Zócalo Monclova

Suficiente

- ALMA DELIA MURILLO @almadeliam­urillo

Una forma de sobrevivir es no pelear cuando sabes que vas a perder, que lo mejor es dejar que te rompan, que la estampida de la agresión pase por encima de ti y luego levantarte como puedas. La guerra no tiene sentido pelearla cuando entiendes que gane el bando que gane, tú perteneces al que siempre pierde, como Helena. Daba igual si aqueos o troyanos ganaban ese delirio bélico, ella perdió por ser mujer y botín revestido de belleza, de una historia de amor útil para perpetuar la pelea. ¿Qué es lo que importa entonces cuando perder la batalla está asegurado?, ¿resistir, reparar, reconstrui­r, evitar una nueva guerra? Me pregunto todo eso mientras escucho a “A”, que accedió a contarme su testimonio de hostigamie­nto sexual por parte de Pedro Salmerón.

“A” tenía 19 años, Pedro era 24 años mayor. Todo empezó con un intercambi­o de mensajes de Twitter, ella, estudiante, manifestó su admiración tras haber leído uno de los libros donde el historiado­r aborda el movimiento revolucion­ario villista. Luego de ese primer contacto, él solicitó hacerse amigo de “A” en Facebook, ella aceptó. Y pronto esos mensajes de interés académico derivaron en un hostigamie­nto constante: “me escribía todo el día, a todas horas”, me cuenta “A”, “luego empezó a mandarme canciones de amor aunque yo ya no respondía”, finalmente, Pedro comenzó a presionar para que tuvieran un encuentro con pretexto de entregarle un ejemplar de su libro, “quiero besarte”, escribió en el último mensaje que ella leyó pues canceló su cuenta temporalme­nte y bloqueó el contacto. “A” había vivido una experienci­a similar con Alejandro Villagómez, entonces profesor del Centro de Investigac­ión y Docencia Económicas, quien llegó a mandarle fotografía­s de su pene; en el caso de Villagómez, la conducta reiterada del envío de ese tipo de imágenes a los alumnos, provocó su despido del CIDE.

Hasta que una tarde, ¿fue casualidad o premeditad­o?, “A” visitó la Cineteca Nacional, iba sola, se sentó en lo alto de la sala y, un par de filas abajo, descubrió que estaba Pedro Salmerón volteando a mirarla insistente­mente.

En esta parte del relato, elabora: “sé que no es para tanto, que no es grave, me han pasado mil cosas, de los abusos que he vivido, este es el menor”. La interrumpo, quiero decirle que siempre es grave, que reflexione­mos por qué tendemos a minimizar o a disculpar a los acosadores.

“Creo que mi historia no es suficiente”, dice.

Me duele esa frase porque sé todo lo que entraña. Y le duele también a ella, que rompe a llorar.

“Recuerdo el miedo que tuve en la Cineteca, él no dejaba de mirarme, finalmente abandoné la sala, me sentía vulnerable, expuesta”. Han pasado 7 años desde aquello, “A” no pensó siquiera en contárselo a alguien, tampoco sabía que podía denunciar. Inevitable­mente, su relato cuela un entorno familiar violento, el padre golpeaba a la madre y luego la compensaba con dinero; “A” no tiene memoria de un vínculo amoroso, refiere el daño físico que le hicieron algunas parejas “no me defendía, para qué”. Recuerda la vez que quiso hablarlo en su casa y recibió por respuesta el consabido “fue tu culpa, eres una puta”. Con una lógica prístina, remata: “Si en tu casa te dicen que eres una puta y el Presidente dice que necesita pruebas, ¿para qué denunciar ante el Ministerio Público?, no tiene caso. Lo asumes y ya”. Me desarma, vuelvo a pensar en la guerra que sabes perdida, en la estrategia de solo resistir. Vuelvo a desesperar­me ante la certeza de que en el poder no hay interlocut­or posible, es un sinsentido dirigir cartas al Ejecutivo, firmar peticiones, suplicar al Senado que no se atreve a asumir una postura contraria a los designios del Presidente.

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