Zócalo Piedras Negras

‘El pendiente’

- De política y cosas peores CATÓN

Te entregué mi virginidad” -le dijo Dulciflor a Libidiano en el Motel Kamawa, habitación número 210. Ella era una muchacha de buenas familias, educada en el Colegio de la Reverberac­ión. Ahí la madre superiora, sor Bette, exhortaba a sus alumnas a guardar siempre su virtud. Les decía: “No cambiéis una hora de placer por una eternidad de castigo”. “Perdone, reverenda madre -quiso saber una-. ¿Cómo se le hace para que dure una hora?”. Libidiano, por su parte, era un hombre dado a los placeres de la carne, salaz, concupisce­nte, lúbrico. Prosiguió

Dulciflor: “A más de mi doncellez te entregué mi pureza, mi castidad, mi honor”. Y preguntó en seguida. “¿Qué puedo esperar de ti?”. Pensaba en el sagrado vínculo del matrimonio. El lascivo sujeto, sin embargo, sugirió: “¿Un recibo?”. Cuando Cucoldo llegaba a su casa su esposa lo recibía tapándole los ojos con las manos al tiempo que le preguntaba: “A ver: ¿quién soy?”. “Pues claro que eres Mesalina, mi mujer -respondía él, impaciente-. ¿Por qué insistes en jugar siempre el mismo tonto juego?”. Al tiempo que el marido decía eso Patelana

salía con pasos tácitos de la casa. ¿Quién era Patelana? Ese nombre, abreviació­n de “Pata de lana”, se da en algunos estados del noroeste al querido de una mujer casada que la visita en el domicilio conyugal en ausencia del esposo. Se le llama así porque sus cautelosos pasos no se escuchan cuando el marido entra y él sale. En otras partes el querindong­o es conocido como “El pendiente”. Apréndalo el consorte cuya cónyuge le pide: “Dime a qué horas vas a llegar hoy en la noche, para no estar con el pendiente”. Un amigo de Babalucas le preguntó: “¿Para qué sirve la grasa animal?”. Babalucas se enojó. “Averígualo tú, pendejo”. Doña Gorgolota llegó a su casa con amigas. Se asombraron éstas al ver que su marido la esperaba en la postura de un perrito sentado sobre sus cuartos traseros al tiempo que le ofrecía sus pantuflas con la boca. Les explicó doña Gorgolota: “Todo empezó cuando tomé aquel curso de hipnotismo que vi anunciado en Internet”. Don Chinguetas se compró un telescopio y miraba a través de él por la ventana. Una noche doña Macalota, su mujer, le preguntó: “Ese planeta que ves todas las noches ¿ya se está bañando?”. Un piel roja contemplab­a el paisaje al borde mismo de un profundo abismo. Llegó por atrás otro indio y le dio un empujón, pero al mismo tiempo lo detuvo para que no cayera. Le dijo, burlón: “¿Te asustaste Ciervo Gris, hijo de Toro Sentado?”. Respondió el otro: “¿Tú qué crees, Pluma de Águila hijo de tu tiznada madre?”. Don Languidio Pitocáido se extrañó cuando al ir a la cama su señora le puso en una grabadora el Himno Nacional. Antes de que pudiera inquirir la razón de aquella insólita conducta la señora le dijo: “A ver si con esto”. (No le entendí). El Ensalivade­ro, lo sabemos, es un sitio apartado y soledoso al que acuden por las noches en sus automóvile­s las parejitas en trance de ardimiento. Una de ellas llevó a cabo el acto natural en el asiento trasero del coche. Terminada la ocasión ella le comentó a él: “Qué bueno que me dijiste tu nombre cuando veníamos, Pijolo. Mi mamá me tiene prohibido que trate con extraños”. Pepito lloraba desconsola­damente. Le preguntó su madre, preocupada: “¿Por qué lloras?”. Respondió el niño entre sus lágrimas: “Porque Forita se va a morir hoy en la noche”. Forita -Telésfora- era la linda mucama de la casa. La señora se sorprendió. “¿Por qué piensas que se va a morir?”. Explicó Pepito: “Porque oí a mi papi que le dijo: ‘De esta noche no pasas, mamacita’”. FIN.

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