El Siglo

El recabuchón

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La pérdida del ojo derecho no fue por problema congénito al nacer. Nació con buen peso y todas sus extremidad­es. Un bebé saludable recibió en sus brazos Hortensia en la sala de maternidad del Hospital Santo Tomás, un 24 de diciembre, a eso de las 2 de la tarde.

La humilde mujer vivía en un inquilinat­o de madera, donde los cuartos estaban separados por la pared. El aire natural atravesaba sin problemas las rajaduras del madero de cada cuarto que casi se sentía el respirar de los vecinos y se escuchaba con mucha facilidad las tertulias que se formaban en los hogares cuando caía la tarde y toda la familia estaba reunida.

Tiburcio, de 17 años de edad, poco caso le hacía a su madre Hortensia. En la semana la mujer tenía que acudir a la escuela citada por el mal comportami­ento del hijo. Las quejas giraban en torno a que Tiburcio colocaba espejos en el piso cuando llegaba la hora de salida del colegio justo debajo de las faldas de las muchachas y se quedaba embobado viendo lo que el espejo reflejaba. “Recabuchón, enfermo", le gritaban enojadas las estudiante­s, detenidas en la fila.

Pese a las amonestaci­ones en el colegio, el muchacho seguía recabuchan­do a las jóvenes. Como pudo abrió un orificio en la pared sin que nadie lo viera, justo en uno de los sanitarios de las mujeres. Unos cuantos minutos para el recreo Tiburcio se impacienta­ba, movía nervioso las piernas y manos. Esto ocurría cada vez que se acercaba la hora del recreo, porque se iba directo al baño de mujeres a recabuchar a las estudiante­s cuando se dirigían hacer sus necesidade­s fisiológic­as.

El pelao pegaba el ojo en el orificio y veía a todas las estudiante­s que se bajaban las pantaletas, lo que le provocaba frotar sus partes íntimas hasta eyacular. Lo que él ignoraba era que cuatro de ellas descubrier­on lo que hacía durante el recreo y planearon algo macabro. Un día, trajeron un punzón y esperaron la hora del recreo, cuando sonó el timbre salieron despavorid­as para el baño y trancaron la puerta. Esperaron que Tiburcio asomara el ojo y empujaron con fuerza el punzón varias veces y en todo el colegio se escuchó el grito aterrador de Tiburcio, quien corrió con la camisa ensangrent­ada en busca de ayuda y con la parte de su ojo derecho en la mano.

Cuando en enfermería le preguntaro­n qué le pasó, no dijo ni pío por miedo al castigo. Le detuvieron la hemorragia, pero perdió el ojo. Pasó unos días en su casa en reposo y a la semana siguiente regresó a clases con el ojo derecho cubierto con un esparadrap­o negro. Nunca supo que dos de sus compañeras de salón fueron cómplices de lo que le pasó.

En la barraca era más cuidadoso en lo que hacía, pero igual tenía la manía de estar viendo lo que no debía. El cuarto en el que vivía con su madre estaba al lado del de Carmen y su esposo Williams, un hombre corpulento de 1.85 de estatura, de rostro poco amigable. Pese a convivir a pocos pasos, Tiburcio y Hortensia muy poco dialogaban con ellos. La relación entre estos vecinos no avanzó de un simple saludo de lejos.

Los quejidos de placer de Carmen y Williams en horas de la madrugada, sobre todo los viernes cuando sabían que al día siguiente no tendrían que ir al trabajo, le tenía los nervios de punta a Tiburcio. Un día se atrevió a abrir un agujero en la madera justo en la cama donde la pareja le daba rienda suelta al placer. Un viernes a altas horas de la noche escuchó los quejidos de Carmen, corrió y pegó el ojo que le servía en el orificio. Pese a la poca visibilida­d veía con lujuria las poses en la que era sometida Carmen por su marido. De repente la pareja escuchó el eco de un grito de placer del otro lado de la pared, era Tiburcio que había tenido un orgasmo. Williams en la mañana curioso por saber por qué se había escuchado ese quejido justo cuando mantenía relaciones sexuales con su mujer, descubrió que su vecino lo recabuchab­a. Agarro un bate de béisbol con el que practicaba el deporte los fines de semana, salió y tocó la puerta del cuarto de Tiburcio y le dio dos batazos en ambos costados, soltó el bate y le entro a guante en la cara, dañando gravemente el ojo izquierdo de Tiburcio, que al día siguiente camino rumbo al Hospital Santo Tomás sosteniénd­ose con un bastón y con los dos ojos cubiertos con esparadrap­o. La recuperaci­ón no fue favorable, porque su único ojo sano fue muy dañado por los golpes que le propinó su vecino. Con dificultad solo podía ver siluetas. Tiburcio pasó sus días al lado de su madre sentado en el portal de la barraca, pero siempre buscando que rascabuche­ar por ahí.

UN VIERNES A ALTAS HORAS DE LA NOCHE ESCUCHÓ LOS QUEJIDOS DE CARMEN, CORRIÓ Y PEGÓ EL OJO QUE LE SERVÍA EN EL ORIFICIO. PESE A LA POCA VISIBILIDA­D VEÍA CON LUJURIA LAS POSES EN LA QUE ERA SOMETIDA CARMEN POR SU MARIDO.

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