ABC Color

A 40 años de naufragio que conmocionó al país

El río –como alguien dijo alguna vez–, cualquier río, puede con todo, lo arrastra todo, lo acoge todo; es como la vida, como el gran viaje, ese que nos lleva desde la primera luz hasta nuestro último reposo. Así es el río, manantial de vida y muerte: curs

- n Luis Verón surucua@abc.com.py

Al final del día, un 10 de febrero de 1978, aguas arriba de Puerto Kenmerich, en el departamen­to de Concepción, se produjo el naufragio de una embarcació­n repleta de pasajeros y carga.

A las 7:00 del día 9 de febrero, el buque “Myriam Adela” zarpó del puerto asunceño iniciando lo que se perfilaba como un viaje más, rutinario, como siempre. Llevaba –además de algunos cientos de kilos de carga– unos 26 pasajeros con destino a los diversos puntos ribereños, del río epónimo.

En las escalas que iba haciendo, se bajaron algunos pasajeros, pero los que abordaron fueron más; a tal punto, que cuando recaló en el puerto de Concepción, subió gran cantidad de pasajeros y un total aproximado de 17 toneladas de carga.

La tragedia

Aquel 10 de febrero de 1978, el calor apretaba. Aguas arriba, a aproximada­mente 70 kilómetros de Concepción, frente a un lugar conocido como Puerto Evita, en la estancia “Doña Alcira”, propiedad del capitán Carlos Rivas, el señor Prudencio Silva, segundo comisario de a bordo, notó que el tiempo estaba despejado, pero que se estaban formando nubes preparándo­se como para un aguacero.

El capitán de la embarcació­n, Juan Bautista Coronel, le comentó que el tiempo se presentaba “raro” y que el temporal que se avecinaba les alcanzaría a la altura de la estancia “Abente”, aguas arriba de Puerto Kenmerich; considerar­on la posibilida­d de volver a este puerto, pero, de repente, el infierno se abatió sobre el buque. En un relato que Prudencio Silva hizo a ABC Color, poco después de la tragedia, comentó que cuando comenzaron a caer las primeras gotas, los pasajeros entraron de la cubierta. “Me pidió alguien que cierre la puerta de la timonera, la cerré y me volví a sentar. Seguimos hablando, el viento soplaba cada vez más fuerte. Entonces el capitán le gritó al maquinista: ‘Dale toda la máquina y vamos hacia la costa...’”.

Al parecer, el capitán quiso dirigirse a resguardar­se bajo la barranca de la costa, pero al cambiar el rumbo, empezó a soplar un arremolina­do viento extremadam­ente fuerte, que arremetió violentame­nte contra el barco, amenazando destecharl­o. “Entonces –dijo Silva– yo me di cuenta que el “Myriam Adela no iba a aguantar, era algo demasiado fuerte, quise abrir la puerta para saltar, pero el maquinista me gritó: ‘aníke re abrí’, en eso se levantó la popa casi verticalme­nte y entró agua por todos lados.

“Yo me quedé pegado al techo. Pegué, pataleé, me fui a un lado y choqué, me fui al otro y choqué, entonces tanteé a la izquierda y me golpeé la cabeza con la barandilla de la cubierta, la agarré y supe que estaba afuera. El barco se iba al fondo, una gran corriente –era imposible nadar– me arrastraba; esperé que llegara al fondo. Me pareció que al hundirse iba dando vueltas sobre sí mismo. Apenas pude, pataleé, me faltaba aire –ya me muero, pensé–, al tiempo que iba a abandonar, vi la luz amarilla del sol, allá arriba de la superficie. Cuando salí afuera, me agarré de una madera que se desprendió del barco, y entonces salió a mi lado el pa’i de Pinasco: ‘Socorro’, me dijo, porque no sabía nadar, me retiré de él porque estaba desesperad­o, entonces vi que se volvió a hundir, sacaba la mano, y después su sotana blanca flotaba mientras se iba al fondo...”, comentó el señor Silva.

Una mujer robusta y morena, llamada Faustina Ortiz, acudió en ayuda del comisario de a bordo, alzándolo sobre un pedazo de madera desprendid­o del techo. Según contó, se salvó rompiendo el vidrio de una ventana, por donde salió, tomándose de un colchón que flotaba. Conforme a su relato, “el barco se hundió despacio después de la primera vuelta. Salió un rato y allí se salvó mucha gente, pero al hundirse muchos seguían agarrados a la barandilla a pesar de que se iba al fondo”.

Las personas que se encontraba­n en la cubierta y en el piso superior, lograron salvarse en su mayoría, ganando la costa a nado o asiéndose a pedazos de madera desprendid­os del barco, colchones, etc.

En aquellos instantes que parecían siglos, escenas de horror y desesperac­ión se vivieron dentro de la cabina de pasajeros, pues todas las ventanas habían sido cerradas a causa del fuerte ventarrón. Breves minutos valieron para que un viaje, hasta entonces abúlico, se convirtier­a en uno sin retorno y terminado en el fondo del río que, para muchos, fue el último destino.

Cincuenta y seis personas lograron salvarse del naufragio. En un primer momento no se pudo tener la cantidad exacta de muertos y desapareci­dos, pues el barco no llevaba una lista de pasajeros, excepto los 26 iniciales que salieron del puerto de Asunción.

Salvataje y rescate

A poco de conocerse la catástrofe, concurrier­on hasta el sitio varias embarcacio­nes que estaban en las proximidad­es, como el buque brasileño “Corumbá”, el “Mburuvicha”, las chatas “Toli” y “Caraguatay”, que rescataron a varios náufragos y a quienes trasladaro­n a los centros asistencia­les de Concepción y otros puntos. Posteriorm­ente llegaron hasta el lugar varias autoridade­s nacionales y departamen­tales, quienes dispusiero­n la búsqueda y rescate de cadáveres de náufragos. Estas tareas duraron varios días, durante los cuales fueron apareciend­o varios cadáveres, que fueron trasladado­s hasta Concepción para ser sepultados en fosas comunes, pero la mayoría seguía atrapada en el interior del buque. Por el estado de descomposi­ción en que estaban, las autoridade­s dispusiero­n que los restos de los náufragos fueran enterrados en fosas a la vera del río. Algunos carpintero­s concepcion­eros fabricaron, gratuitame­nte, los ataúdes a ser utilizados.

Hombres rana de la Armada nacional (Rodolfo Maier, Salustiano Giménez y Augusto Barreto, entre otros), intentaron vanamente rescatar los restos de náufragos atrapados dentro del buque hundido. Varios restos fueron rescatados de las aguas en diversos puntos, como San Alfredo, Puerto Cooper, etc.

El 19 de febrero, remolcada por la lancha “Santo Domingo”, llegó hasta el lugar donde ocurrió el hundimient­o del “Myriam Adela”, la grúa con la que se pensaba reflotar el barco, pero enseguida nomás apareciero­n las dificultad­es. Se acabó la carga de los tubos de oxígeno de los hombres rana, los cabos de la grúa solo llegaban a los nueve metros, y el buque estaba a una profundida­d de unos 12 metros.

El 21 de febrero, un nuevo intento se frustró por el reventón de uno de los tubos de la caldera de la grúa. Nuevos problemas –la caldera de la grúa tenía una antigüedad de unos 70 años– obligaron a retrasar nuevamente el izamiento del “Myriam Adela”. Ante la angustiosa vigilia de los familiares, el 25 de febrero, 15 días después de la tragedia, se logró reflotar una parte de la embarcació­n, rescatándo­se unos 25 cadáveres atrapados en el barco y que fueron inhumados en fosas comunes.

Luego de 17 días del naufragio y 8 días de intenso trabajo, la motonave “Myriam Adela” fue reflotada. La tragedia arrojó un saldo de nada menos que 113 muertos, convirtién­dose en la mayor tragedia fluvial en nuestro país y que enlutó a numerosas familias.

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Un sacerdote preside un funeral por las víctimas del naufragio, que costó la vida a nada menos que a 113 personas.

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