Cree en lo que comes
Cada día se publica algún supuesto descubrimiento médico que demuestra lo contrario de lo que hasta hoy creíamos. Lo que era muy perjudicial a nuestra salud, de pronto resulta beneficioso, y viceversa.
El huevo, el azúcar, la leche, la harina, después de tenérselos por los alimentos básicos de todo ser humano, pasaron a ser sospechosos de causar consecuencias nefastas. El trigo, elevado a los altares de la civilización por haber sido el factor principal del glorioso paso de la humanidad primitiva a la época neolítica, parece que devino algo de lo que hay que cuidarse. De las carnes rojas, mejor no hablar; los que las condenan ya son legión. Las aves portan la salmonella; el pescado contiene mercurio; los vegetales, químicos tóxicos; los aderezos, hipertensión; casi todo lo que respiramos produce cáncer, casi todo lo que nos gusta, diabetes.
El sol, dios supremo y originario de la humanidad, padre poderoso que, junto a la tierra y al agua creó y sostiene la vida en nuestro planeta, resultó ser más peligroso que una víbora en el bolsillo. A la Luna, nuestro bello satélite, le atribuyen influencias pésimas. Que pudre el pescado, que echa a perder la madera recién cortada, que incrementa las energías y presiones negativas. Los esotéricos aseguran que demonios, diablos, luisones, poras y genios malvados en general aprovechan el efecto gravitacional de la luna llena para incordiarnos más y mejor.
Con el colesterol hay una historia aparte. Al principio, todos eran malos; luego, nos lo clasificaron entre buenos y malos; ahora se anda insinuando que tal vez todos sean buenos. Entonces, se puede volver a consumir, por ejemplo, milanesa de chancho frita en aceite reciclado, un plato que figuraba entre las modalidades de intento de suicidio y que reclamaba, como mínimo, un tratamiento de urgencia con doble dosis de “jaguarete ka’a forte” intravenoso. La grasa animal, recientemente maldita por la medicina y expulsada del edén gastronómico, parece que hace bien no sé a qué, a la punta del pie, a la rodilla, la pantorrilla o el peroné. Los estimulantes –más antiguos que la misma antigüedad– están en todas las miras científicas. Es que, si hay algo notable en nuestra época, es que nunca como antes necesitamos estar permanentemente estimulados, con alta velocidad, con decibles insoportables, con juegos de luces sicodélicas, rindiendo culto profano al gimnasio o al sauna, convirtiendo al baile en acrobacia agotadora y buscando sensaciones epidérmicas intensas; para reforzar todo lo cual se asocian los alcaloides, el alcohol, los “energizantes” en general.
El opio, el cannabis, el tabaco, el café, el chocolate, la coca, la yerba mate, las bebidas alcohólicas, son consumidos desde la prehistoria. Estas últimas fueron las que más pleno acogimiento social recibieron y reciben. El único líder religioso al que se le ocurrió prohibirlas fue Mahoma, condenando a los pobres musulmanes a tener que beber a escondidas.
Si bien los citados son productos antiguos, lo que nuestra época inventó es su abuso. El opio ingresó a Europa como una medicina prodigiosa. El tabaco, en cambio, solo como entretenimiento. El chocolate debutó como medicamento para ganar mercado más fácilmente, no sin ser objetado por alguna autoridad religiosa. En ciertos lugares, en el siglo XVI, se prohibió a las mujeres consumirlo, porque se lo tenía por afrodisíaco. Hoy, se dice de él que en ciertas mujeres suple al placer sexual; o sea, una especie de consolador gástrico.
Sin embargo, a los que hay que temer es a los fanfarrones vestidos de blanco, dedicados a inventar “descubrimientos científicos” impactantes para vendérselo a medios periodísticos, de esos que publican artículos bajo el título “Verdades y mentiras sobre…” .
Hay muchos refranes sobre la comida y sus efectos. Un vegetariano ingenioso que discutía con carnívoros inventó la frase “Dime qué comes y te diré de qué te morirás”. Semanas después, murió arrollado por un camión granelero. Un verdadero profeta. Mejor es que quien crea con firmeza en lo que come.