Zócalo Piedras Negras

Tres dianas de muerte (II)

- La otra historia de México ARMANDO FUENTES

El calor apretaba. En una amplia habitación del piso alto de la casa principal de la hacienda de Chinameca el carrancist­a Jesús Guajardo bebía con cinco generales de Zapata. Una tras otra iban apurando las cervezas que el propio Guajardo destapaba.

Tenía en riesgo la vida el coahuilens­e. Emiliano Zapata se había dado cuenta de la conjura que su enemigo había organizado para asesinarlo, y se proponía matar primero a su rival.

A las 12 del mediodía un soldado de Zapata entró en la habitación donde bebían los seis hombres. Con un movimiento de cabeza llamó a uno de los generales y le dijo algunas palabras en voz baja. Guajardo, que simulaba estar borracho, aguzó el oído y alcanzó a oír la breve conversaci­ón entre los dos.

-Manda preguntar mi general Zapata si el señor que usté sabe está borracho ya.

-Dile que todavía no, pero que lo estará muy pronto. Yo le aviso.

Regresó el general a la mesa.

-Échese otra -le dijo a Guajardo

casi en tono de orden.

Jesús era famoso bebedor. Unas cuantas cervezas no lo iban a embriagar. Sin embargo, fingió estar ya borracho. Hablando con tartajosa voz de ebrio se dirigió a los zapatistas en tono de enojado:

-Bueno ¿y por qué mi general Zapata no viene a acompañarn­os? Tiene que echarse unas cervezas con nosotros. Debíamos mandar un propio a invitarlo.

Al decir eso daba grandes manotazos en la mesa. Parecía en verdad ebrio, pero jamás en su vida había estado más sobrio y más alerta.

Los zapatistas mostraron conformida­d con la proposició­n. La sugerencia estaba de acuerdo con las instruccio­nes que ellos tenían de Zapata: quería venir a Chinameca.

-¡A ver! -ordenó Guajardo a uno de sus hombres-. Ve con mi general Zapata y dile que lo invitamos a venir acá, que venga a tomarse una cerveza.

Uno de los generales zapatistas ordenó a su asistente que acompañara al emisario.

-Y dile al jefe que el hombre ya está en punto -añadió en voz baja.

Salieron los dos hombres, y los otros continuaro­n bebiendo. A Guajardo no se le escapó un detalle que era algo más que un detalle: los cinco generales zapatistas habían quitado la correa que fijaba la pistola de cada uno a su respectiva funda. Parecía que estaban prestos a sacarla en cualquier momento.

La espera se iba haciendo cada vez más tensa. Aunque seguían bebiendo los comensales ya casi no hablaban. Guajardo, para hacer más creíble su ebriedad, empezó a jactarse de que “mi jefe” el general Zapata le había otorgado el grado de general brigadier, y que con ese grado se dirigía a él cuando le enviaba una orden por escrito.

Para entonces había pasado ya una hora y media después de que salieron los mensajeros a invitar a Zapata. En eso se oyó estruendo de cascos de caballo. Se asomó Guajardo a la ventana. Un gran contingent­e como de 300 hombres avanzaba hacia la hacienda. Al frente, cabalgando en el hermoso alazán que Guajardo le había obsequiado el día anterior, venía Emiliano Zapata...

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