Nunca pierdas tu identidad
En el curso de Teoría de la Constitución que imparto este semestre en la Licenciatura en Derecho con Perspectiva en Derechos Humanos de la Academia Interamericana de Derechos Humanos, hace un par de semanas, abordamos el importante tema de la identidad constitucional.
Siempre he sentido un profundo amor para la Constitución y el derecho constitucional. No es casualidad que he decidido hacer mi doctorado en la que considero la más bonita de todas las materias jurídicas: el derecho constitucional comparado. Tampoco es casualidad que, hace varios años, al pensar en que nombre me hubiese gustado darle a mi hija, una de las opciones posibles era “Constitución”.
Al impartir clases (y en realidad en todo lo que hago) pongo tanta pasión y trato siempre de dar muchos ejemplos de la vida cotidiana y personal para que mis alumnas y alumnos reciban con claridad el mensaje que les quiero transmitir.
Al explicarles el tema de la identidad constitucional, les dije que todas las constituciones (expresión que va mucho más allá de una definición meramente formalista que se refiere a un documento que tenga este nombre), al igual que todas las personas, tienen una propia identidad, que tiene raíces históricas, culturales, políticas, sociales, y jurídicas, entre otras.
Se trata de la esencia de cada Constitución, que la característica y que la hace única. No hay ninguna Constitución igual a otra, así como no hay ninguna persona igual a otra (ni los gemelos, por muy parecidos que pueden ser, son idénticos entre sí).
En caso contrario tendríamos un gran problema. La Constitución de cada país tiene una función específica y clara: reglamentar la vida de la comunidad a la que está destinada. Pero nada es para siempre. Nada es inmutable.
Las sociedades y las comunidades cambian continuamente y si la Constitución no tiene una estructura y unos contenidos tales para que sea resiliente y tenga la capacidad de adecuarse a los cambios, esa Constitución necesita vivir un cambio radical y profundo.
Sociedad y constitución tienen la que podríamos definir como “relación recíproca”. Ambas tienen una cierta identidad y esencia y la relación funciona cuando hay reciprocidad, sin que ninguna de las dos trate de prevaricar sobre la otra, con respeto y responsabilidad.
Cuando ya no existen estas condiciones, esa relación ya no puede funcionar. Por su lado, la sociedad ya no encuentra su refugio seguro en la Constitución y la Constitución ya no le puede dar a la sociedad lo que necesita. No pierde su identidad, solo que esa identidad ya no es la que la sociedad necesita. La sociedad necesita una nueva Constitución.
Es lo mismo que nos pasa a nosotras, las personas. Nacemos, crecemos, vivimos nuestra vida con nuestra identidad. Hay una parte de nosotros que es nuestra esencia y que nos identifica; sin embargo, cada día somos distintos. Hoy no somos las mismas personas que ayer.
Mañana no seremos las mismas personas que hoy. Pero hay una parte, aunque pequeña, de cada uno de nosotros, nuestra esencia, que nunca va a cambiar. Y hay una parte “disponible” y resiliente que nos va a permitir adecuarnos a los cambios que la vida nos imponga.
Muchas veces tratamos de ignorar nuestra esencia, para encajar en roles y lugares que no queremos, por compromiso o por un extremo y excesivo sentido de responsabilidad.
Y entonces muchas veces, en nuestros espacios de trabajo, tratamos de pensar y actuar, no como nosotros lo haríamos, con nuestra empatía, intuición y sensibilidad, sino como otras personas, que quizás admiramos y respetamos, harían. Allí estamos perdiendo nuestra identidad.
Esto puede pasar también en nuestras relaciones personales. Hay personas a nuestro alrededor, como la familia, nuestras amistades y pareja, que en lugar de ser un lugar seguro donde refugiarse, nos faltan de respeto, actuando con indiferencia e ignorando nuestras necesidades, como si fueran ellas/os el único centro del universo, proyectando así en nosotros sus inseguridades y miedos.
Todas las relaciones –de trabajo, sociales, familiares, de pareja, amistades– se basan en equilibrios y, especialmente, en reciprocidad. En este caso, las constituciones nos dan una gran lección de vida. Tendríamos que aprender de las constituciones e “irnos” cuando sentimos que ya estamos perdiendo nuestra identidad.