La pena de muerte: su aplicación y los temores de críticos
Los partidarios de la pena capital se adhieren a ella por sus efectos intimidatorios. La historia de la humanidad indica que esa teoría es relativa. En algún texto penal se recogieron las estadísticas de los ajusticiados después de la Revolución Francesa.
La pena de muerte existió en Panamá hasta finales de la segunda década del siglo pasado, y en Chile fue abolida en el año 2001. Carlos Iván Zuñiga analizó el tema en un artículo publicado en junio de 2001
En nuestro sistema constitucional se establece su prohibición. Esa pena tuvo vigencia en Panamá hasta los años finales de la segunda década del siglo pasado”.
En los últimos meses, el tema de la pena de muerte ha estado en el orden del día. En Chile, hace un par de semanas, bajo el gobierno del presidente Lagos, se acabó de abolir, y es su reemplazo quedó la cadena perpetua. En nuestro sistema constitucional se establece su prohibición. Esa pena tuvo vigencia en Panamá hasta los años finales de la segunda década del siglo pasado.
Recientemente un diputado panameño quiso restablecerla como medida desesperada para hacerle frente al aumento de homicidios; pero a estas alturas resulta anacrónica la iniciativa, no solo por la existencia de la prohibición constitucional, sino por el mandato de algunos convenios internacionales.
Hace algún tiempo le preguntaron al gran penalista argentino don Sebastián Soler, qué cosas le preocupaban de la pena de muerte. Entre otros aspectos dijo, “no deja de preocuparme el insomnio del verdugo”. Las otras preocupaciones del eminente argentino eran de carácter filosófico, religioso y jurídico. Sin embargo, la aceptación de la pena de muerte no responde a una posición ideológica determinada. Existen corrientes de opinión de derecha partidarias de la pena de muerte; de igual manera la aceptan países con un dominio del pensamiento izquierdista. En la España archiconservadora de Franco, la pena de muerte era aplicada hasta a los delincuentes políticos. En la China comunista existe una alternativa semejante.
En el mundo religioso que responde a la fuente cristiana, al hombre y al Estado les está vedado quitar la vida a otro ser humano. Solo Dios puede disponer de un bien tan preciado. Ni se puede matar como sanción penal, ni se puede eliminar una vida por acción simplemente privada.
Los partidarios de la pena capital se adhieren a ella por sus efectos intimidatorios. La historia de la humanidad indica que esa teoría es relativa. En algún texto penal se recogieron las estadísticas de los ajusticiados después de la Revolución Francesa. Un porcentaje elevadísimo había presenciado alguna vez una ejecución en la guillotina. Estimo que ver rodar una cabeza al golpe de semejante lámina afilada debe aterrorizar, pero está probado que tal terror no inhibe el brazo homicida, brazo viejísimo que se pierde en las cavernas de los siglos. Uno de los esqueletos más antiguos fue encontrado con un hacha de piedra hendida en el cráneo.
En el moderno derecho penal, concebido en el siglo XVIII como conquista básica de la Revolución Francesa, los principios punitivos de la ley del Talión u otros más cercanos, como los de la composición, fueron reemplazados por algunas doctrinas que humanizan los correctivos penales y sobre todo por ciertos conceptos filosóficos que veían por o protegían al hombre criminal.
Todo lo cual fue adquiriendo fuerza lentamente hasta postular la resocialización del delincuente. Las nuevas ideas respondían a un desarrollo difícil, lleno de obstáculos.
El asesino que se arrepiente de su crimen o el hombre que encuentra en la cárcel los instrumentos para superar sus debilidades orgánicas o adquiridas, no es el hombre que debe purgar su crimen en una guillotina o en una silla eléctrica. Estos conceptos fueron ganando adeptos hasta que se construyó una gran estructura jurídica que podría garantizar la adaptación o readaptación a las normas de conducta establecidas por la sociedad.
Lo que también se previó fue la atención criminal inimputable, el loco, el peligroso, por ejemplo, que no se puede resocializar o resulta difícil lograrlo. Este tipo de delincuente, por imperativos de la defensa social, tendrá que ser sometido a la disciplina de la seguridad social, sin plazo fijo, por todo el tiempo que dure su peligrosidad.
Desde luego, la resocialización del criminal es una medida detestada por los familiares de la víctima, quienes desean un fusilamiento sumario. Esta posición es respetable, pero las normas penales en permanente desarrollo ya no ven en el ajusticiamiento la fórmula adecuada para castigar los homicidios atroces.
Además, la experiencia social ha dado gran categoría a lo irreparable de la pena capital. Si después de la ejecución surgen nuevas evidencias o pruebas que determinan la inocencia del ejecutado, ya nada puede hacerse en su beneficio. La comunidad mundial tiene fundadas sospechas que indican la existencia de centenares de inocentes que pasaron por el cadalso.
Hace escasas horas un tribunal de la Florida revisó un juicio seguido al joven español José Joaquín Martínez, condenado por un doble homicidio que se le imputaba. El crimen ocurrió hace cinco años y ya había sido condenado a la pena de muerte. Mientras permanecía en el corredor de la ejecución, sus padres con tenacidad más que comprensible y sus brillantes abogados lograron un nuevo juicio, y el nuevo jurado lo encontró inocente. Si en este caso José Joaquín Martínez hubiera pasado por la silla eléctrica, las nuevas pruebas ya nada hubieran logrado.
Por las razones expresadas, cuando se tiene la prueba de que un inocente fue ejecutado, la alarma social es dramática, el dolor de los parientes del ajusticiado es inconmensurable y el insomnio del verdugo debe ser realmente patético.
Publicado originalmente el 9 de junio de 2001.