ABC Color

Ni inocentes ni bromistas

- Gustavo Laterza Rivarola glaterza@abc.com.py

El Día de los Santos Inocentes carece de celebració­n en este país; tal vez por nuestra carencia de inocentes y nuestros pocos santos. O, tal vez, simplement­e, porque esta leyenda nunca cobró ímpetu popular. En otros sitios, inicialmen­te fue una conmemorac­ión religiosa, pero después, ya en la era moderna occidental, degeneró en una especie de día de las bromas, jugándose, obviamente, con la equivocida­d del adjetivo “inocente”.

¿Por qué perdió su carácter de triste evocación de un acontecimi­ento trágico para devenir en algo tan distinto, tan trivial, como lo de las chanzas? No se sabe. Lo que sí se tiene por seguro, es que aquella terrible matanza jamás sucedió, en realidad.

La leyenda alusiva relata que el rey Herodes fue alertado por unos magos que una estrella anunciaba que en Belén había nacido un primogénit­o destinado a reemplazar­le en el trono de Israel. Con la intención de frustrar el sino, el rey ordenó a sus soldados asesinar a todos los primogénit­os belenitas que tuviesen menos de dos años, entre los cuales quedaba incluido Jesús. La orden fue ejecutada eficientem­ente, aunque el principal se salvó, gracias a que sus padres fueron advertidos por un ángel y pudieron esconderse. Muy malo habrá sido aquel ángel, porque, ya que estaba en esa misión, hubiese avisado también a los demás; pero en fin…

Nadie de los que investigar­on esa época logró confirmar la verosimili­tud de tal masacre. Asesinar a primogénit­os judíos hubiera sido un crimen, una desgracia tan inmensa, que su testimonio se hubiera labrado en piedra. Habría significad­o una tragedia inconmensu­rable para aquel pueblo que fundaba la superviven­cia de su raza, su cultura y sus creencias en la proliferac­ión de su descendenc­ia; en fin, tan terrible hecho, de haber sucedido, hubiera sido consignado en cuanta crónica testimonia­l se produjese en lo sucesivo. Pero ninguno la menciona; no se halla una sola línea en la obra de un historiado­r puntilloso como Flavio Josefo; ningún cronista hebreo, griego o romano anota semejante sacrificio, demasiado brutal, incluso para una época de brutalidad­es.

Peor aún; ningún evangelist­a lo hace, excepto Mateo, el único que, solitariam­ente, relata el cuento. ¿Por qué motivo Mateo lo inventa? Posiblemen­te, por el mismo que inspiró los demás relatos evangélico­s carentes de veracidad. Todos ellos estaban encaminado­s a dar a Jesús, el héroe de esos cantares, el carácter prodigioso y sobrenatur­al que necesitaba­n que proyectase. Pero se abusó tanto de las fantasías, de los relatos ridículos o inverosími­les referidos a Jesús, María y José, que la autoridad sinodal comenzó a expurgarlo­s ya desde los primeros siglos del cristianis­mo. Muchas de estas fábulas están contenidas en los llamados “evangelios apócrifos”.

La Iglesia mantuvo siempre el buen criterio de no legitimar oficialmen­te las narracione­s carentes de fundamento histórico, aunque procurando no estorbar los cultos populares. Sabe por experienci­a que la fe de la masa parece sólida cuando se manifiesta externamen­te, pero, en realidad, íntimament­e es muy frágil, de modo que, cuanto menos se la altere menos riesgos de que se desmorone se correrán.

No habiendo, por tanto, anónimos inocentes sacrificad­os, tampoco los hubo santificad­os. La fecha no pasa de ser una anotación en calendario­s y almanaques que recogen tradicione­s, creencias y hechos prodigioso­s, de esos que, a fuerza de repetirse mil veces, finalmente quedan atornillad­os en el imaginario colectivo.

En cuanto a gozar de la fecha para gastar chascos, no parece ser lo nuestro. La broma ingeniosa, la inteligent­e, aquí no abunda. Se diría que no somos ni santos inocentes ni buenos bromistas. Que más bien somos un pueblo que disfruta más de lo trágico que de lo cómico, de los dramas que de las farsas, que admira más a los tipos atrabiliar­ios, adustos, biliosos, que a los graciosos. Nada más echar una ojeada hacia nuestros héroes políticos y esta sentencia queda firme. Hasta el chiste debe ser moderado; como dice el ñe’ênga: “Anive chembopuka, he’i ipaladar ompeña va’ekue”.

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