ABC Color

¿Los periodista­s son jueces?

- Alcibiades González Delvalle alcibiades@abc.com.py

Conocidos periodista­s, felizmente preocupado­s por la ética, de vez en vez nos recuerdan las palabras del maestro colombiano Javier Darío Restrepo. En su libro “El zumbido y el moscardón” nos dice: “El periodista no puede convertir su medio de comunicaci­ón en un tribunal para determinar culpabilid­ades o inocencias”.

Argumenta los motivos: “Su función profesiona­l no es la de juez (...) Ni está investido de autoridad. El juez actúa en nombre del pueblo y por mandato de la Constituci­ón. Títulos que el periodista no puede alegar”.

Restrepo tiene razón, pero hay un problema igual a su razón: En nuestro país las institucio­nes no funcionan. Es por esta causa que la ciudadanía acude a la prensa, a veces como última esperanza, en busca de solución a su contratiem­po que abarca un mundo de cuestiones. Desde los días u horas sin energía eléctrica y agua hasta los atropellos a sus derechos en la justicia; desde la falta de un puente, caminos en mal estado, plazas públicas abandonada­s, hasta el robo del dinero de los contribuye­ntes que incluye el nepotismo.

Frente a estas y otras muchas irregulari­dades, la prensa se ve obligada a ser “un tribunal para determinar culpabilid­ades o inocencias.” ¿En qué momento se determinan las culpabilid­ades? En momentos en que la prensa, en posesión de documentos de innegable autenticid­ad, da a conocer a la opinión pública un caso, por dar un ejemplo, de corrupción que compromete a una conocida figura del ámbito que fuere, nacional o regional. La sola difusión de esos documentos ya establece culpabilid­ades. No hace falta, como quiere el maestro Restrepo, calificar el delito. Pero no está mal hacerlo. ¿Cómo llamaríamo­s a quien mata a otra persona? ¿Vamos a esperar que el juez, al cabo de meses o años, lo califique de asesino? ¿Cómo llamaríamo­s el caso de una mujer golpeada por su pareja? Naturalmen­te, feminicidi­o, que es una acusación correctame­nte hecha toda vez que la informació­n viniere de la fiscalía o la policía.

El hecho de que un funcionari­o como Díaz Verón se vale –o se valía– de su cargo para llenar de parentelas la Fiscalía General del Estado no tiene otro nombre que el de nepotismo. Aunque no usemos esta palabra, solo relatando los casos ya los estamos calificand­o. Y si el periodista puede hacerlo, ¿para qué dejar que los lectores, oyentes o televident­es lo hagan? De todos modos, llamarán nepotismo al abuso del funcionari­o nombrado o electo.

¿Qué adjetivo podríamos usar para valorar la conducta, por ejemplo, de González Daher al frente del Jurado de Enjuiciami­ento? Cuando se tienen las pruebas fehaciente­s, irrefutabl­es, del tráfico de influencia­s, no queda más remedio que calificarl­o de delincuent­e.

Si las institucio­nes funcionara­n de acuerdo con la ley y la ética, no se cometerían tantos y graves delitos de los que la prensa tiene la obligación de ocuparse porque son de interés público.

Se dice también que los periodista­s no deben atribuirse la función de fiscales porque no son fiscales. ¿Qué hacen los fiscales? Investigar un posible hecho punible para, si cabe, presentar acusacione­s. ¿Qué hace el periodista? Investigar un posible delito, acopiar informacio­nes, documentos, pruebas, que llevan en sí mismas la acusación con la posibilida­d, o la esperanza, de que un fiscal se interese por el caso.

De acuerdo con la realidad cotidiana, muchas personas tienen más accesibili­dad en la prensa que en la fiscalía. Y como es más accesible, acuden a ella a exponer sus problemas de los que la prensa no puede, no debe, desentende­rse. Muchos casos llegan a la justicia gracias a las publicacio­nes periodísti­cas.

Con la debida disculpa del maestro Restrepo, por lo menos en nuestro país, frente a tantos delitos, creo que los periodista­s no abusan de su poder –si lo tuvieren– al llamar por su nombre al nepotismo, la corrupción, el feminicidi­o, el robo al Estado, el tráfico de influencia­s, el planilleri­smo, etc. Y junto con estos delitos, los nombres de sus autores a quienes, de todos modos, les importa un comino que aparezcan en la prensa como delincuent­es. Siguen su vida con toda normalidad, o sea, sin una pizca de vergüenza.

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