Zócalo Piedras Negras

Régimen mentiroso

- CATÓN

Andrés Manuel López Obrador es un mitómano irredento, un mentiroso empedernid­o y contumaz. Decir eso es decir lo obvio, como hizo el filósofo de Güémez, popular personaje del folclor tamaulipec­o, cuando pasó por una casa en cuya acera había un gran tambo o bote de basura lleno hasta los bordes con hojas de tamal. Manifestó el filósofo con absoluta certidumbr­e: “A mí no me chingan. Aquí hubo tamalada”. En igual forma es obviedad afirmar que mucho de lo que declara López es mentira, como eso de que en México no se produce fentanilo, o que viajar por el país es muy seguro. También mucho de lo que hace el tabasqueño es simulación, como el ridículo montaje para celebrar la llegada de un avión de la DHL al Aeropuerto “Felipe Ángeles”. El problema aquí consiste en que los mentirosos acaban por creer sus mentiras, y AMLO ha inventado una realidad irreal. A sus ojos, los mexicanos vivimos en el mejor de los mundos posibles. Eso ya no es tema de política, sino de siquiatría, lo mismo que su actitud de megalómano al llamar a su obra “La Cuarta Transforma­ción” y ponerla en la misma fila como continuado­ra de las que hicieron Hidalgo, Juárez y Madero. La locura, pues; el delirio de grandeza, para decirlo con terminolog­ía amable. Es una pena que millones de mexicanos, especialme­nte los más pobres y faltos de escolarida­d, le crean al caudillo y sigan deslumbrad­os por su engañosa verbosidad. Si a ello le añadimos las dádivas que a diestra y a siniestra reparte el presidente a su clientela política ya se verá que el futuro de México aparece oscuro. Quizá peco de pesimista al decir eso, pero ya se ha dicho que un pesimista es un optimista bien informado. Sobre nuestro país se abatió una desgracia con este régimen fincado en la simulación, en la mentira, en la continua práctica de decir una cosa y hacer otra. Pasará tiempo antes de que nos libremos de una transforma­ción que nada ha transforma­do y que todo lo ha hecho retroceder. Considero mi deber narrar ahora algunos cuentecill­os que seden la inquietud de la República luego de mis ominosos vaticinios. Dulcibella, ingenua joven, iba a salir aquella noche con su nuevo novio, un tal Pitongo, hombre que tenía fama de seductor de doncellas. La mamá de la chica le advirtió: “Ten cuidado con ese individuo. Su subirá en ti y te marchitará la gala de tu honor”. Cuando pasada la medianoche Dulcibella regresó a su casa su madre la esperaba llena de inquietud. Le preguntó, nerviosa: “¿Se subió en ti ese hombre y te marchitó la gala de tu honor?”. “Todo lo contrario, mami -replicó ella alegrement­e-. Yo me le subí primero, y en un dos por tres le dejé bien marchita la gala del suyo”. El ciempiés y el cocuyo se casaron el mismo día con sus respectiva­s hembritas. A la mañana siguiente se reunieron a comentar sus respectiva­s experienci­as nupciales. El cocuyo se jactó: “Anoche le hice tres veces el amor a mi esposa. ¿Tú cuántas veces le hiciste el amor a la tuya?”. Replicó el miriápodo: “Una vez”. “¿Sólo una vez?” -se burló el cocuyo. “Sí -admitió el ciempiés-. Lo que pasa es que ustedes no tardan tanto en quitarse los zapatos”. El marido interrogó a su mujer: “¿Me amarás cuando sea viejo, gordo y calvo?”. “En verdad no lo sé -respondió ella con franqueza-. Bastante trabajo me está costando amarte ahora que eres joven, flaco y greñudo”. El candidato a la diputación regional sentía segura su victoria en la elección de ese día. Con aire de suficienci­a le anunció a su esposa: “Hoy en la noche dormirás con el nuevo diputado por la circunscri­pción 14”. Preguntó la señora: “¿Vendrá él a la casa o deberé yo ir a la suya?”. FIN.

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