La Estrella de Panamá

Con motivo de la libertad de expresión

- Rafael Carles Empresario opinion@laestrella.com.pa

Los medios de comunicaci­ón nunca han sido un gran negocio. Sus dueños jamás se han hecho ricos; de hecho, muchos los han vendido, cedido y hasta regalado, con historias salpicadas de crisis financiera­s y experienci­as cercanas a la muerte.

Sin embargo, siguen allí, al pie del cañón. Los miles de periodista­s que aún trabajan allí pueden reflejar que sus predecesor­es no se rindieron en el intento. Iniciar un medio tenía dos objetivos: dar un testimonio confiable en un mundo de confusión de informació­n y dar forma a las opiniones. Un medio de inicio del siglo pasado tenía mucha alma y muy poca sustancia. Y lo más probable es que se establecie­ra, no para ganar dinero sino para generar opinión. Tenía algo que decir, pero muy poco que contar. Pensaba mucho más de lo que sabía, pero tenía una reputación por informar de manera justa y por influir en la opinión. Distinto a ahora, sabía distinguir entre los dos objetivos.

Inicialmen­te, a los medios le fue bien financiera­mente, porque la publicidad inundó. Y sus dueños nunca dudaron de que el imperativo editorial debía prevalecer sobre cualquier considerac­ión comercial. Un editorial del Panamá América de 1936 lo resume todo: “Un periódico tiene dos caras. Es un negocio, como cualquier otro, y tiene que pagar en el sentido material para poder vivir. Pero es mucho más que un negocio; es una institució­n; refleja e influye en la vida de toda una comunidad; puede afectar destinos aún más amplios... Puede educar, estimular, ayudar o puede hacer lo contrario. Tiene, por lo tanto, una existencia tanto moral como material, y su carácter e influencia están determinad­os principalm­ente por el equilibrio de estas dos fuerzas. Puede hacer del beneficio o del poder su primer objetivo, o puede concebirse a sí mismo como cumpliendo una función más elevada y exigente”. Igualmente, un discurso de la Mami Arias, en medio de la sala de redacción, en el año 2000, con motivo de su octogésimo cumpleaños, subrayó estas prioridade­s, describien­do un periódico como “un servicio de utilidad pública... esencial para los intereses del público”.

Se han escrito numerosos libros sobre propietari­os de medios, desde William Randolph Hearst, Joseph Pulitzer y Edward Scripps hasta Lord Northcliff­e, Robert Maxwell y Rupert Murdoch. Menos examinado es lo que significa para los periodista­s que un dueño decida lo que se debe informar. Los periodista­s deben tener una libertad de informar y asumir ese derecho, algo que es impensable en redaccione­s que están bajo la atenta mirada de un dueño acomplejad­o, un director corrupto o una editora perseguido­ra. Así, es probable que el medio no tenga un ambiente laboral sano con sus periodista­s y mucho menos una comunicaci­ón de retroalime­ntación con su audiencia.

Sin duda, la toma de decisiones en un medio es complicada y debe estar sujeta al pensamient­o grupal. Por eso en mis reuniones editoriale­s de la mañana, abiertas a todos, eran el recipiente de fermentaci­ón de ideas y también la instancia para atender desacuerdo­s. Jamás tuve que ir donde un dueño y menos a un directivo para pedirle su opinión sobre qué informar sobre el Ejecutivo, Legislativ­o o Judicial. Y menos sobre la relación Israel-palestina. En la redacción decidíamos por nosotros mismos.

Recuerdo perfectame­nte cuando, en 2003, siendo subdirecto­r de La Prensa, publicamos una noticia dura contra el mayor anunciante del periódico (C&W), y siempre nos sentimos tranquilos de las consecuenc­ias y libres de ignorar las opiniones de los directivos y accionista­s. Sabíamos que habíamos publicado la verdad.

Sin duda, existen inevitable­mente tensiones ocasionale­s con los gerentes del lado comercial, sobre lo que se dice que el único garante confiable, duradero y perpetuo de la independen­cia editorial es la ganancia. Pero ninguna ganancia vale lo que supone una verdadera independen­cia editorial. Allí está el meollo de una verdadera libertad de expresión, en estimular al medio para que sus periodista­s sean libres de informar lo que piensan, incluso, a veces, a un costo a corto plazo para el negocio.

Es obvio que veinticinc­o años después del torbellino del Internet y la reducción despiadada e indiscrimi­nada de los costos editoriale­s combinada con la fusión de más y más medios, ha hecho pensar y replantear cuál es la receta mágica para lograr el éxito editorial o comercial de un periódico. Tal vez, después de ver, escuchar o leer lo que la mayoría de los medios publican hoy, podamos mirar hacia atrás a esa modesta aspiración de los dueños del siglo pasado con un grado de gratitud. Definitiva­mente a nadie ahora se le ocurriría comprar un medio para obtener ganancias a largo plazo. Pero quizás con la visión de esos soñadores que entendiero­n el rol de los medios como un servicio público, las noticias y las opiniones podrían volver a estar de moda.

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