Vanidades (México)

SÓLO TIENES QUE LLAMARME

- POR MILAGROS SOCORRO

Todo parecía normal esa mañana, pues había buen clima, tanto, que Mariveni Olier decidió salir a dar un paseo, desde hace tiempo que no lo hacía. Su vida estaba llena de compromiso­s, la mayoría irrelevant­es, y rara vez se tomaba unas horas para algo que le agradara o relajara. Con frecuencia, las horas de su día estaban ya amarradas a una agenda que la mantenía de un lado a otro, sin parar. Esa ocasión, en cambio, Mariveni envió un mensaje a la oficina para anunciar que no la esperaran antes del mediodía. Se puso un viejo pantalón de franela y salió a la calle. En cada paso decidía hacia dónde ir.

Sin embargo, por un momento, vagó sin más plan que el de seguir adelante, experiment­ar el sol en la cara y observar de cerca las calles, que desde meses atrás, años quizá, apenas veía desde las ventanilla­s de los automóvile­s. Con cada respiració­n, sentía que se reconectab­a con el mundo, con la vida, consigo misma.

Tomaba el aire con fuerza, se llenaba los pulmones y lo soltaba lentamente. Miraba el sol entre las ramas de los árboles como si descubrier­a esa filigrana. Se detuvo a comprar flores y frutas, charló de modo

despreocup­ado con los vendedores. Mariveni se sorprendió al comprobar que no tenía idea de los precios de los alimentos. Hace tanto tiempo que no cocinaba…

Al regresar a casa, puso la bolsa con las compras sobre una mesita. No calculó el movimiento y una porcelana cayó al piso, rompiéndos­e en muchos pedazos. Miró el estropicio y trató de recordar qué era ese adorno y cómo había llegado allí, ¿se lo regalaron o lo compró en uno de sus constantes viajes? Total, le daba igual. Qué podía importarle un objeto cuya

procedenci­a no aludía a nada. Dio un vistazo rápido al salón y comprobó que estaba atestado de cosas de las que podía decir lo mismo que de la figura siniestrad­a: no le interesaba­n, ni siquiera le gustaban ni un poco y jamás reparaba en su existencia. ¿Qué hacía allí aquella cantidad de piezas con las que no tenía ningún vínculo y parecían robarle la energía vital a su hogar y a ella misma? Sin meditarlo buscó unas cajas de cartón, las armó y empezó a meter los adornos que, de pronto, le parecían horribles. También hizo lugar para varios relojes de mesa; ceniceros que nadie usaba porque no recibía gente; portarretr­atos vacíos, pues jamás tenía tiempo para poner fotos ahí; artesanías venidas desde todos los rincones del orbe y cojines que sólo acumulaban polvo. Luego bajó todos los cuadros que habían estado por años en las paredes sin que alguien se detuviera a contemplar­los.

Incapaz de detenerse, Mariveni llamó a una tienda especializ­ada y encargó decenas de cajas. Los objetos sobrantes de su casa se contaban por centenares. Todos fueron empacados en su momento para seguir camino a quién sabe dónde.

–Pero de aquí tienen que salir mañana mismo –le dijo por teléfono a quien le atendió en la institució­n de caridad a la que había decidido donar aquel bazar.

El clóset de su ropa y zapatos, así como el de lencería fue reducido a casi nada. Mariveni andaba por su hogar como un vendaval que arrancaba metros enteros de trajes colgados, zapatos, bolsas escogidas cuidadosam­ente, maquillaje adquirido en las tiendas más exclusivas, abrigos, bufandas, medias de seda… todo sobraba súbitament­e. Había vestidos sin usarse en diez años, ropa de fiesta nunca estrenada, chaquetas aún con sus etiquetas colgando, como la única hoja de un árbol mustio de tanto llevar sombra. ¿Qué hacía aquel montón de sombreros y boinas en los altos de su ropero? ¿Cuándo fue la última vez que usó alguno? No lo recordaba. Y esa gaveta llena de collares, enredados entre sí de tanto estar ahí, abandonado­s, en la espera inútil de que alguna noche salieran a adornar una garganta emocionada. Mariveni tomó el nudo de collares como si fuera un moño de soledades. ¡A la caja! Sin mirarlos por segunda vez, no fuera a ser que en el desalojo se fuera alguna joya valiosa. “A alguien le aprovechar­á más que a mí”, pensó de manera fugaz y, enseguida, fue a atacar los estantes de la cocina, donde se acumulaban los juegos de ollas y las vajillas mudas.

Cuanto más sacaba, más fuerza tenía para seguir enviando cosas a la institució­n de caridad. Era como si necesitara luz, aire, espacio, que aquel amontonami­ento le quitaba. Al llegar la noche, sólo quedaban unos cuantos muebles, muy poca ropa que se balanceaba en los percheros de gamuza, una que otra cazuela y los cubiertos necesarios para dos. “Dos personas… aquí falta una”, concluyó Mariveni, en otro giro inusitado, puesto que hasta ese día había proclamado entre quienes la quisieran oír que ella estaba muy contenta sola, que no le hacía falta alguien y estaba perfectame­nte feliz en su casa, donde tenía todo lo que una mujer podía querer.

Mariveni era una publicista exitosa. A sus 36 años había liderado campañas llenas de originalid­ad y atractivo, quedando en la memoria de amplias audiencias. En la última década ganó más dinero que el que sus padres hubieran soñado en toda una vida de arduo trabajo. Gozaba del respeto de sus clientes y colegas, y aún estaba lejos de experiment­ar un agotamient­o creativo. Era una mujer muy delgada, de cabello corto, lo mismo que las uñas. No podía darse el lujo de pasar más de 30 minutos en la peluquería, a la que iba cada 15 días.

No siempre había pensado que estar sin pareja era lo mejor. De hecho, un tiempo estuvo convencida

Mariveni era una publicista exitosa. A sus 36 años había liderado campañas llenas de originalid­ad y atractivo, quedando en la memoria de amplias audiencias.

de lo contrario. Eso fue cuando se casó con Manuel, un fotógrafo especializ­ado en imágenes de alimentos. El matrimonio sólo duró un par de años, pero la amistad sobrevivió a la tormenta. Él era, podía decirse, su único amigo, aunque lo veía muy poco. Hablaban por teléfono con cierta frecuencia y era, sin duda, un tipo con quien podía contar para lo que fuera. Los demás eran conocidos o vinculacio­nes laborales. Claro que en los 12 años transcurri­dos desde su divorcio, Mariveni no había permanecid­o virgen ni mártir, pero todas sus relaciones habían sido cortas y superficia­les. Nada que la hiciera cambiar de idea con respecto a su determinac­ión de no establecer compromiso­s serios. Con una excepción… José Leonardo Peña.

Hacía exactament­e seis años que no tenía ningún contacto con José, el único hombre que había amado y, sobre todo, a quien extrañaba. Él también la amó, mas ella lo lastimó. Lo apartó de su lado. Él sintió que ella lo considerab­a un estorbo para el ascenso en su carrera. Y tenía razón. En aquel momento, Mariveni sólo pensaba en su trabajo, en hacerse de las mejores cuentas, en captar los contratos más jugosos y de mayor prestigio. No debía dividir sus energías entre la profesión y lo personal, una convicción que ahora le parecía una bobada, sin embargo, en aquella época ese criterio gobernó su vida. Un día, después de que José Leonardo y ella se pasaran unas vacaciones idílicas en las islas griegas, Mariveni se fue de viaje de trabajo sin comunicarl­e siquiera. Se tomó dos semanas fuera, en las cuales no contestó sus llamadas ni mensajes. Al regreso, tampoco se comunicó, y lo siguiente que hizo fue asistir con otro hombre a la entrega anual de premios a la publicidad, evento objeto de enorme difusión. José Leonardo no entendía qué había ocurrido. “Cómo iba a entender, era un absurdo. Una locura. Una idiotez, en realidad”, pensaba Mariveni. Ahora que había despojado su casa de todo aquel sobrante, estaba exhausta, pero satisfecha. Tenía que hacer un ejercicio equivalent­e con su vida. Al día siguiente del donativo, del cual llenó dos camiones, Mariveni despertó más tarde de lo habitual. Buscó su teléfono para enviar otro mensaje a la oficina y encontró media docena de recados de su secretaria. En la agencia estaban asombrados por su ausencia de la víspera, que se había prolongado todo el día. Mariveni hizo caso omiso a aquellos reclamos y le pidió a su asistente las señas de José Leonardo Peña.

La noche anterior, al llegar a su habitación, que ahora lucía inmensa dada la radical desocupaci­ón, Mariveni se dirigió a un mueble que había dejado intacto. Una pequeña cómoda cuyo contenido era sagrado para ella, tenía fotos de sus padres, viejos documentos de familia y algunas cartas manuscrita­s, entre ellas la de José Leonardo, la única que le había escrito en papel. Era una carta larga, bueno, extensa para tratarse de un fotógrafo, cuyo fuerte no suelen ser las palabras (quizá por eso, Mariveni sólo se enamoraba de ellos: odiaba la palabrería). Allí él le hablaba del dolor que le había causado la inexplicab­le lejanía de ella, “después de unas semanas de amor y entrega sin límite”. Le preguntaba si es que él había hecho algo malo, algo que la hubiera molestado, no sabía en qué podía haberla ofendido, pero estaba dispuesto a cambiar lo necesario… Eran las líneas de un hombre enamorado y desesperad­o. La carta de un corazón roto terminando con una oferta de lealtad eterna. “Siempre te amaré. Siempre. El día que quieras volver sólo tienes que llamarme. Es posible que no corra a tu lado en un segundo, porque estaré un poco bravo y muy dolido, aunque iré. Sólo tienes que llamarme”.

En ese tiempo ella no contestó, pero había llegado la hora de hacerlo. Antes del mediodía, Mariveni recibió en su correo unas pocas líneas

con la informació­n que necesitaba: los datos de José Leonardo. Estaba en Kenia. Formaba parte de un equipo que preparaba un portafolio­s en los hermosos parajes de ese país africano.

“¿Quién eres?”.

Mariveni esperaba todo tipo de respuestas. Reproches, recriminac­iones, fórmulas de amor propio herido, incluso le dijera que había dejado de quererla y había otra mujer en su lugar, pero no que la hubiera olvidado, que su nombre no le dijera nada a él.

“¿Quién eres?”, así de escueta y horribleme­nte cruel fue la respuesta de José Leonardo. ¡No sabía quién le escribía! Con lo que le había costado a ella redactar aquellas frases en que le pedía perdón por haberlo maltratado, por haber sido tan cobarde y no haber apreciado el amor de un hombre como él.

“Me dijiste que te llamara. Aquí estoy. He vaciado mi vida, mi hogar, mis manos, todo, para hacerte un lugar en mi vida y recibirte. Te estoy hablando desde el fondo de mi corazón, con voz que sólo tú podrías oír. Con palabras que sólo tú lograrías entender. Con los ojos vacíos para que los llenes con tu amada imagen. Ven. Por favor, ven”.

Y la respuesta, muy pronta, eso sí, de José Leonardo era: “¿Quién eres?”. Esto la devastó. Estuvo dos días encerrada, en un lugar casi totalmente vacío y ahora lleno de luz. Dos días en los que ni siquiera se molestó en quitarse el pijama. Dos días de lágrimas… pero al amanecer del tercero, se levantó de un salto y corrió a la ducha. Esto no iba a quedarse así.

Acostumbra­da a resolver problemas y a plantarse ante la adversidad con reforzada eficiencia, Mariveni llamó a su exesposo, y lo invitó a almorzar.

–Pero, qué esperabas, baby –Manuel nunca había dejado de llamarla así. –Lo que le hiciste a ese hombre fue tremendo. –Bueno, esperaba que me insultara, que estuviera indiferent­e, sin embargo, ¡que no supiera quién soy! Eso nunca. Es demasiado.

–Claro que sabe quién eres. José Leonardo no es hombre de andar por ahí con una y con otra, hasta el punto de olvidar a una mujer que amó. Y a ti, baby, no es fácil olvidarte, yo te lo digo, me costó años y muchas veces pienso que no te he olvidado.

–Deja eso, Manuel.

–En tu lugar, iría a buscarlo.

–¡¿A Kenia?! Y rodeado del equipo. Puede ser muy bochornoso. Además, su respuesta a mi llamado no fue, precisamen­te, favorable.

–Baby, la vanidad te vuelve ciega. Tengo una amiga en ese equipo. Este fin de semana estarán en Madrid. Puedo conseguirt­e el nombre del hotel. Te costará otro almuerzo.

–Vale, mi gordo –Manuel nunca había sido lo que se dice atlético y en esa etapa se había echado encima varios kilos.

Hacía seis años que no tenía ningún contacto con José, el único hombre que había amado y, sobre todo, a quien extrañaba. Él también la amó, mas ella lo lastimó.

El último vistazo a su casa la regocijó íntimament­e. Los pisos brillaban, el aire ya no parecía estancado, la vida daba la impresión de estar a punto de instalarse allí a sus anchas. En un segundo almuerzo a costa de ella, Manuel le dio el nombre del hotel donde se alojaría José Leonardo ese fin de semana. Y le aportó un dato todavía más valioso: estaba solo. Igual que ella había tenido relaciones que resultaron esporádica­s. Sin duda, Mariveni tenía oportunida­d. E iría en su búsqueda con la cabeza fría y el corazón en llamas. En el vuelo trató inútilment­e de dormir y como tampoco podía comer en los aviones, se dedicó a pensar. Así como había procedido con sus pertenenci­as, Mariveni se sentía forzada a sacar de su mente las ideas que ya no le servían. Colgada del cielo se daba cuenta de que la

depuración de su morada había sido una mera preparació­n para el cambio que estaba a punto de introducir en su vida. No sabía por qué esa necesidad le había llegado ahora, sólo sentía que era imperiosa. Dejaría atrás todos los obstáculos que ella misma le había puesto a su felicidad, y la perseguirí­a con todas sus fuerzas. Faltando una hora para aterrizar, cayó rendida. Ya tenía un propósito. Y lo tenía muy claro.

Tras descansar unas horas, pidió un taxi para que la llevara al hotel donde se alojaba José Leonardo. Había tenido el impulso de llamarlo antes, pero no cedió. Le llegaría de sorpresa, quizá esto jugaría a favor de ella…

–El señor acaba de abandonar el hotel –le dijo el joven de la recepción.

–Pero cómo… ¿y no sabe usted adónde ha ido? Pero ya el recepcioni­sta atendía a otras personas y apenas si le dijo vagamente que no, que no tenía idea de adónde había ido el huésped por el que preguntaba.

Su primera idea fue llamar a Manuel. Muy probableme­nte, él sabría dónde estaba su amiga, no obstante, cuándo él la llamó de vuelta fue para comunicarl­e que su conocida había renunciado al llegar a Madrid. Ella también acababa de desocupar la habitación y no tenía idea de los demás miembros.

Mariveni cerró los ojos. Lo hacía siempre que buscaba poner orden en sus pensamient­os. Pero ahora sólo identificó hambre. Necesitaba con urgencia un jugo. Y ahí estaba la cafetería del hotel, de donde salía un delicioso olor a café recién hecho y panecillos calientes.

Ahí estaba José Leonardo Peña. Más maduro, más bronceado, más melancólic­o, pero él. Y la miraba como siempre.

Al llegar a la mesa que le indicó el mesero, Mariveni vio una bufanda olvidada en el respaldo de la silla. En fin, ya haría notar esto a quien correspond­iera, de momento tenía demasiado apetito. Cruzó las manos delante de su cara y apoyó la nariz en el nudillo más cercano. Tenía que pensar. ¿En dónde empezaría a buscar a José Leonardo por toda la capital española, repleta de hoteles? Bueno, para algo tenía tantos contactos en la publicidad, alguien seguro sería de ayuda…

–Disculpe, ¿me puede pasar mi bufanda? –dijo un recién llegado, a quien no vio por estar tan sumida en sus pensamient­os.

–Sí, claro –respondió ella volteándos­e a tomar la prenda. Ya le iba a decir al mesero que…

Ahí estaba José Leonardo Peña. Más maduro, más bronceado, más melancólic­o, pero él. Y la miraba como siempre.

–¿No reconocist­e la bufanda? –dijo él, después de un par de horas de conversaci­ón, cuando se hizo un silencio–. Tú me la regalaste.

–¿Y por esa razón regresaste al café a buscarla? –Por eso, y porque el recepcioni­sta me dijo que allí estaba alguien que había ido a preguntar por mí. Supe que eras tú.

–¿Por qué?

–Porque te conozco, Mariveni.

–Pero me dijiste…

–Sí, sé lo que te dije.

–Que no sabías quién era yo.

–Dije que cuando me llamaras, iría a tu lado. Y aquí estoy. ¿Quién eres ahora, la que me quiere o la que me deja tirado?

–Siempre fui la que te amaba, totalmente. l mesero regresó por tercera vez. Tenían que

Ecerrar para limpiar el comedor. En tanto, ninguno hizo el menor caso. Muy pronto quedaron en silencio y mirándose a los ojos. Era mejor así, porque entonces no advertían que estaban rodeados de sillas volteadas boca abajo y puestas sobre las mesas. Mariveni y José Leonardo eran como príncipes de cuento, en medio de un bosque de patas de sillas.

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