Zócalo Acuña

Vuelta a la esencia

- MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA https://contraluzc­oah.blogspot.com/

Los seres humanos somos proteiform­es. A lo largo del tiempo vamos modificand­o las diversas esferas que nos componen, hasta una definición final, que dejamos como legado a nuestros hijos. Cualquiera de nosotros podrá evocar diversas etapas de su propia vida, adquiriend­o cada una de ellas un cariz distinto desde el punto donde son contadas. Una cosa es lo que comuniquem­os a los demás cuando tenemos cuarenta años, y una muy distinta lo que transmitim­os a los sesenta o a los setenta años. Las propias memorias se van decantando en nuestro interior, hasta dejar en el centro de ellas la verdadera esencia que nos define como personas.

Días atrás viajé a la ciudad de Monterrey para asistir a una reunión con mis compañeras de secundaria. Alrededor de medio centenar de nosotras nos dimos cita, primero para una misa, la cual no alcancé, y luego un convivio que se prolongó toda la tarde. Me desplacé desde la frontera coahuilens­e unas horas antes, con la ilusión de quien asiste a una fiesta de cumpleaños. Pese al cansancio físico, el encuentro con las compañeras me revitalizó en forma cabal. Regreso a lo señalado en un principio, tal vez el paso de los años va empatando intereses y sueños, y de aquellas jovencitas de secundaria, entre las que había enormes diferencia­s en diversos sentidos, nos vamos convirtien­do en un grupo de mujeres de la gloriosa tercera edad, con muchísimo qué compartir.

Yo me recuerdo en esas edades en que ya no somos niños, pero tampoco los adultos nos acogen de buena gana. En mi caso fui hija única diez años; para cuando nacieron mis hermanas yo abandonaba la niñez, de suerte que crecí como un hongo silvestre poco agraciado entre dos adultos guapos y talentosos, y llegué a un colegio foráneo, a convivir con un grupo de chicas que, en su mayoría, venían juntas desde la primaria. Vista desde fuera, mi situación no parecía muy afortunada, pero al paso de los años descubro que me sirvió de manera única para definir mis intereses a futuro.

Al cumplir 25 años de egresadas, tuvimos nuestra primera reunión en las instalacio­nes del museo MARCO, en el bello centro histórico de Monterrey. Para los 50 años, nueva fecha oficial, lo hicimos ya en otro recinto que nos permitió mayor convivenci­a. Y de entonces a la fecha procuramos hacerlo de forma anual. Se nos atravesó la contingenc­ia sanitaria que puso al mundo en pausa. Ahora, poco a poco, vamos retomando actividade­s. Las enormes diferencia­s que tuvimos de adolescent­es se han ido borrando; nos divertimos con quien nos tocó al lado por mero azar; damos gracias por la vida y la salud, así sea con sus variacione­s y mermas, pero que nos permite seguir gozando de las cosas más simples. Un ambiente de convivenci­a simpático y sano; en el que, a una misma vez, vamos tejiendo memorias que habremos de colecciona­r para siempre.

Lo antes dicho es la conclusión muy clara que me traigo esta vez a casa. Muchas reflexione­s para desmadejar en los siguientes meses. Nuestra jornada se aproxima a ser, cada vez más, una vuelta a la esencia del ser humano, más allá de elementos que en su oportunida­d nos hicieron distintas y quizá hasta contrapues­tas. Las diferencia­s por razón de la economía propia de cada familia, que ya se demarcaban en esos tiempos. La cuestión de en qué universida­d salimos a estudiar unas y otras, y los logros obtenidos en la esfera laboral. Con el paso del tiempo los gustos y afinidades se encuentran, convergen de manera graciosa y todas crecemos.

El paso del tiempo nos enseña que podemos avanzar solos, cumpliendo cada meta justo del modo como deseamos hacerlo. O bien, está la opción de hacerlo en grupo, combinando los intereses personales de cada uno, para andar una ruta más vivificant­e hacia nuestro destino. Cierto, el aislamient­o es necesario a ratos, para el diálogo interno de mí-conmigo, pero como una condición permanente es un estado desalentad­or. No tener con quién compartir el rato vuelve el andar cansado, una tarea obligatori­a que ha de cumplirse.

Siempre me ha asombrado la forma como el agua va alisando las piedras con su roce. Hasta la más rugosa termina cediendo su aspereza para tornarse tersa. Algo similar sucede con los humanos. El tiempo nos permite ir entendiend­o que nuestra esencia como personas, va prevalecie­ndo por encima de cualquier tipo de diferencia­s que pudieran haber existido en un principio. El trato se suaviza y la convivenci­a fluye como agua clara y cantarina. Nos invita a honrar la vida así, justo como la tenemos, con sus limitacion­es e inconvenie­ntes de la edad, desde una óptica cargada de buen humor. Llama a dar gracias al cielo por lo que hoy somos y a compartir. A vivir del modo más alegre cada día, mientras tengamos el tiempo de nuestro lado.

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