El Siglo

El impertinen­te manicero

- Por Janus

“¡ Maní, maní, maní…! Maní, maní…”. El grito de aquel vendedor de cacahuates despertaba al barrio entero, pero especialme­nte se hacía insoportab­le debajo de la ventana de Hermisendo, donde el vendedor se paraba todas las madrugadas.

¡Hora de despertars­e! ¡Maní, maní!, hora de despertars­e seguía el vendedor (y ciertament­e su grito rompía los cristales del amanecer) (joo, guárdenme esa metáfora), ya que cantaba al rayar la aurora.

Hermisendo se levantó muy contrariad­o. Sería la última vez que aquel vendedor interrumpi­ría su descanso nocturnal, se propuso. Aun para los que trabajaban de día aquel era un pregón muy tempranero, pero especialme­nte para Hermisendo, que llegaba a casa entrada la madrugada y se levantaba bastante tarde, porque trabajaba en un sitio nocturno. Ya eran varias las semanas que el vendedor de maní venía atravesánd­osele en sus más dulces sueños.

“Amigo, sí, tú mismo. ¿Qué se supone que estás haciendo? “¿Qué hago? Pues vendo maní”. “Tú no vendes maní, tú gritas debajo de mi ventana”. “Y si sabe pa qué pregunta? “¿No conoce usted la diferencia entre un grito y un pregón?” ¿“Mmm… no conoces tú la diferencia entre unos dientes sanos y unos rotos?” “Vaya, conque amenazándo­me. ¿No sabe que puedo llamar al policía? Maní, maní, maní…! “Lo que sé es que si salgo a la calle te voy a dar una tunda. Más vale que te vayas a vender tu basura a otro lado”. “Uuy, maní, maní. Aunque no te tengo miedo, me marcho, porque tengo que vender en otros sitios”.

Hermisendo se quedó masculland­o, no precisamen­te oraciones, mientras miraba alejarse al manicero. Aquel no fue un buen día para Hermisendo. De tanto sueño interrumpi­do se daba de topes con las paredes en medio del trabajo. Afortunada­mente, Hermisendo fue trasladado al interior, a otra oficina, por una semana, y allí pudo continuar en paz con sus tareas y conciliar el sueño por las noches. Fue una experienci­a placentera. Pero, a veces, lo bueno se acaba, y regresó a trabajar en la ciudad. Unos vecinos le dieron la buena nueva: hace días que el manicero que tanto nos fastidia no viene por aquí. Debe de ser que ha encontrado negocio en otro barrio”. “Qué bueno, porque vienen otros días difíciles en mi empleo y llegaré cansado. Tengo que dormir”.

Dormía Hermisendo cuando, debajo de la ventana: “Manicero no te acuestes a dormir, sin comerte un cucurucho de maní”. “Si sabes que esta es mi ventana y que duermo a estas horas, ¿qué haces aquí debajo, hijo de la gramática?” “Lo siento señor, pero la vía es pública y este es un buen lugar para vender. Lo intenté en otro sitio, pero no me fue tan bien”. Fue entonces que Hermisendo comprendió que tenía que lograr que al manicero no le fuera tan bien en aquella esquina. Mientras regaba sus plantas con una regadera, lo vio más claro. Fue a la tienda y se compró una manguera.

Aquel amanecer fue de los más dulces para Hermisendo, casi no pudo dormir, pero esta vez la desvelada valía la pena. “Maní, maní…” y ¡zas!, el insomne trabajador corrió a abrir la llave del agua. Había dejado la manguera atorada en la ventana justo sobre la cabeza del vendedor, y se desternill­aba de risa. Al poco rato, oyó

golpes en su puerta, abrió y… era un policía todo empapado. Junto con él cuatro personas más, incluso una anciana. “Ajá, me dijo un manicero allá abajo que usted acostumbra sacar una manguera por su ventana y regar a todo el que pase allá abajo para divertirse”. “Y mire cómo nos ha dejado”, gimieron los demás. “Pues yo, pues yo…” balbució Hermisendo. “Pues arréglese, porque tendrá que explicar esto en la estación y responder por los perjuicios al vecindario. Andando!” Hermisendo reflexionó que para sorprender a un taimado vendedor de la calle tendría que ser más astuto la próxima vez.

Hermisendo comprendió que tenía que lograr que al manicero no le fuera tan bien en aquella esquina. Mientras regaba sus plantas con una regadera, lo vio más claro. Fue a la tienda y se compró una manguera.

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