JESÚS Y LA LEY
Entonces qué es lo que pretende hacer Jesús: Viene a purificar en el fuego lo que le impide a nuestro corazón darse plenamente a Dios. Lo que Cristo pide es un plus de justicia en la convivencia con los demás; un plus de santidad en la realización de nues
(Ciclo “A” Mt) 6º. DOMINGO ORDINARIO
No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: No he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley… Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”… si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar… Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”... También habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus juramentos al Señor”. Pero yo os digo que no juréis en absoluto… Sí, sí»; «no, no»: que lo que pasa de aquí
viene del Maligno.» (Mt 5 17-37).
En este evangelio leemos una importante aclaración que nos hace Jesús, quien declara que no viene a anular, derogar o abrogar la Ley de Moisés ni los Profetas (de esta forma se refiere a la Biblia, al Antiguo Testamento), al contrario, Jesús viene a confirmar, ratificar, colmar, completar o dar cumplimiento a la misma.
Cristo viene a “dar plenitud” a ley y a los profetas. ¿Cuál es esta Ley de Dios? Es la instrucción de vida que Dios dio a Su Pueblo en el Monte Sinaí, y está plasmada en los primeros cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En hebreo se le llama: Torá, que significa: instrucción, también conocida como “Pentateuco” en español. En el Reino de los Cielos se hacen las cosas como Dios manda, pues Él es Rey. Y la constitución del Reino es la Torá. El orden de Dios no ha cambiado. Jesús aclaró que él no vino a “abolir” la Ley. Él cumplió la Torá, poniendo en práctica las normas del Reino de Dios. No sólo la cumplió, sino que enseñó la Torá a sus seguidores. Jesús explicó que la Torá no ha perdido vigencia (Mateo 5:18-19) “Porque en verdad os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla”. Jesús explicó que el éxito o fracaso dentro del Reino de Dios se mide en base al cumplimiento de las ordenanzas de Dios (aunque la entrada es por gracia y por fe). Para Jesús la Ley es importante, pero ya no ocupa el lugar central. Él vive y comunica otra experiencia: está llegando el reino de Dios; el Padre está buscando abrirse camino entre nosotros para hacer un mundo más humano. No basta quedarnos con cumplir la Ley de Moisés. Es necesario abrirnos al Padre y colaborar con él para hacer la vida más justa y fraterna. Sin embargo, la mayoría de los cristianos ya deberíamos tener una comprensión básica de la diferencia entre la ley y el evangelio; pero simplemente no sabemos que tienen. Por ejemplo, la ley afirma: «Todo hombre es pecador»; el evangelio afirma que el pecador necesita a Jesús como su Salvador. O sea, la ley de Moisés declaró la justicia de Dios al hombre pecaminoso. La ley de Cristo nos trae el poder de vivir conforme a esa justicia. La ley de Moisés fue instituida con amenazas de muerte para los desobedientes, pero Jesús vino para salvar a su pueblo de sus pecados, así dándole vida
Entonces que es lo que pretende hacer Jesús: Viene a purificar en el fuego lo que le impide a nuestro corazón darse plenamente a Dios. Lo que Cristo pide es un plus de justicia en la convivencia con los demás; un plus de santidad en la realización de nuestras tareas más ordinarias; un plus de generosidad en nuestra oración, en la vivencia de los sacramentos. Por eso para Cristo no basta hacer justicia humana con el que nos ofende, pide que lo perdonemos, que nos reconciliemos con él. No le basta que no se cometa adulterio, quiere que custodiemos la pureza de nuestro corazón con una voluntad tajante: “si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela y arrójala lejos de ti”. No le basta la ley del divorcio, sino que correspondamos al designio divino sobre el matrimonio (cfr. Mt 19, 4). A Cristo, en fin, no le basta la vivencia externa de nuestros deberes de cristianos: ¡quiere nuestra coherencia, nuestra sinceridad de vida: “digan sí cuando sea sí…”! Por eso, según Jesús, no basta cumplir la Ley, que ordena «no matarás». Es necesario, además, arrancar de nuestra vida la agresividad, el desprecio al otro, los insultos o las venganzas. Aquel que no mata cumple la Ley, pero, si no se libera de la violencia, en su corazón no reina todavía ese Dios que busca construir con nosotros una vida más humana. Es la condición previa para poder acercarse a Dios, porque inútilmente nos allegamos al altar santo cargados de ofrendas que se repiten sin variación, si nuestro encuentro con el Señor no viene envuelto y acompañado con el encuentro fraterno con los demás. Y lo mismo dirá respecto del adulterio: el discípulo cristiano no simplemente se contenta con una integridad del cuerpo, sino que también debe aspirar a la del corazón y a la de los ojos, porque “quien mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior”. Aquel que no mata, cumple la Ley, pero si no arranca de su corazón la agresividad hacia su hermano, no se parece a Dios. En estas personas reina la Ley, pero no Dios; son meramente observadores, pero no saben amar; viven correctamente, pero no construirán un mundo más humano. Nuestro cristianismo será más humano y evangélico cuando aprendamos a vivir las leyes, normas, preceptos y tradiciones como los vivía Jesús: buscando ese mundo más justo y fraterno que quiere el Padre. Si atendemos bien, la lista de leyes que Cristo perfecciona en este evangelio tiene necesariamente un punto de unión con el amor, sea a Dios o al prójimo. Acaso, el saber perdonar al que nos ofende, al que ha dañado nuestra familia, nuestro trabajo, nuestro interior o nuestra situación económica, ¿no es el acto supremo del amor? El guardar nuestra pureza de corazón y de cuerpo, ¿no es un acto heroico de amor a nuestro Señor? El matrimonio, ¿no se puede traducir como fidelidad en el amor que Dios unió? Y, la coherencia en los deberes contraídos ante Dios, ¿no es una postura de un alma que quiere amar con sinceridad?
El eje central en la vida de toda persona, y en especial del cristiano, es «vivir la alegría del Evangelio»- El Antiguo Testamento nos dice no matarás, no cometerás adulterio, no jurarás: si caemos en la cuenta, no matamos, pero en nuestro interior sentimos ira, odio, violencia; no somos adúlteros, sin embargo, nuestros pensamientos y nuestras relaciones no buscan la continuidad y la fidelidad; no juramos, pero levantamos falsos testimonios y no vamos con la verdad por delante. Cuando descubrimos a Dios, vivimos el amor, la esperanza, la acogida, la ternura, la cercanía; valores humanos que hacen presente el Reino de Dios en la tierra. Eso es «vivir la alegría del Evangelio» Concreta así Jesús que es más importante el amor fraterno, el perdón y la reconciliación entre los seres humanos, los buenos pensamientos y las buenas obras, que miles de sacrificios o el literal cumplimiento de la Ley, por ello, Dios afirmó: “Misericordia quiero y no sacrificios”. Luego, un discípulo de Jesús antes de practicar cualquier culto a Dios no sólo perdona a quien le ha ofendido, sino que va más allá, se reconcilia con el hermano que tiene algo en su contra, así no tenga nada en contra de aquel. En suma, todo discípulo de Jesús está en comunión fraterna; es decir, vive y mantiene relaciones sanas con Dios y los demás seres humanos. Está propuesta impregna la profundidad del interior del ser humano y sustenta un dinamismo de conversión continua, para configurarle poco a poco con Jesús, el Hijo Amado del Padre que amó a la humanidad hasta el extremo dar su vida en la Cruz, por cumplir la Voluntad Divina, que es el Amor y la Misericordia mismos.
Así las cosas, vale señalar que quien vive la experiencia de las Bienaventuranzas y los valores dados por Jesús, es una persona nueva, que implanta en la humanidad el Reino de Dios, predicado y llevado a cabo por Jesús, pues tiene un nuevo corazón y centra todo en Cristo. Esa vivencia de la novedad del Reino de Dios nos puede llevar a pensar que la Ley y los Profetas han quedado abolidos, todo lo contrario, conlleva concretamente a cumplir la Palabra de Dios; por ende, el ser humano así cumple con la Ley y lo dicho por los Profetas. En conclusión, al darle Jesús plenitud a la Ley y a los Profetas, permite hacer ver que el cumplimiento de la Ley Divina, cuya importancia de esta Ley de Dios es grande porque sin ella, ni la gracia ni la misericordia de Dios nos salvará el día del Juicio. La Salvación y la Ley de Dios se relacionan íntimamente porque, aunque la Ley no salva, sí actúa como un espejo que nos permite ver la suciedad del pecado que hay en nosotros.
Por lo tanto, Jesús no vino a la tierra a abolir lo que ya había sido revelado. La Ley y los profetas indican la mente de Dios. El Hijo de Dios sólo les añade una dimensión divina. Tal enseñanza debería influir en nosotros, mientras el cielo y la tierra permanecen.
Sólo Cristo nos da la fuerza, los ánimos, el coraje y la paciencia para ser auténticos seguidores de su Persona; sólo así, nuestro compromiso de cristianos deja de ser un peso y se convierte en una respuesta de amor al Amor.
Por entender esto, Señor... te doy gracias.
¡QUE ASÍ SEA!