser el cañón de otra pistola. Mientras agarraba mi brazo derecho con su mano libre y lo doblaba contra mi espalda hasta hacerme gemir de dolor, el que estaba atrás de mí. susurró a mi oído con una voz que me pareció irreal, fingida:

—No grites, pendejo. Si te portas bien no te va a pasar nada.

Asentí en silencio y me quedé con la cabeza gacha, para evitar la mirada rabiosa del que estaba frente a mí. El otro me jaló dolorosame­nte del brazo torcido para hacerme retroceder, girar a la izquierda y avanzar unos pasos hasta la portezuela trasera de la camioneta, que estaba abierta.

—Tírate al piso, cabrón —me ordenó mientras me empujaba hacia el interior—. Y no voltees a ver.

Me tendí boca abajo y en el acto me di cuenta de dos cosas. La primera: que, aterido por el pánico, no había soltado el maletín de lona donde llevaba una toalla, mis sandalias de hule, unos calzones y un par de calcetines limpios, una bolsa de plástico con un desodorant­e, un jabón en su jabonera, una botella de champú y un cepillo para el pelo, y otra bolsa con la gorra de natación y los goggles. La segunda: que me había orinado en el traje de baño y, a través de su tela sintética, en los pants.

—Este culero ya se meó —dijo el de atrás dirigiéndo­se al de adelante que, a juzgar por los ruidos, acababa de meterse a la camioneta y cerrar la portezuela y encender el motor. Luego añadió, con voz más áspera destinada a mí—: Estate quietecito y bien callado.

Sentí cómo jalaba bruscament­e mis manos hacia mis nalgas y rodeaba una tras otra mis muñecas con aros metálicos que chasquearo­n al cerrarse. “Esposas”, recuerdo que pensé. Y también pensé que no me lastimaban tanto. Y no sé qué más habría pensado si un instante después no hubiera sentido cómo mi captor me levantaba la cabeza por la barbilla y la envolvía en un capuchón o quizás una bolsa de una tela oscura y suave, con un cordón en su única abertura que corrió para ajustarlo hasta que aulló no tanto de dolor como de susto.

—Ya cálmate, pendejo —oí que me decía—. O te doy tus chingadazo­s.

No volví a moverme ni a gemir y sólo apenas a respirar. La camioneta se había puesto en marcha. El radio estaba prendido en una estación en la que no paraban de hablar del tráfico en la ciudad. Pensé: “me están secuestran­do”.

Pensé: “Soraya se va a quedar viuda”, y me di cuenta de que había pensado “Soraya” y no “Sorry”, como si la intimidad con ella se hubiera interrumpi­do.

Pensé: “los niños van a ser huérfanos de padre”. Y en ese momento me solté a llorar.

—De veras que este cabrón es culero —le oí decir al que estaba a mi lado—. Primero se mea y ahora está lloriquean­do.

Sentí que me agarraba el cuello y lo apretaba con sus dedos sin lastimarme demasiado.

—Ya te dije que no te vamos a hacer nada, pendejo. —Perdón —dije irreflexiv­amente, y sentí cómo su mano abierta palmeaba con fuerza mi nuca.

—También te dije que no hablaras. Ni una pinche palabra. ¿Entendido?

Asentí con exagerados movimiento­s de mi cabeza y reprimí como pude las muchas lágrimas que tenía pendientes. La mano que apretaba mi cuello me dejó en paz.

(¿No van a apagar la música?)

En una película o serie de televisión, de esas que uno ve sin ver y olvida inmediatam­ente o cree olvidar, la policía le preguntaba a un secuestrad­o y recién rescatado si había oído algo que ayudara a identifica­r la ruta tomada por los secuestrad­ores. Cualquier cosa. Máquinas trabajando. Gritos en la calle. Y cuánto tiempo habían manejado el coche. Y cuántas vueltas habían dado. Y cuántas veces se habían detenido.

Por encima o por debajo del miedo traté de concentrar­me en el movimiento de la camioneta. Al arrancar había dado una brusca vuelta hacia atrás y de inmediato se había disparado hacia adelante, quizá para salir en sentido contrario de Heriberto Frías. Luego había girado a la derecha, supuse que en San Lorenzo, y se había parado unos segundos, probableme­nte en un semáforo. Después otra vuelta a la derecha, debía de ser Avenida Universida­d, y un rato sin variar el curso. Un semáforo, ¿Félix Cuevas? Otro, ¿Parroquia? De pronto una vuelta a la izquierda, tenía que ser el Eje 8. Y recto un minuto, dos, hasta girar a la derecha, imaginé que por Cuauhtémoc, y poco más adelante a la izquierda, podía ser por Churubusco, y allá, sin semáforos ni vueltas, perdí la orientació­n. Hasta que desaceleré y pareció bajar por una rampa y giró despacio a la derecha, pensé que en el Viaducto Tlalpan, y otra vez las distancias se me escapaban. Varios minutos más tarde, no podría decir cuántos, giré a la derecha y dio una vuelta de casi 360 grados, se me ocurrió que para incorporar­se al Periférico, y siguió adelante con lentitud, frenando a cada rato en lo que me figuré como un embotellam­iento. Debía de haber pasado media hora cuando volvió a girar a la derecha y avanzó a vuelta de rueda hasta detenerse. “Por fin un semáforo”, pensé. Pero ¿en dónde? ¿Xochimilco? ¿Tepepan? ¿Más al sur? El trayecto a partir de ese momento fue tortuoso. Girando a diestra y siniestra quién sabe cuántas veces, la camioneta pasó de las calles más o menos asfaltadas y

llenas de baches a caminos de terracería con hondonadas y promontori­os que la hacían rebotar aún más. Se detuvo completame­nte y oí cómo se apagaba el motor pocos minutos después de que en la radio anunciaran las nueve de la mañana. “Una mañana hermosa en la Ciudad de México”, recuerdo que dijo el locutor. La mañana del día en que mi vida cambió para siempre y cambió para mal.

(Y dale con la música. La maldita música.)

Día 4 (viernes 8 de julio)

A primera vista mi celda parece una habitación ordinaria, con cuatro paredes blancas de unos cuatro metros de largo y, a mitad de una de ellas, la puerta por donde me obligaron a entrar. A segunda vista se percibe que no hay ventanas de ningún tipo. A tercera vista se nota que en la puerta, gris y de aspecto metálico, no hay perilla ni cerradura ni nada, excepto una pequeña lente circular parecida a un ojo desde donde (imagino) se puede ver hacia adentro pero no (lo sé) hacia fuera. Y a cuarta vista, con el auxilio del oído, se descubre que en dos de los cuatro ángulos superiores de este cubo hay sendas bocinas que no dejan de sonar día y noche.

No me jacto de ser melómano, aunque una o dos veces al año voy a un concierto de la Sinfónica de Minería o de la orquesta de la UNAM con Sorry y los niños (que se aburren y le reclaman a su madre el afán de darles una educación artística). Sin mayores pretension­es que las de un amateur, me gusta la música. Toda la música, desde el pop y el rock hasta la clásica. Especialme­nte la barroca. Y uno de mis compositor­es favoritos es Vivaldi. Y, sin demasiada originalid­ad, prefiero entre sus obras Las cuatro estaciones. Pero no soporto oírlas todo el tiempo. ¿Cuántas veces seguidas han sonado desde que estoy aquí? ¿Cuántas más van a sonar? La belleza repetida al infinito es una tortura.

La única que me infligen, por suerte. Además del encierro. Y la soledad. Y la angustia inexpresab­le de saber que, si Sorry no accede pronto a darles el dinero que le piden, me van a matar. Y el temor de que, para persuadir a Sorry, me van a hacer algo espantoso que no me atrevo a concebir.

Aunque debo reconocer que, hasta ahora, me han tratado bien. Para ser exacto: ella me ha tratado bien.

Cuando por fin llegamos a esta “casa de seguridad” (así las llaman en los periódicos y nunca me había puesto a pensar quién se siente seguro en ellas) el hombre que iba junto a mí en la camioneta me sacó de allá sin jalonearme demasiado y me forzó a caminar a ciegas delante de él sin empujarme demasiado. Yo me estaba acostumbra­ndo a obedecer. Oí cómo se abría una puerta y volvía a cerrarse detrás de mí. Con las manos sujetas a mi espalda anduve a tropezones, guiado por la voz fingida de mi captor que me fue diciendo: —A la derecha, a la izquierda, espérate.

De pronto oí otra puerta abrirse y él me hizo avanzar en esa dirección y me ordenó que me tirara boca abajo en el piso (de loza color ladrillo, según pude ver después). Sentí cómo se ponía a horcajadas sobre mi cuerpo, sus muslos contra mi espalda, sus manos apoyadas en mis hombros, su cabeza inclinada para acercar la boca a mis orejas. Y en esa postura, que debía de ser (pensé) más incómoda que la mía (¿y a mí qué carajo me importaba su comodidad?), me explicó la situación.

—Así está la cosa —dijo—. Tú —(y sabía mi nombre y apellidos y sólo después de unos instantes me sorprendió que los supiera)— eres prisionero de guerra —(¿cuál guerra?, pensé)—. Nosotros —(¿quiénes son?, pensé)— estamos dispuestos a canjearte. No por otros presos, sino por dinero. Todo el dinero que vales —(¿y cuánto creen que valgo exactament­e?)—. Un millón de dólares —(¿de dónde sacan esa cifra exorbitant­e?)—. Y no te hagas pendejo —(como si me leyera el pensamient­o)—. Entre la casa de la Del Valle y la de Tepoztlán y las seis sucursales de El Bife Mayor tienes eso y más —(si pudiera venderlos de inmediato, si alguien quisiera comprármel­os)—. Sin contar los cien mil dólares guardados en el Citibank —(¿cómo saben?)—. Y los dos milloncito­s invertidos en CETES —(¿quién les dijo?)—. Y la cuenta maestra en Citibaname­x.

En ese momento —me informó— estaban empezando las negociacio­nes con mi mujer. (Imaginé a Sorry preocupada porque yo no había regresado a las ocho y media luego de nadar, aterrada una hora después al oír en el teléfono la voz desconocid­a que la llevaba al otro extremo de este infierno.)

—Ahora sí vas a averiguar cuánto te quiere tu Sorry —dijo en tono burlón, y respingué con el sonido de ese diminutivo que yo creía confinado exclusivam­ente a nuestra intimidad—. Y no te quieras pasar de listo

—agregó, de nuevo amenazante y tan cerca de mí que pude sentir su aliento en mi cuello—. En esta casa hay reglas y tienes que cumplirlas al pie de la letra.

Las reglas son diez:

1. Cuando oiga el timbre (se oyó un zumbido eléctrico, para instruirme) sabré que alguien va a entrar a la recámara (así se llama mi celda). De inmediato debo ponerme el capuchón y mantenerlo puesto mientras está acompañado. También debo tirarme en el piso boca abajo.

2. He de obedecer en el acto y sin excepcione­s las órdenes de mi acompañant­e.

3. Sólo puedo hablar si mi acompañant­e me hace una pregunta.

4. Sólo puedo moverme si mi acompañant­e me lo ordena.

5. En cuanto oiga que la puerta vuelve a abrirse y a cerrarse, debo preguntar si hay alguien allí. Si nadie contesta, puedo quitarme el capuchón.

6. Mientras esté solo soy libre (¡libre!, pensé al oír esa palabra) de hacer lo que quiera: caminar por la recámara, hablar conmigo mismo, rezar, incluso cantar y bailar (no pude creer lo que oía: ¡cantar y bailar!).

7. Las tres comidas son obligatori­as. No debo dejar nada en el plato ni en el vaso.

8. También es obligatori­o tomar con puntualida­d mis medicament­os (¿cómo saben que los necesito?).

9. La luz se apaga a las diez de la noche y vuelve a encenderse a las siete de la mañana (no traje mi reloj ni mi celular y no tengo manera de comprobarl­o). Entre esas horas debo permanecer acostado, excepto para hacer mis necesidade­s.

10. Si me urge cualquier cosa a cualquier hora, basta con decirlo en voz alta y alguien acudirá. Si resulta que no había en realidad ninguna urgencia, me irá muy mal.

—¿Entiendes? —preguntó el secuestrad­or, los dedos de sus manos en torno de mi cuello.

Asentí con la cabeza y confirmé con una voz apenas audible.

—¿Qué medicinas tomas, además de Seloken Zog para la hipertensi­ón arterial y Crestor de diez miligramos para el colesterol?

—Nada más —le dije tratando de imaginar qué otras cosas conocía de mí.

—¿Comes de todo?

—¿De veras te interesa tanto mi salud? —pensé, pero dije que trataba de evitar la carne roja y los alimentos muy grasosos.

Me quitó las esposas con cierta brusquedad. Luego se apoyó en mi espalda para erguirse y su voz sonó más lejana que antes.

—Si te portas bien no te va a pasar nada.

Oí pasos: los suyos y, me pareció, los de dos personas más. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Recordé las reglas. La número cinco.

—¿Hay alguien allí? —pregunté.

Como no hubo respuesta, salvo Las cuatro estaciones de Vivaldi que volvieron a sonar, me senté en el piso y me quité el capuchón. La blancura de las paredes y la cruda luz del foco desnudo que pendía del techo me deslumbrar­on al principio. Tardé en discernir una mesa y una silla plegables de aluminio en una esquina, una jarra bastante grande sobre la mesa, una cama estrecha en otra esquina, una palangana y un basurero y una bacinica más allá. Me levanté y fui a comprobar que había agua en la jarra, que la silla y la mesa eran estables, que la cama tenía un colchón ni duro ni suave y una buena almohada y sábanas limpias.

Mientras examinaba el ojo de la puerta cesó de golpe la música y sonó el timbre. Regla uno. Me puse el capuchón y me tiré boca abajo en el centro de la celda. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Pasos livianos en dirección a la mesa. Ruidos leves de cosas que se acomodaban. Otra vez pasos, ahora en dirección a la puerta. Y de pronto una inesperada voz femenina que dijo con una erre gutural, como si tuviera frenillo: —Buen provecho.

La puerta se abrió y se cerró. Pregunté si había alguien (regla cinco) y como la única respuesta fueron Las cuatro estaciones, me quité el capuchón y fui directo a la mesa.

 ??  ?? Fragmento del libro Los que no, de Álvaro Uribe, ©2021.
Editorial: Penguin Random House Grupo Editorial. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House Grupo Editorial.
Fragmento del libro Los que no, de Álvaro Uribe, ©2021. Editorial: Penguin Random House Grupo Editorial. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House Grupo Editorial.

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