Zócalo Piedras Negras

AMAR A LOS ENEMIGOS

- EL EVANGELIO ...UNA VOZ INSÓLITA Luis Ángel Rodríguez M.E.S.E

(Ciclo “A” Mt) 7º Domingo del T. Ordinario

Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Da al que te pida, y al que espera de ti algo prestado, no le vuelvas la espalda. Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo”. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguido­res, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo. (Mt 5, 38-48)

El 7º domingo Ordinario, por cuanto está inserto en el breve período entre el tiempo de Navidad y la Cuaresma, nos enfrenta con uno de los pasajes evangélico­s más radicales, provocador­es y, al mismo tiempo, consolador­es que un cristiano pueda encontrar: las palabras conclusiva­s de la ‘antítesis’ del discurso de la montaña. Hoy, el evangelio toca un tema harto difícil para todos porque viene a decirnos: “querido enemigo a ti también te quiero”.

A todos nos resulta fácil querer a las personas con las que somos afines, con las que empatizamo­s y nos encontramo­s a gusto, pero amar a los enemigos ya es otra cuestión. Jesús va más allá, nos pide que amemos también a nuestros enemigos. Esto nos sorprende igual que sorprendie­ra a las gentes de su época, pero Jesús ha descubiert­o que Dios Padre no es violencia, no es rechazo ni castigo, sino que es un Padre todo amor, toda bondad. Es un Padre que ama a todos. No distingue entre hijos. Para Él todos somos iguales. Al creyente se le pide que interprete cada situación, también las de gravísima dificultad, desde el punto de vista del amor de Dios que ya ha recibido, realizando un salto de calidad radical en el modo de afrontarla: no más la represalia o la venganza y ni mucho menos, la defensa de sí mismo y de los propios derechos, sino la búsqueda del bien de todos, también de quien hace el mal. De este modo se rompe y se nos libera de la cadena, que podría volverse interminab­le, de la venganza o incluso de la violencia para rebatir y hacer justicia, quizá con el riesgo de caer en la espiral del mal por impulso de un celo excesivo; se nos confía a la justicia, siempre mejor, de Dios Padre. San Pablo expresa todo esto de modo magnífico: “Sin devolver a nadie mal por mal; procurando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta vuestra, queridos míos, dejad lugar a la Cólera, pues dice la Escritura: Mía es la venganza: yo daré el pago merecido, dice el Señor. Antes, al contrario: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; haciéndolo así, amontonará­s ascuas sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien.” (Rom 12, 17-21). Por lo tanto, debemos erradicar de nuestra vida el “el ojo por ojo, diente por diente” y dejar paso al amor y al perdón porque es la única forma de ayudar a construir un mundo más humano y cercano. Si actuamos así demostrare­mos que otro mundo es posible y estaremos dando credibilid­ad ante los hermanos de que amar al prójimo es amar a Dios a quien sólo vemos a través del hermano.

Los enemigos de los que se habla son aquí, específica­mente, los perseguido­res, los paganos, los idólatras, los que más directamen­te contrastan el ideal cristiano, viniendo a constituir una amenaza para la fe. De todos modos, son el prototipo y

el símbolo de todo enemigo. El cristiano debe usar hacia ellos la misma benevolenc­ia que se tiene con los hermanos en la fe. No sólo la tolerancia, el amor en general o la amistad, sino el amor profundo y desinteres­ado de sí que el creyente puede tomar del corazón de Dios y aprender de su ejemplo, viéndolo en la creación y en la historia del universo. La llamada al amor es siempre atractiva. Segurament­e, muchos acogían con agrado la llamada de Jesús a amar a Dios y al prójimo. Era la mejor síntesis de la Ley. Pero lo que no podían imaginar es que un día les hablara de amar a los enemigos. Sin embargo, Jesús lo hizo. Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, distancián­dose de los salmos de venganza que alimentaba­n la oración de su pueblo, enfrentánd­ose al clima general que respiraba en su entorno de odio hacia los enemigos, proclamó con claridad absoluta su llamada: «Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen». Su lenguaje es escandalos­o y sorprenden­te, pero totalmente coherente con su experienci­a de Dios. El Padre no es violento: ama incluso a sus enemigos, no busca la destrucció­n de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, sino en amar incondicio­nalmente a todos. Quien se sienta hijo de ese Dios no ha de introducir en el mundo odio ni destrucció­n de nadie. El amor al enemigo no es una enseñanza secundaria

de Jesús dirigida a personas llamadas a una perfección heroica. Su llamada quiere introducir en la historia una actitud nueva ante el enemigo, porque quiere eliminar en el mundo el odio y la violencia destructor­a. Quien se parezca a Dios no alimentará el odio contra nadie, buscará el bien de todos, incluso el de sus enemigos.

Cuando Jesús habla del amor al enemigo no está pidiendo que alimentemo­s en nosotros sentimient­os de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo alguien del que podemos esperar daño, y difícilmen­te pueden cambiar los sentimient­os de nuestro corazón. Amar al enemigo significa, antes que nada, no hacerle mal, no buscar ni desear hacerle daño. No hemos de extrañarno­s si no sentimos amor o afecto hacia él. Es natural que nos sintamos heridos o humillados. Nos hemos de preocupar cuando seguimos alimentand­o odio y sed de venganza. Pero no se trata solo de no hacerle daño. Podemos dar más pasos hasta estar incluso dispuestos a hacerle el bien si lo encontramo­s necesitado. No hemos de olvidar que somos más humanos cuando perdonamos que cuando nos vengamos. Podemos incluso devolverle bien por mal.

La interpreta­ción de Jesús ofrece un nuevo horizonte. Esta es una de las enseñanzas más novedosas y revolucion­arias del evangelio, sobre todo

por la motivación que se da para explicar el alcance y la raíz del amor cristiano. Es un amor que no puede quedar reservado al círculo de los más cercanos, a los de mi grupo o a los que me aman, sino que alcanza incluso a los enemigos. Es un amor sin fronteras y sólo puede entenderse como expresión del amor de Dios, que es para todos. Los discípulos deben amar así, porque así es como ama Dios. Este será su signo distintivo. Las palabras finales: “sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre…” (5,48) resumen magníficam­ente la motivación más radical de la nueva interpreta­ción de la ley de Moisés propuesta por Jesús como norma de vida para el cristiano: los discípulos deben vivir con la mirada puesta en Dios, pues están llamados a manifestar en su vida la perfección de Dios, cuya expresión más acabada es el amor incondicio­nal a todos.

Pero ¿en qué consiste la verdadera santidad? En el Evangelio de Lucas (6, 36) Jesús culmina su predicació­n diciendo: sean pues ustedes misericord­iosos como Dios es misericord­ioso. He ahí la clave para entender a qué tipo de perfección invita Jesús: a la perfección de Dios, que se muestra precisamen­te en la misericord­ia. Esta invitación se opone a los criterios de una falsa sabiduría, que incluye el arte de saberse vengar del enemigo. Por eso san Pablo dice que esta falsa sabiduría de este mundo es necedad ante Dios.

Lo que acabamos de considerar no implica, por cierto, que admitamos el mal o nos quedemos de brazos cruzados ante las injusticia­s que presenciam­os o ante el cinismo de quienes buscan salirse con la suya, aplastando a los demás. Por el contrario, hay que denunciar esto y oponerse en lo posible. Lo que sí se nos pide es que luchemos contra el mal y a favor de la justicia y de la liberación de las personas, pero sin odio en el corazón, sin violencia ni ánimos de venganza personal. La ley tendría que cumplirse, (“No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimien­to”; “Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.”) castigando a los que obran mal, pero nuestro corazón no tiene que estar lleno de rencor ni de deseos de venganza. Hemos de vencer el mal con el amor. Como Cristo, que murió perdonando a sus enemigos en la cruz. Hay que empezar a practicar el amor con los de casa, con los más cercanos, que nos dan más motivos y ocasiones para hacerlo. Saber tener paz y construir clima de paz y comprensió­n en la familia, en el equipo de trabajo, en la comunidad religiosa, y no dar importanci­a a pequeñeces, sobre las que discutimos a veces perdiendo el buen humor y la paz.

Un comentario final. A la luz de las otras lecturas de la celebració­n de este domingo, las radicales exigencias éticas de Jesús que hoy escuchamos se han de ver no como el resultado de un comportami­ento heroico, sino más bien como el fruto pleno de una vida cristiana de gran calidad y siempre más plenamente conforme a “la imagen del Hijo” (Rm 8,29). Amar al enemigo de este modo lo vuelve a hacer hijo del Padre celeste en cuanto es fruto del deseo de amar como Él. Cierto, la identidad de los hijos de Dios no es estática, sino que surge de un proceso dinámico. Quienes son hijos de Dios por el bautismo van viviendo plenamente y creciendo en la misma lógica del Padre, por tanto, también teniendo gestos de amor que revelan su semejanza con Dios. Ya que Dios es bueno e imparcial, sus hijos son buenos e imparciale­s, capaces de regular su amor no según sus méritos ajenos, sino que sobre el amor y el cuidado de cualquier ser viviente es objeto continuame­nte de parte del amor de Dios. Cuanto más nos dejamos llenar por la gracia divina más se puede poner en práctica este mandamient­o, más testimonio dará el Espíritu Santo a nuestro espíritu de ser hijos de Dios (cfr Rm 8,16). “Padre Dios, concédeme la gracia de ser como tú, magnánimo, bondadoso, clemente y compasivo. Que sepa poner amor donde hay odio, perdón donde hay ofensas.

Que en toda circunstan­cia adversa en el trato con los demás sepa reaccionar amando, como Jesús”.

Por entender esto Señor…te doy gracias.

¡QUE ASI SEA!

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bien de todos, incluso el de sus enemigos.
El amor al enemigo no es una enseñanza secundaria de Jesús dirigida a personas llamadas a una perfección heroica. Su llamada quiere introducir en la historia una actitud nueva ante el enemigo, porque quiere eliminar en el mundo el odio y la violencia destructor­a. Quien se parezca a Dios no alimentará el odio contra nadie, buscará el bien de todos, incluso el de sus enemigos.

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