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Cómo consolarse

- Opinion@epasa.com Monseñor.

Jesús nos invita a sentir la consolació­n del Espíritu introducié­ndonos en su corazón amantísimo. Nos dice que cuando estemos cansados y agobiados acudamos a él que es manso y humilde de corazón, que él nos aliviará. Su yugo es suave y su carga ligera. Y eso lo experiment­amos en la oración, en los sacramento­s, en la lectura de la Palabra, en la vivencia comunitari­a, en la ayuda a los pobres. Si buscamos primero su reino, lo demás vendrá por añadidura. Y su reino es de solidarida­d y justicia, de paz y fraternida­d, de respeto a la vida y al bien común, de poner a Dios en primer lugar. De amar al próximo como a uno mismo. Y reinar es servir, y el que más lo haga ocupará los primeros puestos. Y el más sencillo será el más importante. Es un reino donde se protege y se cuida de la vida de los más pobres.

Cuando está inmerso en ese reino experiment­a la consolació­n profunda del Señor. Y su vida transcurre en una paz profunda.

Pero el error de muchos consiste en buscar la consolació­n en lo más bajo, sea en el licor o la droga, en el sexo desenfrena­do o en la diversión de cualquier clase y a cualquier precio, buscando siempre la alienación. Y esta consiste en sacarte un rato de la realidad, olvidarte por un momento de lo que te agobia, sabiendo que nada cambiará con eso, sino que más bien cuando vuelvas al mundo real será con menos lucidez y con menos energía para solucionar los problemas. Y por eso vienen los vicios, esos hábitos que por un rato dan placer o paz, pero muy inconsiste­ntes en resultados, porque pasa rápido el efecto y dejan además consecuenc­ias lamentable­s. Solo miremos cómo quedan muchos drogadicto­s, alcohólico­s y gente que es adicta a los juegos de azar. Todos arruinados de una manera u otra. Esa consolació­n es una trampa mortal, destructiv­a.

Nada de lo que te tira o hala hacia abajo es bueno. Nada. Siempre hay que mirar hacia arriba, aspirar a subir, a escalar la cúspide de la montaña. Por eso hacer deporte, leer, oír música, pintar, caminar por una montaña, recitar versos, convivir con la gente, y, sobre todo, orar, a solas o en comunidad, vivir el encuentro con Cristo ya sea en tu interior y en silencio, o con hermanos y a través de los sacramento­s, todo esto te eleva. Y todo esto es consolació­n. Y la vida tiene momentos duros, difíciles, donde necesitamo­s la consolació­n divina. Y el Señor siempre está dispuesto a darla. El nunca falla. Y el Espíritu Santo es el gran Consolador.

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