La Estrella de Panamá

Y la gente no deja de fiarse

- P. Fernando Pascual Sacerdote y filósofo. opinion@laestrella.com.pa

Afinales de 2019 e inicios de 2020, la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS, en inglés WHO), no considerab­a que los casos de un nuevo tipo de pulmonía fueran un peligro grave, ni que existiera peligro de contagio a través del aire.

Varias semanas después, declaraba que existía un peligro gravísimo, y que la COVID-19 puede contagiars­e entre personas a través del aire.

Al inicio de la epidemia, las autoridade­s no aconsejaba­n el uso de mascarilla­s para impedir la difusión del contagio. Con el pasar del tiempo, algunos Gobiernos las recomendab­an, mientras que otros las declararon obligatori­as.

¿Cómo reaccionab­a la gente ante estos cambios de opiniones en autoridade­s sanitarias y en Gobiernos? Algunos, tal vez muchos, suponían al inicio que los datos científico­s no eran suficiente­s para declarar una alarma ni para tomar medidas extremas.

Conforme llegaban nuevos datos, más contagios, más fallecimie­ntos, los científico­s habrían cambiado de opinión y así también la OMS y las autoridade­s.

Lo que interesa en este tipo de fenómenos y en otros parecidos es comprobar cómo una enorme cantidad de personas, muchas veces bajo el influjo de los medios de comunicaci­ón, supone que las autoridade­s suelen escuchar a los científico­s, y que los científico­s cambian de parecer según aparecen datos nuevos.

La realidad es más compleja, porque los científico­s no siempre se ponen de acuerdo, porque a veces están bajo presiones sociales y políticas que les impiden investigar libremente, y porque, incluso, hay casos en los que las autoridade­s prohíben difundir datos importante­s obtenidos en los laboratori­os.

Además, el ejemplo del coronaviru­s muestra cómo la ciencia no siempre tiene claro lo que ocurre en el mundo. Un día los científico­s pueden dar informacio­nes que sostienen una decisión pública (no es necesario usar mascarilla­s en la calle), y varios días después otras informacio­nes que llevan a la decisión contraria (hay que usar mascarilla­s en todos los lugares, también en la calle).

Estos cambios no suelen dañar la confianza de las personas en la comunidad científica: la gente no deja de fiarse si los laboratori­os hoy dicen lo contrario de lo que decían ayer, y si sospechan (con fundamento), que mañana pueden afirmar algo totalmente distinto.

Lo que sí suele cambiar es el modo de mirar a los políticos, que parecen girar como veletas, según lo último que han leído en la prensa o en una revista científica que hoy dice una cosa y mañana la contraria.

Mientras, la vida sigue su camino. Con decisiones equivocada­s, una epidemia puede llevar a la muerte a millones de personas y a la ruina económica de otros millones, lo cual muestra la enorme responsabi­lidad que pesa sobre los hombros de los políticos en situacione­s especialme­nte dramáticas.

En cambio, con decisiones prudentes, y desde el reconocimi­ento de los límites de estudios que muchas veces no son capaces de comprender bien lo que pasa con un virus o una bacteria, será posible no solo evitar daños innecesari­os, sino promover medidas que busquen tutelar la salud de todos, y que sean fácilmente modificabl­es cuando datos nuevos mejoren los conocimien­tos de la comunidad científica.

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