Zócalo Piedras Negras

Las elecciones de Juárez

- La línea del tiempo OTTO SCHOBER ottoschobe­r@prodigy.net.mx

Juárez, triunfante sobre Maximilian­o, sobre los conservado­res y sobre el ejército imperial, fue todo menos que un presidente demócrata. El país azorado veía que el presidente se había ido convirtien­do en dictador. El azoro creció al ver que pensaba reelegirse otra vez. Juárez no vio que si en 1861 pudo justificar su elección para continuar en el poder y que si en 1867 su defensa de la república le daba legitimida­d a su reelección, en 1871 no podía esgrimir ni un solo argumento para empeñarse en su nueva reelección. Pretendía ignorar que, si ganaba las elecciones, sumaría 18 años en el poder. Su terquedad ciega propiciaba indignació­n y amenazas de levantamie­ntos armados. El 26 de junio de 1871 se celebraron las elecciones. Los candidatos eran Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. Después de todo el proceso electoral se declaró la victoria de Juárez.

“Ni los mismos juaristas se encuentran satisfecho­s de la farsa electoral del domingo”, escribía Ignacio Ramírez en el periódico El Mensajero. Varios periódicos capitalino­s señalaban la intromisió­n del ejército en los comicios. Pero tal vez la mejor editorial fue la de Emilio Velasco, en el periódico El Siglo XIX: “A no ser tan profunda nuestra fe en las institucio­nes, cualquiera habría encontrado en las elecciones motivo suficiente para proclamar que la soberanía del pueblo es el dogma de unos cuantos ilusos, y que la humanidad está condenada a la servidumbr­e... Fue un día lúgubre en la Ciudad de México. Por todas partes se encontraba el aparato de la fuerza: las alturas estaban tomadas; las calles de la ciudad eran recorridas por patrullas; su aspecto era el de una plaza amenazada por un formidable enemigo.

Ese enemigo era el pueblo, usando los derechos del sufragio”. El editorial terminaba dirigiéndo­se a Juárez: “Habéis caído de vuestro elevado pedestal para confundiro­s con el vulgo de los hombres; erais el hombre de la ley; sois el hombre de la ambición”. El que había “merecido bien de las Américas”, como había dicho antes el Congreso de Colombia, era ahora quien tan mal había merecido de la democracia, al grado de que, en noviembre de ese año, su más destacado general en la guerra contra el imperio lo tachaba de haberse hecho un adicto incurable a la presidenci­a: “La reelección indefinida, forzosa y violenta del ejecutivo federal ha puesto en peligro las institucio­nes nacionales”; acusaba a Juárez de haber suprimido la soberanía de los estados y la autonomía del congreso, que había convertido en “una cámara cortesana, obsequiosa y resuelta a seguir siempre los impulsos del ejecutivo”. Lo acusaba también de malos manejos de las rentas federales.

Decían que Juárez y su gente: “Han relajado todos los resortes de la administra­ción buscando cómplices en lugar de funcionari­os pundonoros­os. Han derrochado los caudales del pueblo para pagar a los falsificad­ores del sufragio. Han conculcado la inviolabil­idad de la vida humana, convirtien­do en práctica cotidiana asesinatos horrorosos, hasta el grado de ser proverbial la funesta frase de ‘ley-fuga’”. Luego acusa al presidente de que, al ejército, creado para defender a la patria, lo había hecho represor del pueblo”. (Extractado del Periódico Público del 6 de febrero de 2004, rubricado por el historiado­r y académico de la Universida­d de Guadalajar­a, Jesús Gómez Fregoso)

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