Con motivo de la libertad de expresión
Los medios de comunicación nunca han sido un gran negocio. Sus dueños jamás se han hecho ricos; de hecho, muchos los han vendido, cedido y hasta regalado, con historias salpicadas de crisis financieras y experiencias cercanas a la muerte.
Sin embargo, siguen allí, al pie del cañón. Los miles de periodistas que aún trabajan allí pueden reflejar que sus predecesores no se rindieron en el intento. Iniciar un medio tenía dos objetivos: dar un testimonio confiable en un mundo de confusión de información y dar forma a las opiniones. Un medio de inicio del siglo pasado tenía mucha alma y muy poca sustancia. Y lo más probable es que se estableciera, no para ganar dinero sino para generar opinión. Tenía algo que decir, pero muy poco que contar. Pensaba mucho más de lo que sabía, pero tenía una reputación por informar de manera justa y por influir en la opinión. Distinto a ahora, sabía distinguir entre los dos objetivos.
Inicialmente, a los medios le fue bien financieramente, porque la publicidad inundó. Y sus dueños nunca dudaron de que el imperativo editorial debía prevalecer sobre cualquier consideración comercial. Un editorial del Panamá América de 1936 lo resume todo: “Un periódico tiene dos caras. Es un negocio, como cualquier otro, y tiene que pagar en el sentido material para poder vivir. Pero es mucho más que un negocio; es una institución; refleja e influye en la vida de toda una comunidad; puede afectar destinos aún más amplios... Puede educar, estimular, ayudar o puede hacer lo contrario. Tiene, por lo tanto, una existencia tanto moral como material, y su carácter e influencia están determinados principalmente por el equilibrio de estas dos fuerzas. Puede hacer del beneficio o del poder su primer objetivo, o puede concebirse a sí mismo como cumpliendo una función más elevada y exigente”. Igualmente, un discurso de la Mami Arias, en medio de la sala de redacción, en el año 2000, con motivo de su octogésimo cumpleaños, subrayó estas prioridades, describiendo un periódico como “un servicio de utilidad pública... esencial para los intereses del público”.
Se han escrito numerosos libros sobre propietarios de medios, desde William Randolph Hearst, Joseph Pulitzer y Edward Scripps hasta Lord Northcliffe, Robert Maxwell y Rupert Murdoch. Menos examinado es lo que significa para los periodistas que un dueño decida lo que se debe informar. Los periodistas deben tener una libertad de informar y asumir ese derecho, algo que es impensable en redacciones que están bajo la atenta mirada de un dueño acomplejado, un director corrupto o una editora perseguidora. Así, es probable que el medio no tenga un ambiente laboral sano con sus periodistas y mucho menos una comunicación de retroalimentación con su audiencia.
Sin duda, la toma de decisiones en un medio es complicada y debe estar sujeta al pensamiento grupal. Por eso en mis reuniones editoriales de la mañana, abiertas a todos, eran el recipiente de fermentación de ideas y también la instancia para atender desacuerdos. Jamás tuve que ir donde un dueño y menos a un directivo para pedirle su opinión sobre qué informar sobre el Ejecutivo, Legislativo o Judicial. Y menos sobre la relación Israel-palestina. En la redacción decidíamos por nosotros mismos.
Recuerdo perfectamente cuando, en 2003, siendo subdirector de La Prensa, publicamos una noticia dura contra el mayor anunciante del periódico (C&W), y siempre nos sentimos tranquilos de las consecuencias y libres de ignorar las opiniones de los directivos y accionistas. Sabíamos que habíamos publicado la verdad.
Sin duda, existen inevitablemente tensiones ocasionales con los gerentes del lado comercial, sobre lo que se dice que el único garante confiable, duradero y perpetuo de la independencia editorial es la ganancia. Pero ninguna ganancia vale lo que supone una verdadera independencia editorial. Allí está el meollo de una verdadera libertad de expresión, en estimular al medio para que sus periodistas sean libres de informar lo que piensan, incluso, a veces, a un costo a corto plazo para el negocio.
Es obvio que veinticinco años después del torbellino del Internet y la reducción despiadada e indiscriminada de los costos editoriales combinada con la fusión de más y más medios, ha hecho pensar y replantear cuál es la receta mágica para lograr el éxito editorial o comercial de un periódico. Tal vez, después de ver, escuchar o leer lo que la mayoría de los medios publican hoy, podamos mirar hacia atrás a esa modesta aspiración de los dueños del siglo pasado con un grado de gratitud. Definitivamente a nadie ahora se le ocurriría comprar un medio para obtener ganancias a largo plazo. Pero quizás con la visión de esos soñadores que entendieron el rol de los medios como un servicio público, las noticias y las opiniones podrían volver a estar de moda.