Todos bajo sospechas
Rolando Niella
Unos días atrás, el primer argumento de los camioneros para su medida de fuerza fue expresado claramente, ante la prensa, por uno de sus dirigentes: “Es un negocio del presidente Cartes”. Para lo que me propongo comentar en este artículo, lo significativo no es si esa acusación es verdadera o no, lo importante es que la mayoría de los paraguayos la dieron por cierta.
Casi al mismo tiempo surgió la información de que el padre del ministro de Obras Públicas formaba parte de la empresa adjudicada con una concesión multimillonaria. El ministro afirmó que no sabía que su padre fuera accionista de la firma… Podría ser verdad, el problema es que la gran mayoría de los paraguayos no le creyeron.
En todo caso, si la explicación del ministro de Obras Públicas fuera verdadera, se trata de una gravísima negligencia porque, aunque no es obligatorio que un hijo conozca todas las actividades de su padre, sí que es la obligación ineludible de un ministro informarse detalladamente de a quiénes está adjudicando una licitación multimillonaria.
Unos días después se produjo una situación muy similar con el fiscal general del Estado: lo acusaron de enriquecimiento ilícito y, en conferencia de prensa, expuso una variedad de explicaciones que una vez más, como era de esperar, fueron recibidas con generalizada incredulidad.
La desconfiada mayoría de los paraguayos somos mucho más propensos a creer cualquier acusación que a aceptar explicaciones o disculpas. No hemos llegado a ese estado de sospecha e incredulidad de puro maliciosos, sino porque tenemos una larga experiencia que nos indica que la mayoría de las acusaciones son verdaderas y la mayoría de las excusas falsas.
En realidad hemos llegado a un punto en el que ya ni siquiera hace falta ninguna denuncia o acusación. Solamente con que haya dinero público en juego, basta para que se disparen las sospechas de negociado. Tal es la opinión, por desgracia bien fundada, que los paraguayos tenemos de nuestras autoridades.
No hay más que mirar esas listas de candidatos salpicadas de personas sospechosas de corrupción, muchas de las cuales no van a juicio a base de chicanas y dilaciones, para confirmar que la desconfianza del ciudadano común está más que justificada… ¿Qué otro motivo puede existir para una defensa tan obstinada de la impunidad ajena que la complicidad o la convicción de que, en el futuro, necesitarán garantizar que ellos mismos serán impunes?
Una consecuencia inevitable de ese generalizado ambiente de sospecha es que el gobierno y, con él, todas las instituciones han perdido hasta la última gota de autoridad moral para imponer la ley o para resolver conflictos a base de negociación y hasta de intermediar en diferencias sectoriales de intereses o emitir sentencias judiciales creíbles, porque realmente nadie cree en la imparcialidad y equidad de quienes administran los Poderes del Estado.
¿Cómo confiar en un Poder Ejecutivo siempre bajo sospecha y siempre respaldando a sospechosos; en un Poder Legislativo que incumple sistemáticamente las mismas leyes que sanciona; en un Poder Judicial y una Fiscalía cuyos responsables ni siquiera se han mostrado avergonzados de ser manejados ilegal y discrecionalmente con sobornos y amenazas, a golpe de llamadas de teléfono, desde el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados?
Cuando todo está bajo sospecha, nada funciona; salvo, por supuesto, los negociados que no solo esquilman e indignan sino que también ofenden, porque el abuso de autoridad menoscaba la dignidad de los ciudadanos.