Recibo mensajes injuriosos
Me posee la desoladora sensación de que quienes criticamos a López Obrador nos parecemos a los perros que le ladran a la luna.
(Escribo “luna” con minúscula para no asemejarla en majestad al Jefe Máximo). “Algarabía” llamó López Velarde en uno de sus más bellos poemas al coro de esos pertinaces cuanto fútiles ladridos. En las páginas editoriales de los diarios es prácticamente unánime la condena a las acciones y omisiones del Caudillo, pero los reproches se pierden en el mar de clientelismo e inconsciencia por el que navega el Presidente más presidencialista que ha tenido este país. Recibo mensajes injuriosos de los partidarios de AMLO. En ellos me dicen que escribo contra su ídolo porque seguramente me quitó el chayote o moche que antes se me daba. Aquí declaro, pues al caso viene, que en mis más de 60 años de ejercicio profesional jamás he recibido un solo centavo de la Presidencia de la República ni de ninguna de sus dependencias, y eso que he tenido amigos muy cercanos que han sido secretarios de Estado, subsecretarios o funcionarios de alto nivel de cuya amistad pude prevalerme, así como algunos liróforos del tabasqueño están aprovechando la proximidad con él para obtener de su gobierno ventajas económicas. Por eso puedo permitirme la satisfacción de retar formalmente a cualquier fiscal, esbirro, policía o paniaguado de la 4T a que encuentre el más leve indicio de que he recibido algún dinero de la Presidencia, por cualquier concepto y en cualquier época. No critico a López Obrador, entonces, porque me haya quitado algo a mí, sino porque le está quitando mucho a México, y lo ha hecho retroceder en todos los órdenes: la economía, la salud, la seguridad, la educación, el empleo, la inversión, la lucha contra la pobreza, la libertad de expresión, el respeto a la ley y a las instituciones.
¿Que las críticas de quienes decimos esto se pierden en el vacío, como los ladridos de los perros a la Luna? Es muy posible. Pero culpa mayor es callar cuando se debe hablar; guardar silencio cuando se debe alzar la voz. Podré ser tildado de quijotesco, pero nadie podrá acusarme de colaboracionista con este régimen que tanto daño está causando a la Nación. El tío Cacarulo se las daba de poeta. En un verano fue a la playa con la familia de Pepito.
Estaban disfrutando del mar, y el tío improvisó una rima chocarrera a costillas del niño. Recitó: “A Pepito le llega el agua hasta el pitito”. Todos rieron la gracejada del versificador. Pepito contestó: “Al tío Cacarulo le llega el agua a las rodillas”. Le dijo el tío: “No rima”. Replicó Pepito: “Espere a que suba la marea”.
Don Fedronio, señor de edad madura, casó con Furcialina, joven mujer de exuberantes prendas físicas e inmoderado apetito de sensualidad. Llegados a la suite nupcial la desposada le pidió al provecto novio: “Ve a tomar una copa al bar del hotel mientras me dispongo para la ocasión”. Don Fedronio era abstemio, de modo que en el bar pidió una limonada. El mesero le puso de cortesía un platito con cacahuates japoneses que don Fedronio no aceptó porque acababa de ver en Netflix el episodio de Pearl Harbor. Transcurrido el tiempo que juzgó prudente regresó a la suite nupcial. Grande fue su sorpresa al ver que Furcialina estaba en la cama (king size, para mayor ofensa) con el botones del hotel. A don Fedronio le indignó aquello más que lo de Pearl Harbor, y prorrumpió en dicterios contra su mujer. Le gritó: “¡Mesalina! ¡Friné! ¡Thais!”. Y es que en su juventud había sido afecto a las lecturas clásicas. “Ay, Fedronio -le dijo ella en tono de reproche-. Yo aquí ensayando para darte un mejor servicio y tú llenándome de injurias”... FIN.
Mucho antes de que la física cuántica negara la realidad como hechos incontrovertibles, el budismo ya había señalado su naturaleza ilusoria, por cuanto aquello que sucede dentro y fuera de nosotros depende completamente de una sensación (agradable o desagradable), seguida de una percepción, que ya involucra un juicio primario (bueno o malo) y, posteriormente, una interpretación compleja en la que intervienen la experiencia personal y las creencias, a través de las cuales tamizamos mental y emocionalmente los hechos, para finalmente concluir: esto es lo que debía ocurrir o esto no debería estar pasando.
En resumen, todo este proceso se trata de aceptar o rechazar los hechos. Cualquiera de las dos posturas implica distorsiones de la realidad desde el momento en que comienza la percepción, es decir, la idea de que lo agradable es aceptable y lo desagradable no. De ahí en adelante, lo que pensemos y, en consecuencia, sintamos sobre el asunto empeorará las cosas, pues solo trataremos de justificar el juicio previo y hacer pasar nuestra visión de la realidad como la realidad misma.
Y así como hemos “moldeado” a la naturaleza para satisfacer no solo nuestras necesidades, sino nuestros caprichos, creemos que podemos forzar la realidad para que se manifieste conforme nuestra voluntad, a partir de aceptar o rechazar lo que ocurre, no solo en el exterior, sino en nuestro interior, donde nos atrevemos a asegurar: no debiera estar sintiendo esto, no debiera estar pensando en eso, etc.
¿Qué tan objetiva entonces puede la realidad si de entrada no debe ser como es? Esta creencia está tan arraigada en nosotros que, durante generaciones y en todas las culturas del mundo, opera el paradigma de que la vida es difícil y siempre hay que luchar por conquistar lo que deseamos, porque nuestra fortuna y felicidad siempre se resisten.
Es decir, debemos ir siempre contracorriente porque lo