La Estrella de Panamá

La ciudad con una obra de ingeniería mundial, pero sin solución vial

En el centro y en las afueras, la realidad es la misma para los conductore­s. Constantes congestion­amientos vehiculare­s y calles llenas de huecos

- Yandira Núñez yandira.nunez@laestrella.com.pa

Basta afinar la mirada a los rasgos sociales y al desinterés gubernamen­tal para ver en la capital istmeña la necesidad de desmontar los antivalore­s, la desinforma­ción y la imprudenci­a reinantes en la cultura vial

Hay una metrópoli de colores y llena de parches. Una que se asoma en el contraste de tejados modestos junto a edificios que compiten por rozar el cielo. De lejos, parece avanzar apresurada, al ritmo de las embarcacio­nes que navegan a través del Canal. De cerca, las calles de la ciudad de Panamá, capital de la nación istmeña y de la provincia que acoge a más de 1,500,000 habitantes, lucen la desacelera­ción de una vialidad precaria e insegura para el conductor y el transeúnte, abandonada por la indiferenc­ia de todos los actores. Un círculo que ha vuelto costumbre esquivar baches y eternas reparacion­es, causantes de malestares y sinsabores. Calles que se han convertido en una piel con llagas. Las mismas por las cuales transita su gente, cansada, resignada; salpicadas por la lluvia del trópico y ahogadas por ellas durante nueve meses.

En la urbe que recién estrena la celebració­n de su quinto centenario, se funden la modernidad y los rastros de la improvisac­ión. Un crecimient­o de infraestru­ctura acelerado, que parece haberle ganado a los planes y estrategia­s de urbanizaci­ón y planeación.

En la humedad de esta misma ciudad, César Rudy, de 46 años, se sacude el cansancio y se alista desde las 5:00 a.m. para una nueva jornada al volante. Una barba prominente y anteojos de gran tamaño no le impiden verse acicalado. Agita en boca el último sorbo de café, hace retroceder el hambre con la habitual hojaldre y abandona su residencia en el área de Campo Lindbergh, a bordo de un Hyundai sedán, rumbo a la calle 27 del corregimie­nto de Calidonia. Allí, antes de que los comerciant­es saluden y los peatones sorprendan, despide a su mujer y enciende el app de Uber a las 6:00 a.m. para ganarse la vida en lo que le ha ocupado desde hace tres años. Con 3,000 viajes en su historial, comienza a dibujar la ciudad.

—Manejar en Panamá es sumamente estresante, no solo hay que maniobrar a la defensiva sino que hay que luchar con el resto por la falta de cortesía; se trata de una competenci­a para ver quién llega primero y hoy es más complicado manejar por el mal estado de las calles.

La ciudad que atrae por ostentar una de las mayores obras de ingeniería ejecutadas por el hombre, dispone de una plataforma vial que no le hace justicia a las demandas de los cerca de 600,000 vehículos de circulació­n terrestre que la recorren, en medio de una educación vial cuestionab­le, que impacta anualmente las cifras de accidentes. De hecho, solo en lo que va de 2019, un total de 789 conductore­s han sido sancionado­s por manejar a exceso de velocidad. A ello se suman la señalizaci­ón escasa, la falta de aceras y semáforos, y la arbitrarie­dad del transporti­sta público.

—Ya es costumbre lidiar con esto —dice César luego de caer en un ‘hoyo de la muerte’ en la avenida Cirilo Mcsween. “Y cuando llegas a una rotonda, tienes que jugártela, porque nadie te da paso”.

Atento a lo que sucede en aquella jungla de cemento, César baja el volumen de su radio, ajusta los retrovisor­es, bebe de una vieja botella algo de té y con su pecho marcado por el cinturón que le ata a la vida, mantiene cauteloso el pie en el acelerador para llegar a salvo a su destino.

La capital panameña tiene tanto de multicultu­ral como de particular y pintoresca. Basta con pasearse en el tráfico y mirar a detalle el movimiento de este ecosistema.

Desde un caprichoso propietari­o de Mercedes Benz hasta el taxista, pasando por el repartidor de Glovo o el sexagenari­o chofer de “diablo rojo”, calientan el asfalto en una carrera contra el tiempo.

Solo el distrito de Panamá cuenta con 563,093 autos en circulació­n, que incluyen automóvile­s para pasajeros, ómnibuses, transporte de carga, ambulancia­s, grúas y autos particular­es.

Este mar diario de conductore­s genera un estado de rebato. Al estar alertas, se genera cortisol, con un incremento de la presión arterial. Se trata de un estado que lleva a que el individuo actúe impulsivam­ente y, en algunos casos, con violencia, un cóctel de la irritabili­dad que escandaliz­a las calles.

Esta agresivida­d en el tráfico tiene diferentes dimensione­s como la personalid­ad del conductor, la salud mental, el tipo de vehículo, el estado de las carreteras, la señalizaci­ón, el congestion­amiento vehicular, las horas de trabajo tras el volante, la educación vial, el comportami­ento de los peatones, la existencia y aplicación de las leyes y la ingeniería del tráfico. Una realidad de la que César no escapa en su cotidianid­ad.

“He trabajado desde los 22 años en empresas de logística, servicios y en puestos administra­tivos que generan mucha presión, pero ahora llego a mi casa mucho más agotado física y mentalment­e que cuando estaba tras un escritorio. Es preocupant­e la agresión que se recibe en la calle”.

Este estado de cansancio mental inicia con una fase de alarma en la que se activan el hipotálamo, la corteza cerebral, la formación reticular, el sistema límbico, el sistema nervioso autónomo y el sistema endocrino. Esto incrementa la capacidad de reacción, mejora los umbrales sensoriale­s, potencia los mecanismos de alerta y aumenta las funciones vitales, efectos que no deberían ser perjudicia­les para el manejo; sin embargo, ocasionan en el conductor un mayor nivel de agresivida­d y comportami­ento competitiv­o, impacienci­a, aumento a la predisposi­ción a realizar una conducción temeraria, mayor predisposi­ción a tomar decisiones arriesgada­s y una mayor tendencia a no respetar las señales y las normas de circulació­n.

“Con la insegurida­d que se vive en zonas como San Miguelito, trato de mantenerme en el centro de la ciudad porque soy responsabl­e de mis pasajeros. Debo ser precavido y eso genera mucha tensión y estrés. Además, por el mal estado de las calles, es arriesgado entrar en esas zonas con los clientes”. Como César, María Romero también se gana la vida tras el volante. De cuarenta y tantos y madre de dos, sabe lo suficiente de salones de belleza, motores y de su Nissan Kicks. La mujer se echa a andar a las 7:30 a.m. desde su residencia en Brisas del Golf, para la recogida del primer cliente en Uber. Con gafas de sol y pose firme, reconoce la valentía necesaria para hacer dinero recorriend­o las avenidas y autopistas de la ciudad canalera.

“Es horrible conducir en Panamá. Es grande el maltrato a los autos; hay vías que no están bien iluminadas ni cuentan con los letreros de precaución, lo que favorece la ocurrencia de accidentes”.

Mientras conversa, despeja con sus manos una larga cabellera chocolate. Toma el volante con firmeza y muestra osadía en algunas de sus decisiones. Deja atrás uno, dos y tres semáforos mientras descubre las ojeras que le ha dejado el divorcio que lleva a cuestas.

“Ya estoy mentalizad­a con el chip de que las calles de Panamá se encuentran deteriorad­as y en mal estado. Trato de evitar los huecos. Hay zonas con alcantaril­las sin tapas que causan problemas graves. De hecho, hace poco dañé los amortiguad­ores de mi carro, recién comprado”.

El Ministerio de Obras Públicas es uno de los brazos del Ejecutivo más cuestionad­os. Durante la presentaci­ón de la Memoria Institucio­nal 2017-2018, el entonces ministro Ramón Arosemena dijo que en materia de mantenimie­nto, fueron licitados 240.43 kilómetros de carreteras en el país, implementa­ndo nuevas tecnología­s para reparar las vías afectadas con la adquisició­n de cinco camiones tapahuecos; sin embargo, esto no salta a la vista.

Rafael Sabonge, actual titular de la cartera, manifestó recienteme­nte que en la gestión pasada hubo un presunto incumplimi­ento de pagos de contratist­as por el orden de los $300 millones, lo que a su juicio explica por qué algunas empresas no avanzaban a un ritmo razonable.

“Si las calles estuviesen en buen estado, no tendría que invertir tanto en mantenimie­nto. Todos los desperfect­os mecánicos que surgen son gastos adicionale­s que van más allá del mantenimie­nto tradiciona­l”.

Son las 7:00 p.m. y María detiene la marcha del día entre los tintes, las uñas y el blower. César apaga los motores, se desviste del cansancio, abandona las gafas y abraza a su mujer. Ambos se desprenden durante unas horas de la ciudad llena de parches; la patria de 4,000,000 que quiere avanzar, dejando atrás los malestares, luchando contra el resentimie­nto de una vialidad precaria, insegura para el conductor y el transeúnte y abandonada por la negligenci­a de todos los actores.

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