CURACIÓN DEL CIEGO DE NACIMIENTO
“Habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Ciclo “A” Mt) 4° DOMINGO DE CUARESMA Sólo sé que yo era ciego y ahora veo… (Jn 9, 1-41)
Jesús ni siquiera pone en duda que estemos ciegos. Insiste, más bien, en la responsabilidad de la ceguera. El pecado consiste en pretender ver cuando cerramos los ojos a la luz. Éstos son los ciegos que hacen imposible el milagro. Jesús es impotente para curar a aquellos que no admiten la propia ceguera.
El domingo IV de Cuaresma es notable, como se sabe, por diversos motivos: es el domingo “Leatare” – según el titulo clásicoque anuncia la proximidad de la Pascua, pasada ya la mitad de la Cuarentena; segunda etapa de esta gran experiencia de examen interior y renovador que todos estamos llamados a realizar. Es el domingo “luminoso”. Hoy, somos invitados a abrirnos a la luz de Cristo para dar fruto en nuestra vida, para eliminar los comportamientos que no son cristianos. Debemos eliminar estos comportamientos para caminar con decisión por el camino de la santidad, que tiene su origen en el Bautismo. También nosotros hemos sido «iluminados» por Cristo en el Bautismo, a fin de que podamos comportarnos como «hijos de la luz» con humildad, paciencia, misericordia. (Papa Francisco)
En este texto leemos que los judíos debaten quién puede perdonar y/o juzgar. Un hombre ciego de nacimiento es sanado, y mientras que los discípulos, los vecinos, los padres, y los judíos entendían que nacer ciego es el resultado de un pecado, Jesús tiene un punto de vista diferente.
El evangelista, a lo largo de este cuarto evangelio, nos plantea una pregunta fundamental: “¿quién es este hombre?, ¿Quién es Jesús de Nazaret? Y la responde desde la propia experiencia de la comunidad. Hoy nos responde: Jesús es la luz del mundo. Se trata de una catequesis sobre el proceso de fe, tanto personal como de la comunidad. Jesús se revela como la luz del mundo. Parece ser como si Jesús quedara en un segundo plano en la lectura del pasaje, pero es El quien está desde el principio –toma la iniciativa, “Jesús vio” –en el centro del relato evangélico: “¿Quién es este hombre?”, y al final como Señor de la vida y de la historia, ante el cual hay que tomar partido: Quedarse en las tinieblas (ceguera) o estar en la luz (creer).
El texto de hoy, a través del milagro de la curación del ciego de nacimiento, (de nombre Bartimeo) facilita destacar el proceso de la fe, el don de ver, de permanecer en la luz. El ciego de nacimiento (“para que en él se manifestaran las obras de Dios”), primero no sabe quién es el que le ha hecho el don de ver (creer), no sabe dónde está (está presente-vivo en la comunidad); después, motivado por las interpelaciones (de los de fuera) reconoce que Jesús “es un profeta”.
Ha dado un paso más, pero aún tiene que superar las dificultades: de no ser reconocido por sus propios padres (no lo reconocen por miedo a ser expulsados de la sinagoga, cuando los cristianos ya lo han sido) y de mantenerse firme en la opción. Es entonces cuando Jesús le sale al encuentro y se produce la confesión de fe. “Creo, Señor”. Es el encuentro con Jesús vivo.
Las dificultades que rodean al ciego en su experiencia de iluminado son indicativas de situaciones paralelas en nuestras vidas: el cristiano se encuentra fácilmente con reacciones de admiración, de contradicción, de exclusión, de interrogación, incluso de desconocimiento (“no es él, sino que se le parece”). Hace falta toda la convicción de la fe para mantener el testimonio, y únicamente dejándonos iluminar más y más por el Señor conseguiremos llevar una vida luminosa. Esta luz frágil, también en nuestros tiempos. La Cuaresma es el tiempo propicio para alimentarla: con la Palabra de Dios, con la contemplación personal, con los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia.
Hoy en el contexto de la proximidad de la Pascua, habría que subrayar el valor de una celebración individual de la reconciliación, que sea la actualización del juicio que Cristo ha venido a realizar en este mundo: llevar la luz en medio de las tinieblas, y hacer que los hombres nos demos cuenta de cómo necesitamos esta luz para salir de nuestros pecados y llevar una vida cada vez más luminosa.
Juan, en su evangelio, introduce solamente siete milagros hechos por Jesús. El de la curación del ciego de nacimiento ocupa un capítulo entero y adquiere un relieve excepcional. Si queremos profundizar un poquito (sin la menor intención de confundir al lector) vemos que, desde el instante del misterio de la encarnación, el Hijo de Dios hecho hombre, es vista como una fuerza que conduce hacia la Luz, en tanto que la Luz-cristo ha venido a habitar en medio de tinieblas del hombre. La narración del ciego de nacimiento verifica este hecho: Cristo-luz, hombre-ciego. Y esta ceguera humana-espiritual viene a ser disipada a través del agua y de la fe.
El ciego de nacimiento recobra la luz de los ojos al lavarse en la piscina de Siloé, que significa “enviado”, uno de los títulos característicos de Jesús en el evangelio de San Juan.
Con un lavatorio que recuerda el del bautismo, el ciego de nacimiento recibía la vista del Enviado del Padre; primero la luz natural de los ojos de la carne y después la luz sobrenatural de la fe con la que dijo a Jesús: “Creo, Señor.
Y se postro ante el” para adorarle como enviado e Hijo de Dios. Todos nacimos espiritualmente ciegos, y ciegos no subiéramos quedado para siempre si Dios no se hubiese dignado hacernos pasar de las tinieblas que éramos, “a ser luz en el Señor” (Ef. 5, 8), a ser, por lo que a Él hace, “una vez iluminados” para siempre y resucitar de entre los muertos para ser iluminados por Jesucristo resucitado (Ef 5, 14). Como para garantizar su afirmación de que Él es la luz del mundo. Jesucristo lleva a cabo el milagro, primero de la iluminación física en el ciego de nacimiento y después de la iluminación sobrenatural con la infusión de la fe que en nosotros se verifica en el bautismo.
Con este milagro –enseña el Papa Francisco– Jesús se manifiesta y se manifiesta a nosotros como luz del mundo; y el ciego de nacimiento nos representa a cada uno de nosotros, que hemos sido creados para conocer a Dios, pero a causa del pecado somos como ciegos, necesitamos una luz nueva; todos necesitamos una luz.
En pocos pasajes como es este aparece más fuerte el contraste entre la luz y las tinieblas, entre Jesucristo y aquellos corazones que se obstinaban a no creer. Tener un corazón duro este era el problema principal con los fariseos como lo evidencia Mateo 23.
No podían ver la Verdad, aunque Él estaba parado justo frente a ellos. Si creemos realmente – a pesar de nuestra debilidad y de nuestro ser pecadores – que Jesús es fuente y es luz, lo seremos también nosotros.
Porque la fe cristiana no es tanto creer en un Jesucristo resucitado que está ahí arriba, sino en un Jesucristo vivo aquí entre nosotros, que derrama en nosotros su Espíritu y por eso – por gracia y voluntad suya, no por mérito nuestro –nos hace fuente de agua que da vida, luz que ilumina para caminar- como nos ha dicho San Pablo – en la “bondad, justicia y verdad”. Y sólo así, si nosotros dejamos nacer y brotar en nuestra vida esta fuente de vida y esta luz de vida, solo así –por medio de nosotros por medio de nosotros pecadores –Jesucristo podrá llegar a los hombres y mujeres de ahora y de aquí.
Hoy se nos pide a nosotros lo que el ciego de nacimiento reconoció iluminado por la fe, que Jesús es la luz del mundo, y sobre todo que nos dejemos iluminar. Abrir nuestros ojos espirituales es abrir los ojos a las realidades espirituales. Es aprender a contemplar los misterios de la vida de Cristo infiltrados en mi propia existencia, hechos carne y sangre en los misterios de mi propia vida. Es entrar en el misterio inagotable del Padre y captarme a mí mismo envuelto y abrazado en ese misterio.
Dios escucha al que cumple su voluntad y es humilde de corazón. Dios se retira y endurece, para que no vean, el corazón de los que no se tienen por ciegos. Jesús ni siquiera pone en duda que estemos ciegos. Insiste, más bien, en la responsabilidad de la ceguera.
El pecado consiste en pretender ver cuando cerramos los ojos a la luz. Estos son los ciegos que hacen imposible el milagro. Jesús es impotente para curar a aquellos que no admiten la propia ceguera. Esta es precisamente la moraleja del pasaje cuando se dirigía a los judíos: “Si fueseis ciegos estaríais sin pecado; pero decís: ¡Nosotros vemos! Vuestro pecado permanece” (Jn 9, 41).
Esta era su pecado: la ceguera con que creían que veían y no necesitaban de la Luz. Dios no pudo hacer más por nosotros. Aquí se nos manifiesta su ternura infinita. Y para una ternura como la que Dios tiene con nosotros, nuestra respuesta tiene que ser la que inspira un corazón de carne purificado e iluminado por las aguas regeneradoras del bautismo.
Por lo tanto, en una oración de agradecimiento profundo, terminemos nuestra reflexión: “Dios nuestro, luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con el resplandor de tu gracia, para que nuestros pensamientos te sean agradables y te amemos con toda sinceridad. Por Jesucristo, nuestro Señor”.
¡¡¡ASÍ SEA...!!!