Cultura: ¿apocalípticos o integrados? (I)
“Entender esta dicotomía resulta crucial para quien pretenda dirigir y organizar los destinos de la cultura de un pueblo, incluidas sus manifestaciones artísticas”
Amediados de la década de 1960, Umberto Eco reabrió, ya como un hecho evidente, el debate sobre la cultura de masas y el rol ideológico que ella juega en la sociedad. Esta lid, que ya habían iniciado, desde principios del siglo XX, pensadores tan influyentes como Oswald Spengler y Ortega y Gasset, fue mejor descrita no obstante por Walter Benjamin en 1936. Antes de la Segunda Guerra Mundial ya era evidente que los medios masivos de comunicación: prensa, radio y cine, hasta entonces, dictarían el patrón conductual del futuro, estado que luego elevaría la televisión y exacerbarían internet y las redes sociales.
Esos sabios, de tan disímiles concepciones filosóficas, pudieron ver el futuro: el reinado de la cultura de masas. Con ello, como telón de fondo, debemos observar la puesta en escena que la cultura panameña ha protagonizado en estas últimas semanas, en donde, obviamente, se corrobora la hipótesis de Eco de un mundo dividido entre integrados y apocalípticos, siendo estos (en peligro de desaparecer) los que aún separan los niveles culturales, y aquellos (cada vez más numerosos) los que los integran en un todo sin linderos.
Entender esta dicotomía resulta crucial para quien pretenda dirigir y organizar los destinos de la cultura de un pueblo, incluidas sus manifestaciones artísticas. Entendimiento del que tampoco escapa quien sea ejecutor de cualquiera de estas disciplinas, fundamentalmente si participa de las actividades que conciernen al arte.
Resulta más que evidente que la llamada economía naranja, aspecto de los más relevantes de la cultura de masas, es el vórtice de donde se desprende la actual problemática y las muchas que vendrán hasta que se defina con claridad si el Ministerio de Cultura ha roto con las posiciones apocalípticas y el Estado establezca cuál pretende sea el destino de las bellas artes.
Por lo que recojo de internet, la idea de economías naranjas e industrias culturales la generan un par de consultores del Banco Interamericano de Desarrollo en 2013 y que incluyen «a todas aquellas actividades que transformen el conocimiento en un bien o un servicio que trate de fomentar, además del beneficio económico, el desarrollo de la cultura y la creatividad.» Se agrega: «En este sentido, dentro de la economía naranja, el valor está determinado por su contenido de propiedad intelectual». Es decir, que las ideas al transformarse en bienes y servicios deben generar, en primer término, un rédito económico. Eso, en sí mismo, no es ningún descubrimiento. Lo novedoso es que estos teóricos vinculan la ganancia monetaria con la actividad cultural, sin diferenciación ninguna, sin categorizar nada. ¡Integrados!
En su exposición de motivos, la Ley que crea el Ministerio de Cultura de Panamá parte con una crítica: «El desfase del Instituto Nacional de Cultura ha generado una progresiva dispersión institucional de la cultura. Así, los temas vinculados a las industrias culturales, a la protección de los derechos de autor y a la salvaguarda del patrimonio inmaterial no son gestionados por la entidad que desde la racionalidad administrativa debería ser la encargada de regularlos». De esta manera podemos ver el vínculo entre la ley y los postulados del BID.
Sin embargo, cuando se habla de «racionalidad administrativa» ¿a qué se alude? ¿A gestionar el ministerio con una visión holística que abarque sus 43 distintas áreas de trabajo? ¿Todas con el mismo esfuerzo y caudales, a sabiendas, por ejemplo, de que Patrimonio Histórico, por sí solo, requiere de un instituto de carácter científico y con grandes recursos? El complejo de Panamá Viejo es una muestra de ello y después de la enorme inversión que se le ha hecho, apenas si puede ser comercial. Pero su importancia no radica en lo naranja, sino en lo que le aporta al país como tal. Portobelo, San Lorenzo, El Caño, por ejemplo, merecen igual tratamiento.
¿Cómo mirar la educación artística en un país en donde resulta ineludible que sea el Estado quien se encargue de ello? Nadie más lo hará. ¿Es por esto que se ha dispuesto poner estas escuelas en manos de un Ministerio de Educación, que, a duras penas, puede cumplir con lo básico en lo que ya le compete? La educación artística no es una industria que deje beneficios económicos, apenas es una inversión no redituable directamente y que debe estar en manos especializadas y sensibles al arte. Por lo que he escuchado a altos funcionarios esa es la meta. La premisa de que «el sujeto y el objeto de la educación es el alumno», en este caso, no me parece una valoración justa, sino un subterfugio. Nadie mejor preparado para encargarse de esas escuelas que el Ministerio de Cultura, con la creación de un Instituto de Bellas Artes.
Por esta razón tenemos que meditar sobre la función del arte en la sociedad y en el individuo; sobre el mundo de los artistas y sus necesidades básicas, fundamentalmente en su etapa de formación. Música, danza, teatro, letras como investigación y creación, como cuestionamiento y respuesta a las grandes preguntas del ser humano. ¿Cómo gestionar esto desde la óptica naranja? ¿Pretendemos que toda manifestación artística tenga una recompensa material como fundamento ontológico? No me parece.