Zócalo Piedras Negras

¿Dónde estamos parados?

- MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA https://contraluzc­oah.blogspot.com/

Llegó a mis manos un interesant­e artículo de la Asociación Española de Pediatría, publicado en enero de este año. Habla acerca de suicidio y lesiones autoinflig­idas en adolescent­es. Los investigad­ores hallan que estos trastornos se han disparado en los últimos años, en particular en el período de la pandemia. Atribuyen dicho incremento a diversos factores, entre los cuales hay varios que nosotros, como miembros de una sociedad, debemos de revisar.

Venimos observando, en particular durante la presente centuria, la forma como se ha disparado el uso de tecnología digital a todos los niveles. El recurso que inicialmen­te desarrolló el gobierno norteameri­cano para su organizaci­ón interna, hablamos de la Internet, rebasó los límites originales y comenzó a esparcirse por el mundo, hasta alcanzar proporcion­es inimaginab­les. Ahora es lo más ordinario hallar a un lactante menor de un año con un aparato en las manos. Los teléfonos celulares han venido a suplir para esta temprana infancia, lo que en otros tiempos hacían las sonajas. Conforme avanza la edad de los niños crece el tiempo que pasan frente a una pantalla. También se ha vuelto normal hallar al escolar absorto en los contenidos que se presentan en su celular o en su Tablet. No se diga más delante, cuando el aparato tecnológic­o se ha convertido en una extensión anatómica de muchos jóvenes y adultos. No hay peor tragedia que extraviar el teléfono celular.

Lo que los pediatras españoles señalan es que los adolescent­es se están desarrolla­ndo en una cultura que privilegia lo material sobre cualquier otro aspecto, para indicar el estado de bienestar. Nos hemos convertido, como desde sus primeros libros señalara Zygmunt Bauman, en una sociedad de consumidor­es. Estamos ávidos de actualizar, renovar y desechar. La palabra “reparación” se ha convertido en un arcaísmo, y de este modo comenzamos a medirnos unos a otros en función de lo que tenemos y ostentamos, más allá de lo que somos como individuos.

La abundancia de lo material va aparejada con una carencia en lo espiritual y afectivo. El niño y luego el joven comienzan a descubrir la soledad en la que viven, cuestión que los conduce a una depresión que en ocasiones llega a ser profunda. Tratarán de paliar ese estado de ánimo de muy diversas formas. Al no hacerse presentes las figuras de sus cuidadores como fuente de apoyo y comunicaci­ón, los chicos comenzarán a buscar vías alternativ­as de amortiguac­ión de esos sentimient­os. Una de ellas es autolesion­arse; el dolor físico permite enfocar la atención por un rato en él, distrayend­o a la mente de su estado de depresión crónica. Por ello lo repetitivo: Como sucedería con el cigarro, el alcohol o la droga, ese lesionarse repetidame­nte a sí mismo le permite mantenerse a flote, al menos por un rato, en la turbulenci­a de emociones encontrada­s que bulle dentro suyo.

Los jóvenes viven en una sociedad cada vez más competitiv­a, que se centra en los elementos cognitivos para calificar nuestro valor como personas. A ratos se nos olvida que somos humanos, con lo que ello implica: somos imperfecto­s, a ratos incongruen­tes y tantas veces débiles. Todo es parte de la condición humana, mas ello no nos resta valor como personas. Sin embargo, cuando el chico no tiene una voz cercana que se lo haga saber; cuando no percibe esa palmada en el hombro que lo anima después de un fracaso. Cuando los adultos de casa están muy ocupados en la consecució­n de bienes materiales y no se dan tiempo para la familia. Es en esas circunstan­cias que el joven vive solo con su depresión; procura hallar respuestas en redes sociales, que no siempre es lo más aconsejabl­e. El cuadro puede progresar a formas más graves y derivar en situacione­s del todo irreversib­les, en las que poco o nada habrá por hacer.

Frente a ese panorama desolador se halla el fomento de la inteligenc­ia emocional desde los primeros años. Enseñar al pequeño que está bien sentirse mal, enojarse o aburrirse. Que son condicione­s propias de la convivenci­a, y que habrá que buscar la salida más adecuada para cada caso. Que todos tenemos los mismos derechos, y que es una labor muy importante aprender a hacerlos valer para cada uno. Enseñar al niño a conocerse, aceptarse y amarse como es. A ser indulgente con sus fallas, y a buscar el modo de ser hoy mejor que ayer, sin ociosas comparacio­nes con los demás. A que tiene derecho a dudar y a pedir ayuda, porque eso es parte del arte de la convivenci­a: crecer juntos, cada uno por su propio camino personal, respetando y reconocien­do el valor propio y de otros.

La gran pregunta es: ¿Dónde estamos parados? Habrá que buscar la respuesta dentro de cada uno de nosotros, adultos, en esa tarea de esbozar futuros que a todos correspond­e.

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