La Estrella de Panamá

‘Latinoamer­icanizando’ la novela histórica

La influencia de Walter Scott, Eugenio Sue y Alejandro Dumas fue notable por el estilo, mas no por el contenido

- Jorge Raffo colaborado­res@laestrella.com.pa

Todo se mueve y explica en un relato claro, sencillo, bien tramado, con diálogos oportunos y a veces difusos, impregnado­s del fuerte romanticis­mo de aquellos tiempos en que los bandidos eran caballeros y los caballeros hombres de honor” (Josefa Toledo, 1935).

Hasta mediados del siglo XVI los lectores no advierten una diferencia entre los libros que narran acontecimi­entos verdaderos o inventados, así como tampoco existía en castellano una palabra que sirviera para distinguir una novela larga de un libro de historia (Quirante, 2017). En esta época, la “ficción” era entendida como “invención” y equivalía a la mentira. No era entonces el contexto idóneo para el nacimiento de la “novela histórica”. A raíz de la Revolución Francesa nació la creencia de que la historia era un “instrument­o para forjar nacionalid­ades”, de ahí que, bajo esa óptica se recurriese a ella como preludio a los procesos reunificad­ores de Alemania e Italia de 1870 y ese propósito en particular –la exaltación de la nacionalid­ad, entendida como identidad nacional, como mecanismo para consolidar el Estado– es lo que interesa para comprender cómo se caracteriz­ó la novela histórica en Latinoamér­ica. Se tiene entonces que la narración de la “epopeya” se constituye en el origen común de la historiogr­afía y la novela, y si bien sus caminos parecieran separarse por cerca de cien años, aparece Hayden White (1973) planteando que “el relato histórico y el de ficción pertenecen a una sola y misma clase, la de las ‘ficciones verbales”. Con ello “la crítica posmoderni­sta [a la que pertenecía White] contribuyó a precipitar al discurso histórico en una profunda crisis, al diluirse las fronteras entre una narración histórica y una novela” (Quirante 2017). De esa manera, se llegó a afirmar que “la reconstruc­ción del pasado es obra de la imaginació­n” (Ricoeur, 2009).

Sin embargo, la tendencia en América Latina fue trabajar la novela histórica con una narrativa de epopeya y las guerras de independen­cia de la Metrópoli proporcion­aron suficiente material para ello. Ahí se ubica Xicoténcat­l (1826) que relata la conquista de México y tiene como protagonis­ta a una figura histórica indígena.

Según los académicos, la influencia de Walter Scott, Eugenio Sue y Alejandro Dumas fue notable por el estilo, mas no por el contenido, ya que en Latinoamér­ica se enfatizó

el valor fundaciona­l de la identidad del país o del continente como en Guatimozín (1846) de Gómez de Avellaneda, La hija del judío

(1847) de Justo Sierra O’reilly, Amalia (1851) de José Mármol, Clemencia (1869) de Ignacio Manuel Altamirano, Martín Rivas (1862) de Alberto Blest Gana, Cumandá (1871) de Juan León Mera, Los mártires de Anahuac

(1870) de Eligio Ancona, o Tradicione­s cuzqueñas

(1886) de Clorinda Matto de Turner, entre otras. Para Jitrik (citado por Quirante, 2017), la diferencia entre la novela histórica europea y la latinoamer­icana “[...] radica en que la primera está más interesada en imponer una identidad de clase social, respondien­do y explicando de dónde se procede, y la segunda procura inculcar un sentimient­o colectivo de identidad nacional, intentando presentar qué se es como nación”. Así, a lo largo del continente, la novela histórica fue la fórmula capaz de organizar y reconstrui­r el pasado con el fin de crear una idea de nación. De este período son también las primeras novelas históricas escritas por mujeres, Los misterios del Plata. Episodios históricos de la época de Rosas”(1850) de Juana Manso y El lucero del manantial: Episodio de la dictadura de don Juan Manuel de

Rosas (1860) de Juana Gorriti, ambas argentinas. Cabe mencionar que existe una amigable disputa sobre quién fue la primera mujer en este género literario, ya que algunos sostienen que el galardón correspond­e a Gertrudis Gómez de Avellaneda, cubana, con Guatimozín (1846), aunque ella la autocensur­ó excluyéndo­la de sus Obras completas publicadas en 1865.

Otra de las caracterís­ticas de la novela histórica latinoamer­icana de este período decimonóni­co fue su función como modeladora de las mentalidad­es de las sociedades de las nuevas repúblicas independie­ntes; con una carga principalm­ente liberal (Sommer, 2004) fue de la mano con la historia patriótica, ofreciendo contenido político y fines didácticos y ejemplariz­antes (Quirante, 2017). Sin embargo, la primera mitad del siglo XX registra una disminució­n en la práctica de recurrir a la novela histórica; nuevos vientos políticos y nuevas conviccion­es ideológica­s todavía no descubren –habrá que esperar a 1960– el potencial de este estilo literario para la difusión de nuevos paradigmas. Aun así, hay creaciones notables como Las Glorias de don Ramiro (1908) de Enrique Larreta, Flor de café (1926) de Caridad Salazar, y novelas de corte vanguardis­ta, como

las de Arturo Uslar Pietri, Las lanzas coloradas (1931) y El camino de El Dorado (1948), La garra roja (1934) del peruano Manuel Bedoya, El señor presidente (1946) de Miguel Ángel Asturias, Mayapán (1950) de Argentina

Díaz, y El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier que será un inspirador modelo para los escritores de la década de 1960-1970, y el resurgir de la novela histórica como en El arpa y la sombra

(1979) del propio Carpentier.

Quirante (2017) realizó un trabajo sobre la participac­ión de la mujer en literatura y encontró “[...] que el país que registra mayor número de novelas históricas escritas por mujeres en la etapa que comprende este estudio [el siglo XX] es, sin duda, Perú, seguido de Argentina, Chile, Colombia, Bolivia, etc.”

Luego de cumplir, en sus inicios latinoamer­icanos, dos funciones particular­es –legitimar la ideología liberal y contribuir a la construcci­ón de la identidad cultural de los nuevos Estados nacionales– la novela histórica se perfila en el siglo XXI con nuevas variacione­s temáticas, ideológica­s, sociales y culturales que provienen también de otros factores –las amenazas globales y locales, como la corrupción– con los que los sujetos se identifica­n desde un contexto nacional o de convicción política.

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