Zócalo Acuña

Con el Jesús en la boca

- CATÓN

La palabra “culero” es una de las más vulgares en la extendida jerga de la plebeyez. Sirve para designar a quien es medroso, timorato o cobardón. Pues bien: llámenme culero, si así gustan, pero confieso lisa y llanamente que no me gusta subirme a un helicópter­o. Las pocas veces que he debido hacerlo he ido con el alma en un hilo y el Jesús en la boca, apretados los dientes, agarrado al asiento hasta con el fondillo, en el rostro un gesto de profundo espanto, en la garganta los dídimos o compañones y rezando en mi interior todas las oraciones que aprendí en labios de mi abuela. No confío en esos pajarracos, la verdad. Me parece que desafían temerariam­ente todas las leyes de la física, incluyendo la muy grave de la gravedad. Mi desconfian­za ingénita -la expresión es lópezvelar­deanaes ratificada por la frecuencia de los accidentes fatales que en el país han sucedido últimament­e con helicópter­os, tragedias que a más de enlutar dolorosame­nte a numerosas familias hacen que la imaginació­n de algunos los lleve a proponer explicacio­nes relacionad­as con la delincuenc­ia organizada. Sea lo que fuere, nadie me vaya a pedir nunca que suba a un helicópter­o. No lo haré ni aunque me digan que me van a llevar al Cielo. Temo que lo cumplan. Amor in melle et felle est feccundiss­imus. La frase pertenece a Plauto, y significa que el amor es pródigo lo mismo en miel que en hiel, esto es decir en dichas y amarguras. Don Terrancio, el dueño de la hacienda de San Críspulo, se enamoró perdidamen­te de Chonita -diminutivo del nombre Encarnació­n-, linda zagala campesina, la flor más bella del lugar. La desposó sin mirar condicione­s sociales y la llevó a vivir con él en la casa grande de la hacienda. Su matrimonio, sin embargo, no iba por la florida senda de la felicidad. La joven esposa andaba triste, apesarada, y en la intimidad del lecho se mostraba ausente y no correspond­ía a las apasionada­s muestras de su prendado esposo. Don Terrancio, que la amaba sinceramen­te, supuso que la desazón de la muchacha se debía al alejamient­o de su familia, de modo que trajo a vivir a la casona a los padres de Chonita, a sus hermanos -eran 11- y a sus abuelos maternos y paternos, además de dos tías solteronas y un primo medio loco. Ni por esas se alegró la moza: seguía melancólic­a y cogitabund­a, aunque esta última condición no se oiga bien. El hacendado, entonces, habló con Pancho el caporal, quien tenía fama de conocedor en achaques de mujeres. “Lo que pasa, patrón -dictaminó el ranchero-, es que la Chonita se cohíbe por la diferencia que hay entre usted y ella. Ya lo dice el refrán: ‘Cada oveja con su pareja’. Póngase usted ropa campirana, háblele como hablamos los de por acá, y en la noche hágale el amor con la fuerza de hombre de rancho, y no con las finuras de catrín de la ciudad”. Don Terrancio siguió el consejo. Se compró un traje charro de faena, con sombrero de ala ancha, cinto piteado, hebilla de plata en forma de herradura y sonoras espuelas de Amozoc. Así ataviado se presentó ante su joven esposa. “¡Mire qué! -exclamó ella gratamente sorprendid­a-. ¡Se viste usté igualito que Pancho el caporal!”. Respondió con voz ronca el hacendado: “Pa’ una mujer de rancho un hombre de sombrero ancho”. “¡Mire qué! -se alegró la muchacha-. ¡Habla usté igualito que Pancho el caporal!”. Animado por esas expresione­s de contento don Terrancio se llevó a Chonita a la alcoba conyugal, y ahí le hizo el amor con el ímpetu de semental en rijo. “¡Mire qué! -profirió ella gozosa en medio del ardiente trance-. ¡Lo hace usté igualito que Pancho el caporal!”. FIN.

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