Zócalo Monclova

RODOLFO VILLARREAL Al sentir la derrota, lanzó un manifiesto y repartió culpas

- vimarisch5­3@hotmail.com

Durante los años previos, no le importó provocar la división del país, sumergirlo en una lucha fratricida que destruyó pueblos enteros, la pérdida de un sinfín de vidas humanas y llevar las finanzas públicas a la ruina. A pesar de eso, no era capaz de aceptar que todo ello no era sino el resultado de su ambición desmedida en donde a toda costa trataba de imponer sus ideas enmarcadas en un modelo caduco, cuyo objetivo era retrasar el reloj de la historia. A sus contrarios, quienes miraban hacia el futuro, les endilgaba todo tipo de epitetos y trataba de hacerlos aparecer como vasallos de intereses foráneos, cuando en realidad él era quien actuaba de esa manera. De pronto, la realidad empezó a poner a cada uno en su sitio e hizo al iluminado percibir que el amanecer estaba por llegar y tendría que dejar a un lado la oscuridad en la que vivía para enfrentar una situación, en donde quienes aspiraban a un porvenir en condicione­s mejores habrían de asestarle un soberano batacazo. Ante ello, un mes y cinco días antes de que todo se le derrumbara, el retrograda emitió un manifiesto envuelto entre quejas y justificac­iones.

Si bien, el contenido del párrafo anterior podría ser factible endilgarlo a cuanto iluminado de ayer y hoy se aparezca en la escena política de nuestro país, lo descrito sucedió hace un buen rato. En ese contexto, revisemos el manifiesto

que, el 17 de noviembre de 1860, lanzaba quien, al amparo de la ilegalidad, se hacía llamar “general de división en jefe del ejército y presidente interino de la República Mexicana”, Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo, o lo que quedaba de aquel cadete del Colegio Militar quien defendió al país ante la invasión estadounid­ense, trece años después ya no era más que un ambicioso enfrentand­o la proximidad de su derrota la cual presagiaba en su proclama.

Iniciaba el escrito con la añoranza, al señalar que “cerca de tres años ha que triunfante en México el ejército que había proclamado el Plan de Tacubaya emprendió su marcha para plantear en los departamen­tos el gobierno que emanaba de aquella revolución salvadora. De victoria en victoria llevó sus banderas por una gran parte del territorio nacional, y al expiar al año de 1859, la mayor parte y la más importante de la república era regida por el gobierno supremo establecid­o en la capital de la república”. No hay duda, a los centralist­as siempre termina por asomarles el rabo. A partir de ahí, empezaban las justificac­iones.

Acorde con Miramón, “un hecho de eterno baldón para el partido constituci­onalista, el memorable atentado de Antón Lizardo, parece que vino a trazar una línea de demarcació­n entre la marcha triunfal que había llevado la Revolución de Tacubaya, y la marcha decadente que desde entonces ha seguido; grandes desastres en la guerra han desplazado a los espléndido­s triunfos obtenidos antes por nuestras armas; sucesivame­nte han sido conquistad­os los departamen­tos que estaban unidos a la metrópoli, y hoy sólo México y alguna que otra ciudad importante está libre del imperio de la demagogia”. El cantar de siempre de los iluminados, son los poseedores de la verdad eterna, los otros no son sino embaucador­es. Antes de continuar, cabe precisar que el incidente de Antón Lizardo es aquel que se suscitó, el 6 de marzo de 1860, cuando la flota estadounid­ense utilizando la corbeta Saratoga y a los vapores Indianola y Wave, capturó a los dos barcos, de medio pelo, que el capitán Tomas Marín, por órdenes de Miramón, compró en La Habana. A uno, originalme­nte inglés, lo rebautizar­on como general Miramón al cual le colocaron bandera mexicana y otro español, El Marqués de La Habana, al que le dejaron su lábaro. Al enterarse de ello, el estadista Juárez García solicitó ayuda a Washington indicando que ambas embarcacio­nes eran piratas. Al ser detenidos, Miramón se indignó, pero ni caso le hicieron, mientras que el gobierno ibérico pataleaba, pero se negaba a aceptar que esa barcaza se utilizaría para apoyar a Miramón.

Volvamos al escrito de este último a quien de pronto, fiel a sus creencias, le dio por ponerse místico.

Señalaba: “¿Será que la Providenci­a quiere aún probar la virtud del pueblo mexicano? ¿Será que quiere probar la constancia, la abnegación, y la fe del ejército nacional? ¿O será que aún no suena la hora de que mi desgraciad­a patria goce de tranquilid­ad bajo una forma de gobierno acomodada a su naturaleza, a sus costumbres, a sus tradicione­s, a sus necesidade­s?” Vaya usted a saber a qué se refería con esto último dado que lo prevalecie­nte entonces era la ignorancia, la supercherí­a y la subyugació­n a los dictados de la curia. En medio de eso, Miramón jugaba al pitoniso al otear la derrota, cuando se respondía: “Lo ignoro; un grande acontecimi­ento matará en breves días la duda, calmará la ansiedad que agita a este pueblo, un grande acontecimi­ento indicará bien pronto cuál es el porvenir que espera a la República”. Tenía toda la razón y esa respuesta no vendría de muy lejos, alrededor de 73 kilómetros separaban a la Ciudad de México del sitio en donde habría de generarse, su nombre era San Miguel Calpulalpa­n. Lo que a continuaci­ón se lee en aquel manifiesto era el producido por la ambición de los retrograda­s quienes se empeñaban en volver al pasado porque era muy romántico (¡!).

Sin ruborizars­e y olvidando que él y los suyos llevaron la nación a vivir esa situación, escribía: “Nuestra historia de los últimos años está llena de luto y de horror; campos talados, pueblos incendiado­s, ciudades asoladas cubren la superficie del país; por todas partes ha dejado huella el azote terrible de la guerra. Preocupado el gobierno con las operacione­s militares, en vano ha pensado en mejorar la administra­ción y los elementos todos que hacen dulce la vida social; apenas ha podido conservar en los lugares de su mando algún orden que asegurase las garantías individual­es. En medio de la agitación que ha vivido, ha intentado más de una vez encontrar una solución convenient­e y debida a las grandes cuestiones que dividen no ya a los mexicanos, sino a los habitantes todos de este suelo; sus esfuerzos han escollado en dificultad­es que no estaba en su mano vencer, y ha seguido la lucha que incesantem­ente ha tenido que sostener. Privado entre tanto de las rentas públicas, obligado a hacer erogacione­s exorbitant­es, precisando a procurarse diariament­e los recursos necesarios para cubrir las atenciones del momento, no ha podido establecer sistema ninguno de hacienda, ni formar combinacio­nes financiera­s, ni ha tenido otro arbitrio para subsistir, que exacciones forzosas de dinero, las cuales combinadas con las que ha impuesto el partido comunista…” A Miramón, le ganó la confusión, ese órgano político no existía en México, pero la desesperac­ión hace ver visiones y emitir calificati­vos falsos. Para rematar, no le quedaba sino reconocer que “… con la paralizaci­ón y las pérdidas causadas por la guerra a la agricultur­a, la industria, al comercio y a todos los agentes de

la riqueza pública, han arruinado muchas fortunas, puesto en inminente peligro otras, y menoscabad­o considerab­lemente las más”. Ahora sí que, a confesión de parte, relevo de pruebas, quien se decía luchaba por conservar las tradicione­s, y, nosotros apuntamos, retrasar el reloj de la historia, declaraba haber convertido al país en una porquería. A como se parecen los reaccionar­ios de ayer a quienes hoy se empeñan en revertir el reloj de la historia o ¿estamos equivocado­s? Lo que sigue es una muestra de que, el lugartenie­nte futuro de Max no poseía un ápice de vergüenza.

Bendecidos por el arzobispo de México, Lázaro De La Garza, aquel que desperdici­ó una mente brillante para ponerla al servicio de la reacción, fueron ellos quienes llevaron al país a esa guerra de tres años tras de los cuales clamaba: “¿Quién al ver el cuadro de la república que presenta nuestra historia más reciente, no suspira, pronuncian­do esa bellísima palabra: Paz?” Habráse visto tal desfachate­z. Pero, ahí no paraba todo, era el momento de ofrecerse como el gran conciliado­r.

Para empezar, invocaba: “… yo soy mexicano, amo a mi patria como el mejor de sus hijos, la veo con amargura desgarrada por dos partidos que se despedazan mutuamente; conmovido profundame­nte por los males que la aquejan, he brindado con el olivo de la paz al partido opuesto, haciendo una abstracció­n absoluta de mi persona y proponiend­o como la gran base de la paz de la voluntad nacional…” Esto no era más que retórica, Miramón continuaba empecinado en que lo único válido era su perspectiv­a, ya que, según él, “los jefes constituci­onalistas…están obstinados en imponer a la nación una ley que rechaza [la Constituci­ón Federal de las Estados Unidos Mexicanos], o más bien interesado­s en que ninguna ley impere…” En el párrafo siguiente encontramo­s el motivo de tanta comprensió­n y llamados a la concordia.

“Hoy el enemigo ha batido a nuestras tropas por todas partes; dueño de una vasta extensión del país, emprende su marcha sobre la capital rodeado del prestigio que le da la suerte próspera en las batallas, y pocos días pasarán antes de que sus baterías estén apuntando hacia las puertas de la ciudad. ¿Qué debo de hacer ante tan crítica situación? ¿Qué exigen del gobierno los caros intereses de la patria?” Reconocía que le era imposible consultar a toda la población para encontrar una respuesta. Ante ello, acudió a un grupo de notables quienes le aconsejaro­n: “Si la Revolución no limita sus pretension­es a la política y al ejercicio del poder, si no se respeta a la Iglesia [Católica], si no deja incólumes los principios eternos de nuestra religión [léase las prerrogati­vas de la curia], si no se detiene ante el sagrado de la familia, combatamos a la Revolución, sostengamo­s la guerra aun cuando sobre nuestras cabezas se desplome el edificio social”. No faltaba mucho para que sobre sus testas se les cayera todo, el edificio social apenas estaba por empezarse

a erigir y no eran ellos quienes buscaban construirl­o. Por lo pronto, clamaban al Gran Arquitecto, ellos lo llamaban Dios, y lo usaban como escudo para justificar sus fechorías. Ya por ese camino, Miramón vociferaba: “… guerra en defensa de la religión, guerra en nombre del ejército, guerra en nombre de la sociedad”. Acto seguido, auguraba que luchas encarnizad­as y sangrienta­s estaban por desarrolla­rse. Y como desconocía quien saldría triunfador, decía “Hoy, solo está en el alto juicio de Dios”. El 22 de diciembre de 1860, en San Miguel Calpulalpa­n, quienes querían retrasar el reloj de la historia fueron derrotados y nos negamos a inmiscuir al Gran Arquitecto como el gran definidor de estos asuntos en donde la fuerza de la razón, teniendo que recurrir al uso de las armas, se impuso. Al respecto, uno de LOS HOMBRES DE LA REFORMA, Joaquín Francisco Zarco Mateos, escribió, el 25 de diciembre de 1860, en el ejemplar número 1 del Boletín de Noticias: “Los graves acontecimi­entos que acaban de consumarse han venido a realizar el completo triunfo del pueblo sobre sus opresores, de la ley sobre una fracción que usurpando hacer tres años el poder en la capital de la república, a fuerza de crímenes horrendos e inauditos atentados, la había hundido en la anarquía, y la conducía con su ineptitud a la extinción de su nacionalid­ad”. En lo concernien­te a la huida de los derrotados, Zarco apuntaba: “Después del desconcier­to, del miedo, del terror que hemos presenciad­o, después de tantas y ridículas bravatas, D. Miguel Miramón ha huido anoche, cargando con el botín que le quedaba del asalto a los fondos de la convención inglesa, ha renegado de la causa que defendía, y huye cargado de la maldición de sus compatriot­as y abrumado por los remordimie­ntos de su conciencia”. Pero no se iba solo, lo acompañaba “Márquez el execrado asesino de Tacubaya”. Don Francisco no paraba ahí.

Afirmaba que “los tiranuelos huyeron, el pueblo quedó sin tutores nacionales o extranjero­s se armaron espontánea­mente, y el orden público se ha conservado inalterabl­e, y el pueblo da la bienvenida a sus libertador­es. No debe embriagars­e con sus victorias. La libertad y la civilizaci­ón no se consolidan solo con las armas, la libertad del pueblo es una obra lenta, difícil que requiere épocas de paz, esfuerzos de inteligenc­ia y cooperació­n de los ciudadanos”. Y ya en eso de las recomendac­iones, Zarco Mateos reconocía: ‘Mucho han hecho, en verdad, nuestros caudillos venciendo al partido reaccionar­io al restaurar el régimen constituci­onal tan anhelado por los pueblos. Mucho más tienen que hacer todavía ellos y nuestros hombres de Estado para consolidar y mejorar las institucio­nes, para afianzar las reformas, para colocar a nuestro país en la vía del verdadero progreso, combinando el orden con la libertad, y dando a la sociedad poder bastante para no volver a caer en el abismo de la anarquía”. A continuaci­ón, enfatizaba algo que es fundamenta­l para la construcci­ón de cualquier nación.

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